En el transcurso de la cálida primavera el año 399 a. C., cuando fue condenado a muerte por la justicia de Atenas, Sócrates “no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo”. Las razones profundas de la condena se siguen discutiendo hasta el presente, las líneas que siguen –apenas un bosquejo de ideas- no alientan la descabellada pretensión de dirimirlas, pero acaso puedan aportar algunas referencias en torno a tan disputada materia.
El planteo de Victor Brochard (Estudios sobre Sócrates y Platón, Losada, Buenos Aires, 1940) no es recomendable para el lector ávido de soluciones, pero resulta esencial y descarnadamente concreto: “Mucho se ha escrito acerca de Sócrates y lo mismo ocurrirá en el futuro. La fisonomía de Sócrates, por la misma incertidumbre e insuficiencia de nuestros medios de conocimiento, no dejará jamás de tener para todos los investigadores el atractivo de un enigma que exige interpretación; y sin duda la última palabra acerca de este problema nunca habrá de decirse.” En la enunciación de Brochard resuenan las palabras que nutren la sabiduría judía: la interpretación del Talmud habrá de consumarse cuando el último lector realice la última lectura del Talmud. Las figuras controvertidas, los textos sagrados, las obras de Kafka y tantas otras de cuyo centro irradia una miríada de alegorías son máquinas incesantes e inagotables de interpretaciones (justo, sin embargo, es añadir que las tales interpretaciones abarcan un amplísimo abanico que recorre desde la insensatez hasta la pertinencia pasando por el lugar común y descolorido del remedo).
Haciendo caso omiso de la conmovedora pretensión de algún presidente argentino de haber leído sus “obras completas”, Sócrates, en verdad, no escribió una sola línea en toda su vida, a excepción, a estar por el Fedón platónico, de la tarea a la que se abocó durante los últimos días de su cautiverio: versificar las fábulas de Esopo y componer un himno en honor a Apolo, tarea a la que se entregó, como admite el propio Sócrates, “por depurar el sentido de ciertos sueños y aquietar mi conciencia respecto de ellos”: el sueño recurrente de Sócrates le prescribe entregarse al ejercicio de las bellas artes, y es lo que decide hacer antes de morir. Afirmar que Sócrates y Cristo son dos de las figuras más relevantes que acuñaron un concepto novísimo de moral y ética para todo Occidente es un aserto que no parece prestarse a encarnizado debate. En el célebre episodio de la mujer adúltera (Juan, 7: 53), los escribas y fariseos llevan a una mujer sorprendida en adulterio a comparecer ante Cristo; mientras ellos la acusan, éste, “inclinado hacia el suelo, escribía en la tierra con el dedo”; aquéllos abundan en argumentos y Cristo “inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.” En ningún momento Juan aclara el sentido de estos trazos, si es que alguno tenían. Sócrates y Cristo, pues, nada dejaron escrito; sus obras, su vida, sus enseñanzas son contadas por discípulos, evangelistas e incluso por aquellos que jamás los conocieron (el caso, a este respecto, de Pablo, de Tarso, es paradigmático), con el ancho margen de distorsión que tales paráfrasis suponen de modo inevitable. Ambos, pues, son escritos, son dichos, son narrados, a punto tal que en más de una ocasión se ha puesto –y se sigue poniendo- en tela de juicio, con argumentos más o menos fundados, la existencia histórica de cada uno de ellos. El eminente Rodolfo Mondolfo, quien no duda de la figura histórica de Sócrates, alude, con todo, a la tesis de E. Dupréel, quien afirma que Sócrates no pasa de ser una creación literaria surgida del nacionalismo ateniense de Platón y los socráticos; y Olof Gigon admite la existencia de “un tal Sócrates”, pero niega que fuera un pensador adscripto a la historia de la filosofía (Sócrates, Rodolfo Mondolfo, Eudeba, Buenos Aires, décima edición, 1981, p. 17).
Los evangelistas del filósofo nacido en la localidad de Alopece, Atenas, fueron, sustancialmente, dos; o, al menos, son las obras de ellos dos las que han llegado con mayor profusión hasta nuestros días: Platón y Jenofonte. Ambos han escrito, con diferencia de años, sendas apologías de Sócrates, sendos “banquetes”, a los que se debe añadir, en el caso de Jenofonte, sus Recuerdos de Sócrates. El cotejo, por ligero que resulte, de las obras de ambos sobre el mismo tema arroja disimilitudes que no son menores. Ocioso sería soslayar que la excelencia literaria de Platón rebasa con holgura la buena voluntad de Jenofonte. A título de ejemplo ilustrativo, se puede señalar que el celebrado diálogo entre Sócrates y Aristarco (Recuerdos…, II, Planeta-DeAgostini, Madrid, 1995, pp. 93 y ss.), quien en plena revolución de Trasíbulo (con el objetivo de restaurar la democracia en Atenas) teme caer en la indigencia, es una fábula dotada de un final tan pueril como inverosímil.
Pero más allá de ello, las diferencias no se agotan en el plano formal o estilístico, sino que calan más hondo. En la Apología de Jenofonte, en abierta oposición a la de Platón, surge la figura de un Sócrates soberbio que ni siquiera juzga necesario esgrimir su defensa (“¿No crees que me he pasado la vida preparando mi defensa?”, Apología de Sócrates, Planeta-DeAgostini, Madrid, 1995, p. 276); recibe la muerte con serenidad, pero no por convicciones de orden ético, sino porque una muerte oportuna, a los setenta años de su edad, lo librará de “pagar el tributo a la vejez” (ob. cit., ídem); la Apología platónica es narrada en estilo directo (es Sócrates quien habla, la de Jenofonte es expuesta por medio de un relator (Hermógenes), lo que justifica que se aclare a modo de apostilla: “(…)… yo no puse todo el empeño en contar todo lo que se dijo en el proceso, sino que me conformé con hacer ver que Sócrates se preocupó por encima de todo en dejar claro que no había cometido ninguna impiedad con los dioses ni injusticia con los hombres” (ob. cit., p. 282). Jenofonte compuso su obra después de que Platón escribiera la suya y no falta el especialista en letras clásicas –Martin Schanz, por ejemplo- que conjeture que el libro de Jenofonte es una palmaria protesta contra las libertades que se tomó Platón. Y hasta un filólogo de la talla de Wilamowitz-Moellendorff pone en duda la autenticidad de la Apología… de Jenofonte por la factura mediocre de la obra, pese a que el estilo pertenece, de modo inequívoco, a Jenofonte, quien –mencionado sea al margen y según indica la documentación recabada a lo largo del tiempo- no estuvo presente en el juicio, ni en la muerte, y no veía a Sócrates desde el año 401.
Pero en medio de las versiones, las hipótesis encontradas y las perversiones, una pregunta se yergue y se sigue irguiendo, intacta en su inquietante majestad: ¿quién fue Sócrates?
A prudencial e higiénica distancia de los evangelistas, surge ante nosotros el retrato del filósofo que Aristófanes traza en Las nubes y que merece, por breve que ésta resulte, una reseña acompañada de su correspondiente y necesaria ponderación.
Las nubes se estrenó en el 423 (veinticuatro años antes de la muerte de Sócrates, dato que no resulta irrelevante) y obtuvo el tercer lugar en las Dionisias, festival en honor al dios y que en Ática se celebraba dos veces al año. Es una obra temprana dentro de la producción de su autor, quien se sorprendió de no haber merecido el primer premio, irritación que se pone de manifiesto en el propio texto, en el marco de la parábasis que comienza en el verso 515: “(…)… esta obra que fue para mí la más importante. Sin embargo, fui desplazado por hombres groseros, siendo derrotado sin merecerlo. Esto, pues, reprocho a vosotros, hombres sabios, por quienes yo trabajé tanto” (Las nubes, editorial Columba, Buenos Aires, 1972; estudio, versión y notas de la profesora Dora G. Scaramella). Cabe aclarar que, a diferencia de la tragedia clásica, la comedia griega incorpora, entre otros, un elemento escénico de sustantiva importancia: la parábasis: el momento en que todos los actores abandonan el escenario y los miembros del Coro o, en ocasiones, el propio autor se dirigen al público para hablar de algún tema relacionado con la obra.
Es de observar que la pieza que ha llegado hasta nuestros días es la segunda edición retocada y corregida por Aristófanes, si bien se presume con fundado criterio que las variaciones no son significativas respecto al texto que se podría calificar de original.
En principio, y para enunciarlo de un modo un tanto rudimentario, Las nubes se propone como una árida crítica a los sofistas y una descarnada sátira a sus enseñanzas. Pero vale la pena detenerse por un momento en la etimología de la palabra sofista (las etimologías, como bien sustentaba Ortega y Gasset, “no son meramente de interés lingüístico”, sino que iluminan vívidamente orígenes, costumbres y posteriores e inevitables distorsiones) y en la labor específica de los cultores de la sofística. Etimológicamente, sofista es un maestro de sabiduría, un maestro que transmite su sabiduría; de hecho y en Atenas: maestros de retórica. En términos generales, el vocablo se utilizó en sus orígenes para designar a todo aquel que se revelaba experto (“especialista” sería el término utilizado en la actualidad) en cualesquiera actividades relativas al conocimiento humano: poesía, música, filosofía, artes adivinatorias, etc. En sus comienzos, y como de modo pertinente señala la profesora Dora G. Scaramella en la Introducción a Las nubes, en la edición ya citada, el surgimiento de los sofistas cubre una necesidad en la medida en que coincide con la emergencia de un nuevo tipo de político: los demagogos, cuyo menester era persuadir a la ciudadanía; los sofistas eran maestros de la persuasión y avezados peritos en defender un determinado alegato y el alegato exactamente opuesto con fundamentos irrefutables, o sea: consumados pedagogos de la paradoja. A este respecto, bien vale transcribir algunas líneas debidas a Luis Gil Fernández incluidas en su lúcido y erudito Aristófanes (Gredos, Madrid, 2012, 312 páginas): “Aristófanes vive en una época en la que una conjunción de factores coadyuva al auge de la sofística: el gusto por la elocuencia, connatural al pueblo griego; las condiciones de la democracia, favorecedoras de los debates públicos; la inexistencia en el derecho ático de la representación de partes, que da pie a la profesión de los logógrafos, y el mismo espíritu agonal de los atenienses” (p. 137). Es fama (y la veracidad de la anécdota es materia insustancial, aquello que aquí cuenta es su carácter harto ilustrativo) que un discípulo de Protágoras, de Abdera, pese a deberle varias clases en metálico a su insigne maestro, se sintió en condiciones de ejercer el oficio por su cuenta y riesgo, no abonar la deuda y representar a una de las partes en un pleito. Protágoras, entonces, le advirtió: “Si ganas el pleito, tal triunfo es el resultado de todo lo que de mí has aprendido; por tanto, debes abonar tu deuda. Si lo pierdes, eso significa que aún te queda mucho por aprender de mis lecciones; en tal supuesto, no te queda otra alternativa que pagar tu deuda. En uno u otro caso, pues, la conclusión es la misma.” De la anécdota de Protágoras se infiere, asimismo, la principal crítica que tanto Platón como Aristóteles dirigían a los maestros de retórica: cobraban por impartir sus lecciones. Del argumento esgrimido por Protágoras se puede derivar la inequívoca conclusión –siguiendo a Luis Gil Fernández, ob. cit., pp. 138, 139- de que la sofística estaba sustentada sobre un trípode conceptual: el eikós (lo verosímil), el kairós (el momento oportuno para hablar) y el prepon (lo que era conveniente decir en todo caso); y un colofón de insospechados alcances: el predominio de lo verosímil sobre la verdad.
Cualquier lector moderno juzgará singular (cuando no chocante) el libérrimo uso del lenguaje del que hace gala Aristófanes: insultos, obscenidades, denuestos; e, incluso, personajes en escena que ostentan portentosos falos de utilería. En cuanto a la libertad de expresión, cabe subrayar que los autores cómicos gozaban de la facultad del “todo decir” (parrhesía), y los intentos de restringir tal potestad (que los hubo) fracasaron sin atenuantes. En lo atinente a la exhibición escénica, resulta imprescindible consignar un hecho de sustantiva importancia: para los griegos, la mostración del órgano sexual masculino no era motivo de escándalo o censura. Se halla holgadamente documentado que, en Atenas, el culto al dios Hermes reconocía como expresión concreta columnas en las calles principales que llevaban en la cima la cabeza del dios y, a manera de base, un itífalo (ithys: erecto y phallos: falo). De hecho, las pequeñas estatuas de Hermes solían emplazarse a las entradas de las casas atenienses para convocar o mantener la buena suerte de los integrantes de la familia, así como el falo erecto era considerado capaz de neutralizar el “mal de ojo”. No es gratuita la existencia de genitales de gran tamaño o falos tumescentes en la estatuaria griega o en los relieves de las ánforas. Por ello no es de extrañar que en múltiples festividades la gente ostentara falos artificiales, tal y como los lucían, para regocijo de los espectadores, los intérpretes de las comedias de Aristófanes. Huelga aclarar que la cosmovisión griega se hallaba limpiamente expurgada de un concepto central de la tradición judeo-cristiana: el pecado.
Para definir qué fue la comedia griega, nada más pertinente que recurrir a la descripción de Klaus Dietrich Koch citada por Luis Gil Fernández: “una unidad artística resultante de la fusión de distintos componentes: culto divino, ópera cómica, juego escénico y Kabarett, en el sentido germánico, de sátira político-social del momento” (ob. cit., p.23). Si la tragedia siempre dirigió su mirada hacia un pasado histórico y mitológico, abrevando de la inagotable fuente de las rapsodias homéricas, la comedia posó sus ojos sobre la vida entera de la polis, su política y sus hábitos sociales, y los utilizó como blanco de una crítica demoledora. El humor, al cabo, no sólo es el penúltimo escalón que se tantea antes de llegar al desespero, sino un puño de hierro que golpea envuelto en guante de seda.
El argumento de Las nubes es sencillo y lineal: Estrepsíades, su protagonista, se halla asediado por las deudas merced al rumboso estilo de vida que llevan su mujer y su hijo, Fidípedes, cuya afición a los caballos (de hecho, su propio nombre alude claramente a tan onerosa inclinación ya que hippos quiere decir “caballo”) conduce al insomnio paterno y que Estrepsíades se sienta agonizar toda vez que se aproxima el veinte de cada mes: día que señalaba el reembolso de las deudas y el pago de los intereses. El humor en general –y el aristofánico en particular- sostiene gran parte de su andamiaje en la emergencia del absurdo: en lugar de ahorrar o restringir gastos, a Estrepsíades se le ocurre que el mejor modo de detener a sus acreedores será por medio de una adecuada instrumentación de la retórica, y qué mejor para ello –concluye- que recurrir a Sócrates y a sus discípulos. Tal es un punto de inflexión en la trama de Las nubes porque de ello dimana que para la gente del común (el público que asistía a las representaciones teatrales) no existía sustancial disimilitud entre Sócrates y los sofistas, sino que más bien ambos se hallaban integrados en un mismo e indiferenciado colectivo. En principio, Estrepsíades le solicita a su hijo que se ocupe de recibir las lecciones de los retóricos en un ámbito que se conoce bajo el nombre de “pensadero de las almas sabias”, y como para corroborar en toda la línea la identidad que se establecía entre Sócrates y los sofistas, Fidípedes declara: “Los conozco. Hablas de esos charlatanes, de rostros amarillos, que andan descalzos, entre los que se cuenta al infeliz Sócrates y a Querefón” (ob. cit., vv. 103 y ss.). Ante la negativa de Fidípedes, su padre es el que acude al pensadero, pero no logra asimilar las lecciones con la penetración que sería menester. Habida cuenta de su fracaso, Estrepsíades, al cabo, logra convencer a Fidípedes para que acuda al pensadero; su hijo incorpora las enseñanzas con harto provecho, pero –impecable ironía de Aristófanes-, gracias a las lecciones de Sócrates y sus discípulos, se vuelve contra su padre y lo precipita a la ruina.
Tal es el retrato que el mayor autor cómico de la Antigüedad ofrece del filósofo.
El juicio sustanciado contra el filósofo, tal y como se consigna en el ponderable ensayo titulado La muerte de Sócrates, de Robin Waterfield (Gredos, Madrid, 2011, 344 páginas), ingresaba dentro de la categoría conocida técnicamente como “juicios con evaluación”, en los cuales, tras los alegatos y razones del acusador y del acusado, se permitían discursos breves. La formulación de los cargos, merced a un encadenamiento azaroso de afortunadas circunstancias, se conserva de modo casi literal y fue recogido por Diógenes Laercio en su célebre Vidas de los filósofos más ilustres: “He aquí la acusación que presenta con juramento Meleto, hijo de Meleto, piteo, contra Sócrates, hijo de Sofronisco, alopecense. Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud. Pena: la muerte” (Robin Waterfield, ob. cit., p. 34). La imputación fundamental que formulaba el poeta Meleto (junto con sus compañeros de acusación: Licón, orador, y Ánito, mercader y político) era la de impiedad (asébeia), un delito, según el Derecho ateniense, pasible de proceso. La apología (literalmente: “discurso de la defensa”) de Sócrates –la cual, convenientemente estilizada, Platón transforma en una pieza oratoria ejemplar- no contribuyó a atemperar la pena, sino, más bien, todo lo contrario merced a dos conceptos relevantes que se pueden subrayar en su alocución: Sócrates aduce que su vida habría sido más breve si se hubiese abocado a los turbios manejos de la política: “¿Creéis que hubiera yo vivido tantos años si me hubiese mezclado en los negocios de la república… (…)?”; y propone que se le permute la pena de muerte por un reconocimiento público y vitalicio: “¿Y qué es lo que conviene a un hombre pobre, que es vuestro bienhechor y que tiene necesidad de un gran desahogo para ocuparse en exhortaros? Nada le conviene tanto, atenienses, como el ser alimentado en el Pritaneo {la sede del poder ejecutivo griego, Prytáneis: “el ejecutivo”} y esto le es más debido que a los que, entre vosotros, han ganado el premio en las carreras de caballos y carros en los juegos olímpicos; porque éstos, con sus victorias, hacen que aparezcamos felices, y yo os hago, no en la apariencia, sino en la realidad.” Cumple aclarar que los atletas victoriosos o los ciudadanos que habían prestado grandes servicios a la polis eran mantenidos en el Pritaneo con los cincuenta senadores en ejercicio; tal la gratificación que reclamaba Sócrates para sí. Sócrates fue declarado culpable por un margen relativamente escaso: 280 dicastas (o dicastes: funcionarios que estaban facultados para juzgar todas las causas y cuestiones que ameritaban una investigación judicial) votaron a favor de la pena de muerte y 220 por la absolución.
Robin Waterfield (ob. cit., pp. 270 y ss.) rescata el Discurso de acusación contra Sócrates, de Polícrates, pronunciado por Ánito, y que contiene pasajes harto representativos para configurar la imagen que Sócrates transmitía a buena parte de sus contemporáneos; para Ánito, Sócrates es “un sofista que enseña a los jóvenes destrezas corruptas y subversivas; les enseña a pasar por encima de ciudadanos honrados, como sus padres y los amigos de sus familias… (…). No es un verdadero ciudadano sino el acólito de un dios no reconocido por el Estado.” Se lo puede ver “en el Ágora rodeado por una pandilla de jóvenes afeminados” a los cuales “enreda con nudos sofísticos” y, por añadidura, “ha sido el único responsable del conflicto intergeneracional que afectó tan grandemente a nuestra ciudad hace unos pocos años.” El Sócrates del alegato de Ánito es un sofista entre sofistas.
¿De qué dios no reconocido es acólito Sócrates? Una y otra vez, el Sócrates platónico y el de Jenofonte declara que sólo le es fiel a su daimon. Aquí resulta inexcusable poner en claro y subrayar con énfasis que daimon, demon o daimón no es en modo alguno un “demonio” (como lo han interpretado por décadas un buen número de desatinadas traducciones), sino una voz interior, aquello que bien podría asimilarse a la autoconciencia o conciencia de sí, una fuerza que guía al sujeto a lo largo del transcurso de su entera existencia. Es este un tema que Platón retoma y desarrolla en el diálogo Eutifrón o de la santidad (acaso resulte de interés añadir que de ser un personaje de existencia positiva, Eutifrón parece haber oscilado entre el vidente y el sacerdote. Es en este diálogo donde se plantea aquello que se conoce como el “dilema de Eutifrón”: ¿el piadoso es amado por los dioses porque es piadoso, o es piadoso debido a que es amado por los dioses? Leibniz se ocupará de replantear el dilema bajo términos similares: lo bueno y lo justo, ¿es bueno sólo porque Dios lo quiere, o Dios lo quiere porque es bueno y justo?). Asimismo, el Sócrates aristofánico afirma sin hesitar que “Zeus no existe” (v. 360) e insta a Estrepsíades a no creer más que en tres dioses: el Caos, las Nubes y la Lengua (vv. 421 y ss.).
En el diálogo platónico Menón, o de la virtud, uno de los interlocutores es Ánito, a quien Sócrates le pregunta si alguna vez ha frecuentado a los sofistas; Ánito, casi escandalizado, responde: “¡Por Zeus! Jamás he tenido trato con ellos, y no consentiría que ninguno de los míos se les aproximase.” Es la dura lección que recibe en carne propia Estrepsíades: quienes recurren a Sócrates (sofista entre sofistas en el Discurso de acusación… pronunciado por Ánito) corren el riesgo de que los hijos se vuelvan contra sus padres; en ello consiste el cargo de corrupción a la juventud ateniense.
El Sócrates al que acusa Ánito y a quien los dicastas condenan en el Períbolos Rectangular (construcción situada en uno de los extremos del Ágora) en el año 399 es harto semejante al que pone en escena Aristófanes en el marco de una comedia estrenada en el año 423. Se podría pensar que en ocasiones la verosimilitud de la ficción se impone de modo incontrastable a aquello que se suele calificar, con mayor o menor grado de pertinencia, de verdad histórica.