Hoy, Paul Auster, el mago de mirada hipnótica, nos abandona dejándonos en compañía de su fabulosa progenie. Sin duda, el friso más fidedigno de ese Nueva York de todas las miserias y todos los esplendores, gusanos de una Gran Manzana que sigue soñando con ser la del Paraíso.
Su trilogía neoyorkina comienza con ‘La ciudad de cristal’ y, sin embargo, nada es transparente en sus páginas. En esa telaraña de historias se impone la lógica del laberinto, la complejidad, la extrañeza, el juego de cajas chinas que preside ‘La noche del oráculo’. La reconocida imagen del Auster final nos escamotea la de sus comienzos. Las veinte editoriales que rechazaron su primer manuscrito, sus trabajos cono negro literario, o como telefonista del NY Times. Ocurría otro tanto con su perfil público. En el escenario, Caballero de las Artes y las Letras, Príncipe de Asturias. En su casa de Park Sloope, un ermitaño que vivía recluido en el sótano, escribiendo a su manera: “si he acabado una página al final del día puedo darme por satisfecho”.
Tenía mucho de aquel Nathan Glass que se deja la vida recopilando momentos ridículos, en ‘El libro de los desvaríos humanos’. También del Martin Frost que, al saber que su musa está muriendo mientras él escribe su mejor novela, la arroja al fuego para que ella resucite. ¿Un homenaje a quién? A Kafka y a esa niña que perdió su muñeca. El autor de ‘El Proceso’ le escribía cartas, las cartas de la muñeca, siempre de viaje, para que la niña entendiera que la vida también es pérdida.
Debe ser eso lo que buscamos en las ficciones. Un mago de Oz que obre el sortilegio de iluminar la materia oscura que nos envuelve. El delirante ‘Tombuctú’ del que todos formamos parte. Lecciones de ‘Mr. Vértigo’. ¿Qué hay más allá? La sonrisa herida de Paul Auster, recordándonos que sólo es ‘La música del azar’ quien escribe la partitura de la vida.