FIRMA INVITADA

MÁS ALLÁ DEL GÉNERO NEGRO

Luis Benítez
Osvaldo Gallone | Jueves 22 de agosto de 2024
¿Qué es el llamado “género negro” (o hard boiled) en la literatura? Una respuesta posible podría estar ligada a aquello que, de modo casi unánime, está considerado como su fecha de nacimiento: Dashiell Hammett publica su novela Cosecha roja a principios del mes de febrero del año 1929; no hace falta un exceso de agudeza para relacionar la fecha de publicación de la novela con el marco histórico de la época: el crack bursátil y el comienzo de la Gran Depresión.


Si en la célebre tesis de Régis Messac (La novela de detectives y la influencia del pensamiento científico, 1929) se postula que a la caída de los misterios religiosos le sucede el surgimiento de los misterios profanos, el género negro da cuenta de las sucesivas fisuras y apogeos del capitalismo en cuyo centro geográfico se yergue el significante emblemático por antonomasia del sistema: la circulación del dinero (y, en consecuencia, la definición marxista del sujeto en una economía crasamente capitalista: el hombre como mercancía entre mercancías). En los textos del género negro se mata, se falsifica, se secuestra, se miente o se pone en riesgo la vida por un móvil excluyente: el dinero. A consecuencia de ello, se puede establecer que la diferencia sustantiva entre el policial clásico (desde Chesterton hasta Agatha Christie pasando por Conan Doyle) y el género negro radica en el lábil concepto de la justicia: no hay trama de policial clásico donde no se advierta una categórica división entre personajes buenos y malos, y, a fortiori, la justicia, en su sentido más convencional, triunfa en toda la línea. Si el policial clásico puede configurarse bajo las formas de una prolija geometría, aquello que transmite el género negro es el paisaje del caos. La ciudad de Personville (Cosecha roja) es un hervidero de traiciones, homicidios y venganzas del que resulta impensable separar la paja del trigo; el famoso agente de la Continental o el no menos famoso Sam Spade, los detectives de Dashiell Hammett, no están menos contaminados que los sospechosos a quienes persiguen; sus métodos se acercan, en más de una ocasión, al ajuste de cuentas; la balanza de la justicia está sostenida por manos temblorosas y, bien lejos del equilibrio, trepida al compás de inquietantes oscilaciones. Huelga añadir que si el policial clásico es una idealización del mundo, el género negro bien puede asimilarse a una impiadosa radiografía.

En los tres cuentos que componen el volumen Relatos negros (Ediciones Diotima, Buenos Aires, 2024, 117 páginas), Luis Benítez celebra el género negro respetando sus lineamientos canónicos y sumándole un sello personal que el lector no puede menos que agradecer con genuino regocijo.

En “El amigo de Paraguay” se respira el clima hammettiano de la ya aludida Cosecha roja, y tal es uno de sus logros mayores: una escritura seca y precisa que, sin embargo, puede detenerse en detalles irrelevantes en apariencia para luego dar lugar a la acción pura y dura. Quien alguna vez haya intentado esbozar un cuento ha de haber tenido la experiencia de cuán arduo resulta poner a los personajes en movimiento a fin de que no desfallezcan a manera de marionetas de cartón pintado. Se corre un riesgo de doble vía: o bien los personajes se trasladan de un sitio a otro como quien padece hiperquinesia, o bien circulan con una lentitud exasperante. En “El amigo de Paraguay”, Luis Benítez dota a un tiroteo de un halo de incuestionable verosimilitud en lo que bien puede calificarse como un tour de forcé narrativo. Y un plus que conviene poner de resalto: el suspenso que dimana de la trama se sostiene hasta la última línea en la medida en que la tensión narrativa jamás decae: hilo de plata que engarza desde la primera hasta la última palabra.

Merece la pena detenerse, aun brevemente, en el segundo de los cuentos, titulado “El chico que sabía demasiado”. Más allá de las peripecias de la trama, sabiamente dosificadas (un matrimonio que, para su legítimo asombro, tiene un hijo dotado de singulares poderes), no puede dejar de subrayarse la labor artesanal que el autor desarrolla sobre la materia del lenguaje, eso que se denomina estilo o, como definiera de una vez y para siempre Walter Pater en su imprescindible El Renacimiento (Librería Hachette, Buenos Aires, 1946, p. 170), “un mismo estado de alma que informa el todo”. Si nos permitimos destacar esta característica –que se acentúa en este relato, pero se extiende a la obra toda- es por flagrante (y afortunada) oposición a lo que parece ser un rasgo distintivo de la narrativa de las últimas décadas: el inexplicable y olímpico desprecio por el estilo, como si el lenguaje no fuera el organismo vivo, palpitante y constitutivo del escritor, sino un mero apéndice instrumental que sólo sirviera de frágil soporte para desarrollar un argumento; como si la minuciosa selección de tonos y palabras fuera poco menos que una rémora del pasado y una recaída en el manierismo. Triste porvenir le aguarda a la palabra escrita si al estilo se lo relega al desván de los trastos inútiles.

El tercer y más breve relato del volumen, “El infierno bronceado”, abreva en la tradición inaugurada por James Cain en “El cartero llama dos veces” (1934): un protagonista (en este caso, un muchacho de familia acomodada y vida confortable) que lejos está de pertenecer al mundo del hampa o, incluso, de la violencia como práctica cotidiana, pero que acaba involucrado en un múltiple homicidio ignorando a carta cabal qué funesto encadenamiento de azares lo condujo hasta ese punto.

Los tres textos de Relatos negros podrían integrar, con todo y holgado derecho, las más exigentes antologías del género: se revela en todos ellos la lúcida y deliberada mixtura de suspenso, intriga, sordidez, venganza y estallido final. Pero como en todo gran libro, a despecho del género que cultive, lo que aquí triunfa es la escritura.

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