Las mitologías, las leyendas, las ficciones –algunos de los nombres que urden esa intrincada trama que se agrupa bajo el común denominador de Historia- dan cuenta de diversas construcciones que han incidido con singular intensidad en el imaginario colectivo y que reclaman, cuanto menos, una breve reflexión.
Es bien sabido que la palabra lugar deriva del griego topos, y tópos koinós alude a lugar común (no en vano el eminente Ernst Robert Curtius estudió los topoi –plural de topos- como los lugares comunes que los escritores reelaboran en el transcurso de la Historia); por extensión, la palabra latina locus se refiere a un método para desarrollar argumentos, tratar un tema o abordar una materia de modo tal que el orador gane el apoyo de su audiencia. De resultas de lo cual se puede inferir que la delimitación del lugar constituye la condición previa y necesaria para el desarrollo posterior del argumento. Por tanto, es de todo punto de vista legítimo recurrir al concepto de “pulsión cartográfica” referido a la narrativa: el narrador necesita delimitar su lugar (entendido éste como espacio concreto y propio) a fin de que el mismo se convierta en suelo propicio sobre el que germinen sus ficciones: desde el condado de Yoknapatawpha de Faulkner hasta el Macondo de García Márquez o la Región de Juan Benet, pasando por la Buenos Aires de Borges, tan imaginaria como los territorios de Faulkner, García Márquez y Benet. En El mito del eterno retorno (Emecé, Buenos Aires, 1959), Mircea Eliade discurre con su habitual erudición en torno al emplazamiento de un espacio consagrado desde cuyo centro se consuma la repetición de rituales que se proyectan en el tiempo mítico, in illo tempore, de modo tal que quedan aseguradas la realidad y la duración, puesto que de esta manera el tiempo concreto (aquel en cuyo seno se alzan las horas que limando están los días, los días que royendo están los años) se transmuta en tiempo mítico y el espacio profano se transforma en espacio trascendente. La mano que traza con pulso firme este omphalos, este centro, este ombligo, es la mano de la pulsión cartográfica.
Nos hemos de referir en el marco de este bosquejo a tres construcciones (lugares) donde confluyen el anhelo del sujeto humano por asimilarse a los dioses, el consabido fracaso de tan descabellada empresa y la consecuente ira divina. Conviene no olvidar que en El ser y la nada, Sartre afirma de modo taxativo: “(…)… ser hombre es tender a ser Dios; o si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios.”
La palabra zigurat (o ziqurat) pertenece a la antigua lengua acadia hablada en el reino de Mesopotamia, se puede traducir como “construir en un sitio elevado” y define a los templos mesopotámicos que tenían forma de pirámide. Los zigurats no eran lugares donde se celebraban ceremonias, sino que constituían, lisa y llanamente, la morada de los dioses, sólo los sacerdotes tenían acceso a su interior. Los sumerios los concibieron como un eje cósmico, un enlace vertical entre el cielo y la tierra. Tenían siete niveles pintados de diferentes colores que representaban los siete planos, los siete planetas, los siete metales y, por sobre todo, los siete cielos del judaísmo: Vilon o Araphel (“la atmósfera”): el más cercano a la Tierra, está gobernado por el arcángel Gabriel y es la morada de Adán y Eva; Raqia (“expansión”): controlado por Zachaniel y Raphael, allí estaban fijados los planetas y encarcelados los ángeles caídos; Shehaqim (“nube”): controlado por Anahel y morada tanto del Jardín del Edén como del Árbol de la Vida, y el lugar donde se produce el maná; Maon (“morada”): gobernado por el arcángel Miguel, contiene la Jerusalén celestial; Makon (al igual que Maon, se puede traducir como “morada”): gobernado por Samael, allí residen los coros sagrados; Zebul (“contemplar desde el cielo”): bajo la jurisdicción de Sachiel, donde se hallan el Templo Sagrado y el altar; y Araboth (“Dios cabalga por los desiertos”): bajo el liderazgo de Cassiel, es el más sagrado de los siete cielos porque alberga el trono de Dios asistido por los siete arcángeles. Huelga aclarar que la grafía y la disposición de los siete cielos como cuanto comprende cada uno de ellos –así como los siete planos que se enumerarán líneas más abajo- varían ligeramente de un autor a otro, de una traducción a otra, de una hermenéutica a otra; nos hemos atenido, de modo principal pero no excluyente, a aquello que transmite el Talmud Jagigá, 12b-13a.
En cuanto a los siete planos de la existencia, la abrumadora mayoría de los exégetas coincide en estos siete: físico: partes de nuestro cuerpo que pueden ser vistas en un microscopio; astral (“psíquico” o “emocional”): plano de conciencia regido y gobernado por las emociones; mental (o de “mente concreta”): donde todas las experiencias son procesadas por las funciones del lado izquierdo del cerebro; intuitivo: es el primero en relacionarse con la conciencia superior conformada por energías que no pueden ser medidas, tocadas o vistas, aquí son incluidos los frutos de la creación; espiritual: un estado al que se accede a partir de momentos o destellos de éxtasis espiritual; monádico: no implica la necesidad de un cuerpo físico puesto que representa la vida experimentada en sintonía con la voluntad superior; divino (o átmico): donde las palabras son inexistentes ya que todo se encuentra fundido o en unidad. Es de observar que estos planos son muy semejantes a aquellos que expone la cosmología esotérica.
El Etemenanki fue un templo piramidal dedicado a Marduk y construido en la ciudad de Babilonia durante el siglo IV a. C. Tenía siete pisos y una inscripción en su fachada que exime de mayores comentarios: “Marduk me ha ordenado colocar sólidamente las bases del Etemenanki hasta alcanzar el mundo subterráneo y hacer de este modo que su cúspide llegue hasta el cielo.” Respecto a la laboriosa construcción del Etemenanki (que pudo haber sido configurado bajo la forma de zigurat), en el poema titulado Enmerkar y el señor de Aratta, descubierto y exhumado por el asiriólogo Samuel N. Kramer, se narra el modo en que el dios Enki puso fin a la edad de oro de los sumerios: “Enki, el señor de la abundancia, cuyos mandamientos son rectos, / el señor de la sabiduría, que escruta la tierra, / el jefe de los dioses, / dotado de sabiduría, el señor de Eridu, / cambió el habla de su boca, puso en ella la discordia, / en el habla del hombre que hasta entonces había sido una.”
En el fragmento del poema tradicional sumerio que se acaba de transcribir o en el anhelo de quienes construyeron los zigurats se advierte de modo incontrastable la influencia que éstos ejercieron sobre el relato más célebre y conocido: la historia de la torre de Babel, desarrollada en Génesis, II: 1-9.
Luego del diluvio, los descendientes de Noé, únicos sobrevivientes sobre la Tierra y a los que mancomuna un solo idioma, se trasladan a la llanura de Senar (Babel) y, probablemente para prevenir la devastación de un futuro diluvio, deciden construir una torre tan alta que llegue al cielo. Yahvé interpreta la humana iniciativa como un gesto de intolerable rebeldía y decide interrumpir la construcción por medio de un simple y contundente escarmiento: dispone que los hombres comiencen a hablar lenguas distintas y, en consecuencia, les resulte imposible entenderse: “Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra.” Séanos permitido señalar que la palabra “babel” deriva del verbo hebreo baibál que significa, precisamente, “confundir”.
Los dioses confunden a los hombres que pretenden construir una morada divina, una cúspide infinita o una torre que llegue hasta el cielo; e infieren la herida en aquello que de más constitutivo posee el sujeto: la palabra.
Bien sabido es que Homero suele recurrir al artificio del retardo de la acción, lo cual multiplica, de modo inevitable, la tensa expectativa de quien lo lee. En Ilíada, el recurso se pone de relieve en, al menos, tres pasajes harto significativos: el célebre “catálogo de las naves” (Canto II), que enumera los veintinueve contingentes de las tropas griegas; la tregua convenida entre ambos bandos, en el Canto III; y el fragmento del Canto IV, que da comienzo en el verso 223 y que en la Antigüedad fue llamado epipólesis: “revista de las tropas”. Pero ya en el comienzo del Canto IV, se anticipa que Zeus necesita que se reanude la contienda y, por tanto, luego de la “revista de las tropas”, los hombres se enzarzan en la lucha. Y allí Homero consigna un dato que se revela esencial a propósito de la materia que nos ocupa: “Los troyanos, como las incontables ovejas de un varón acaudalado / están quietas en el establo mientras ordeñan su blanca leche / y balan sin pausa al escuchar las llamadas de los corderos, / así el bullicio de los troyanos sobrevolaba el ancho ejército. / No era de todos igual el clamor, ni único el modo de hablar; / las lenguas se mezclaban al ser las gentes de múltiples lugares” (vv. 437 y ss.). La estrofa, además de ilustrar la extensión que puede alcanzar el período comparativo de Homero, da cuenta de que el poeta anticipó en varios siglos el tema central del relato bíblico y del poema sumerio de Enmerkar: la confusión de lenguas (siempre resulta recomendable la lectura de los clásicos por, cuanto menos, un motivo: evita deslumbramientos posteriores). Pero tampoco se puede dejar de advertir que Homero –tal y como la cosmovisión griega- lejos está de poner el acento en una parábola de orden moral; los troyanos no pierden la guerra por ser “gentes de múltiples lugares” ni hay una fuerza superior que deliberadamente confunda sus lenguas, sino por la pericia y el ingenio de Aquiles y Odiseo, entre otras y múltiples razones. La intención de Homero tiende a poner de relieve aquello que desea transmitir (como Stendhal lo hará siglos más tarde en La cartuja de Parma valiéndose de la figura de Fabricio del Dongo): la inextricable confusión de la guerra que, en el caso de Ilíada, se incrementa por la confusión de las lenguas. Si hubiese una perentoria necesidad (que no la hay) de calificar con los parámetros convencionales la aludida estrofa, habría que aseverar que allí Homero no se revela alegórico o moralista, sino sencilla y despojadamente objetivo.
El anhelo de los constructores de los zigurats de emplazar una obra que fungiera como enlace vertical entre el cielo y la tierra, la historia de Enmerkar y el señor de Aratta, la torre de Babel: con la excepción, como se ha señalado, de Homero, la confusión de lenguas se podría añadir, sin forzar la adición, a las tres célebres maldiciones adánicas (la finitud de la vida humana, parir con dolor, ganar el pan con el sudor de la frente). Dios (o los dioses) confunde y multiplica las lenguas para que los hombres no cedan a la tentación de ser como dioses, para que no recaigan en la hybris: menuda condena para inhabilitar en toda la línea la natural inclinación de la especie que Sartre se encarga de subrayar: “ser hombre es tender a ser Dios”.
A partir de la confusión de lenguas se comprende, pues, que todos los lingüistas que en el mundo han sido concluyan que la lengua es arbitraria. Nuestro árbol es el tree inglés y nuestra casa es la maison francesa. O que Hegel, en plena profesión de fe nominalista, haya afirmado con inequívoca lucidez que las cuatro letras de la palabra mesa nunca llegan a cubrir ese mueble que se sostiene en cuatro patas y que el genérico y abarcador gato alude a la especie pero invalida sin la menor hesitación las singularidades de cada gato en particular.
Supondría una muestra de crasa ligereza flotar sobre la superficie de estos temas sin horadar el terso espejo de aguas e interrogarse en torno al lugar en que queda la palabra del poeta.
Respecto a la pregunta a propósito del lugar que queda reservado para la palabra del poeta, la respuesta, como es de prever, resulta privativa de los poetas.
El poeta argentino Alberto Boco (Buenos Aires, 1949), en su poema titulado “El viento”, advierte bajo la forma de la interrogación: “¿Comienza el poema cuando se agotan las palabras?” (Visitas inoportunas, El jardín de las delicias, Buenos Aires, 2014, p. 29). La pregunta lleva implícita la respuesta: sí, el poema comienza cuando se agotan las palabras. Cuando se agotan las palabras de Babel y del Etemenanki; cuando se agotan las palabras del das Man (“el se”) heideggeriano: se dice, se sabe, se comenta, la existencia trivial y cotidiana en la que impera el das Man. Si en lo meramente habitual, como afirma Heidegger, no es posible leer (hallar) la verdad, entonces el poema se puede pensar bajo la forma de un venturoso estado de excepción. Conviene tener en cuenta en toda su extensión y consecuencias la sentencia de Heidegger: “La esencia del arte es la Poesía. Pero la esencia de la Poesía es la instauración de la verdad. La palabra instaurar la entendemos aquí en triple sentido: instaurar como ofrenda, instaurar como fundar e instaurar como comenzar” (Arte y Poesía, F. C. E., México, 1958, p. 89). Cuando se agotan las palabras, como plantea Alberto Boco, el poema se aboca a su tarea y recomienza su decir.
Por su parte, Lacan postula: “En el sueño, el acto fallido, el chiste, ¿qué es lo que sorprende en primer lugar? El modo de tropiezo bajo el que aparecen. (…). Tropiezo, fallo, fisura. (…). Lo que se produce en esa hiancia, en el pleno sentido del término producirse, se presenta como el hallazgo. (…). Hallazgo que es al mismo tiempo solución… (…). Ahora bien, ese hallazgo, desde el punto que se presenta, es hallazgo de algo perdido, y lo que es más, siempre está preparado para esconderse de nuevo, instaurando la dimensión de la pérdida” (Los cuatro principios fundamentales del psicoanálisis, Escuela Freudiana de Buenos Aires, s/f, pp. 36, 37; el énfasis corresponde al original). Sin forzar en exceso la analogía, aquello que se produce en esa hiancia es la palabra del poeta: tal es el hallazgo que, en el registro poético, se propone a un tiempo como solución y problema, interrogación y respuesta, vacilación y certidumbre. Constanza Carrazco, una notable poeta argentina contemporánea, discurre en un poema aún inédito: “me detengo allí, / en ese intersticio sereno / donde el cálido aroma / de la distancia necesaria me acompaña”. Hiancia, intersticio: los lugares donde reside la palabra poética, espacios en cuyo seno se agotan las palabras, como plantea Alberto Boco, o donde se abre un resquicio, como sugiere Constanza Carrazco. El imperio del poeta es ese “reino intermedio” (Arte y Poesía, ob. cit., p. 113). Hiancia, intersticio y también desgarradura. Heidegger manifiesta de modo harto iluminador: “La esencia del arte, en la que especialmente descansan la obra de arte y el artista, es el ponerse en operación la verdad. La esencia poetizante del arte hace un lugar abierto en medio del ente, en cuya apertura es distinto que antes” (Arte y Poesía, ob. cit., p.87): la desgarradura es este “hacer un lugar abierto” en medio del ente. La alusión lacaniana del “hallazgo de algo perdido” que a un tiempo funda “la dimensión de la pérdida” está íntimamente ligada al concepto de alétheia tal como Heidegger lo entiende: aquello que se pierde, que se enmascara, que se oculta y que no deja de exigir una labor incesante de des-ocultamiento; a esa labor incesante se entrega la palabra poética a fin de revelar aquello que se deja entrever en la fisura: una reverberación del orden de la verdad.
En el marco de una entrevista, el propio Alberto Boco manifiesta sin ambages: “(…)… lo que procuro es lograr lo que hace una curva asintótica respecto de la recta a la que se aproxima, infinitamente sin tocarla nunca, esa recta es la poesía y la curva son los poemas”; la metáfora de Boco es impecable: el poema sucede cuando las palabras se agotan, y la palabra del poema es aquella que más se puede acercar a la plenitud de la revelación.
La palabra del poeta es la respuesta inapelablemente humana a la divina condena de Babel.