Sin el prescriptivo consenso de la Oposición parlamentaria, sin la anuencia de los países centrales de la UE, sin avanzar cuáles serían sus fronteras, ni las garantías de seguridad se establecerían, ¿qué margen de crédito puede recabar el reconocimiento de un Estado Palestino por parte de un presidente español que le niega ese derecho a un territorio todavía bajo su administración, como es el Sahara Occidental y su autoproclamada República Saharaui Democrática?
La pregunta se responde a sí misma, pero la cuestión de fondo calcina todas las respuestas. Por más que la desmedida intervención israelí en Gaza tras los ataques de Hamas llevara al jefe de la diplomacia estadounidense, Anthony Blinken, a postular la solución de los dos Estados, lo dramáticamente cierto es que, tras setenta años de desencuentros, esa posibilidad queda hoy más lejos que nunca de la realidad tal como la interpretan las partes concernidas. Según una encuesta del Centro Palestino de Investigación hoy son menos del 33% de sus ciudadanos los que defienden la idea, cuando en 2020 alcanzaban el 43%. Por la parte israelí, según Gallup, apenas el 24%.
¿Qué hay detrás? Un creciente de radicalismo extremo alimentado por los dos pueblos. La frase “Del mar al Jordán”, innegociable en los estatutos del Likud, el partido de Netanyahu, definiendo sin ambigüedades un proyecto político de aniquilación del pueblo palestino, encuentra su paralelo en la “Destrucción de Israel” que predica la Carta de Hamas. Desde la Guerra de los Seis Días hasta el asesinato de Isaac Rabin, unos y otros han dinamitado una y otra y otra vez el plan de los dos Estados.
¿Qué queda de él? Lo que vemos en los informativos: pura retórica de conveniencia. Un recurso del lenguaje diplomático desprovisto de la menor operatividad. Un fantasma entre patético y obsceno, que recaba aplausos en Europa, mientras arrastra sus cadenas de sangre y fuego en Palestina.
Hay fallas tectónicas abocadas a un constante choque de placas, y hay fallas geopolíticas condenadas al mismo destino. Esta es una de ellas. La guerra infinita acabará cuando una de las dos fuerzas arrase por entero a la otra, y ya vamos viendo quién y cómo acabará venciendo, pero el odio sin fin seguirá latente.
Parafraseando a Churchill, la de los dos Estados es la peor solución, con excepción de todas las demás, que son todavía peores. La que está en curso ya tiene escrito su veredicto: Israel ha ganado todas las guerras, pero nunca ha ganado la paz.