¡Lo derroté! ¡Lo derroté! gritaba con júbilo al ver sobre el río, tirado, a aquel rey con cuerpo de caballo, pero torso y pensamiento de humano. No paraba de insultarme, mencionando a todos los númenes olímpicos que pudiera mencionar, no obstante, su servidor ignoraba la mayoría de los insultos proferidos por aquel bestial ser, haciendo caso omiso a sus ignominias, probablemente porque no era la primera vez que había derramado el carmín líquido, me había vuelto una Moira.
Eran ya varios mis trabajos y mis tareas por estos y aquellos lares, engañando hasta a deidades que cargan el globo, recuperando manzanas doradas, enfrentando a monstruos catalogados invencibles. Cortaba una cabeza, y salían tres, como en el día a día, como en las películas, aunque sea un anacrónico sofisma. Me había convertido en una de esas señoras que cortaban el hilo vital de los mundanos, decidía quién seguía con vida, y quien, para su infame fortuna, visitaba los ríos del infrahumanos. Probablemente, ya me había hecho más poderoso que estas tres damas del hilo conductor. Así que, supe que era cuestión del transcurso del inexorable para que se cortara un hilo más, en este caso, el del centauro.
Antes de que la bestia hiciera pacto con su fatal destino, alcancé a escuchar algo más que simples maldiciones. Me juraba, ante el más alto de los Uranos, que ya sea, vivo o muerto, acabaría conmigo. Estaba claro que vivo ya no tenía muchas posibilidades, y muerto tenía menos. También imploró a mi mujer que se acercara a él, no sé qué le dijo, ni me importó, solo vi que ella recogió algo de la sangre del vencido y listo, nuestro palacio e hijos esperaban por nosotros ¡un ánima más a cargo de mi sagrado arco!
Pasaron varios peplos dorados, con todo el resplandor de Eos con sus mágicas mañanas y varias apariciones de Selene con sus múltiples mañas. Me percataba que mi amada mujer se alejaba cada vez más de mí, y yo, invariablemente, de ella, de su perfume, de su ser. Las batallas eran demasiadas, eran abrumadoras y eran exigentes, por lo tanto, no podía contar en estar mucho tiempo en mi morada. Al fin y al cabo, hombre, al fin y al cabo, héroe, al fin y al cabo, un semidiós, las amantes no me faltaban ni me faltaron. Fama, oro, músculos y amantes, razones suficientes para que cualquier mujer recurriera a los designios más desesperados por recuperar el antiguo Eros de su marido. Ella, ella no fue la excepción.
El lúgubre día arribó a mi corazón. Lo recuerdo bien y lo leo en estas páginas de forma inexplicable. Llegó el primogénito de este héroe, con mi túnica favorita, aquel peplo que se semejaba a las doradas mañanas. Me la entregó, y ahí sucedió todo. El sufrimiento se avecinaba, la oscura Ker cubría los luceros de mi mirada. La sangre del centauro, venenosa, se esparció por toda mi túnica y, por ende, por todo mi ser. La culpable, mi esposa. El héroe sucumbía ante las citadas señoras de la vital cuerda. Aunque, no es tan malo como parece, ir perdiendo poco a poco la vista rumbo al puerto de Hades y sus vísperas, como un lento atardecer de verano frente al Mediterráneo, como cantaban los poetas. Esto que estaba leyendo, ¿era real o fantasía? ¿era yo o un sueño? en mis venas corre la sangre del padre de todo, el más alto, el más venerado, el más hermoso. Y mi sed de venganza era más que justificada, venganza hacia mi amada.
Continuará…