Ella era especial, la más dulce, la más bella entre las bellas. En los mentideros se hablaba de sus profundos ojos verdes, su melena suave y dorada, de su piel inmaculada.
Su padre, de buena familia, la adoraba. Su padre sufría.
El amor se había cruzado en su camino. Y ese amor no correspondía al que todo buen padre aspira para sus hijos. Un amor no conveniente.
Él era un muchacho alto y fornido de tez morena. Y ... fogonero de trenes.
Pero ella, la más bella, se enamoró perdidamente del apuesto fogonero.
A escondidas vivían su amor y al final fue el amor el que triunfó.
La hija se casó con su negro. Así lo llamaba y así lo amaba.
Seria por su piel morena, seria por los restos de carbón que a veces brillaban en su piel. Y ellos eran felices.
Tuvieron un hijo. También bello entre los bellos.
Fuerte como su padre, rubio como la madre.
Con el tiempo el fogonero llego a maquinista. Eran tiempos prósperos.
La felicidad seguía llamando a su puerta cada mañana. La espera inminente de un segundo infante colmaba de parabienes su mundo.
Llegó la hora del parto. El negro regresaría en poco. Seguramente al término de su viaje, él ya habría vuelto siendo padre.
Y así fue como fue.
Pero la fortuna en esta ocasión no quiso sonreírles. Ella, la mujer más bella entre todas las bellas había sucumbido. Un mal parto y una hemorragia traicionera habían segado su juventud.
El desconsuelo reinaba en todas las estancias. Los lamentos recorrían los pasillos, los tejados, los balcones de visillos corridos.
El pequeño recién llegado, se estremecía en su cuna sin unos brazos maternales que le dieran calor, sin un pecho que calmara su sed. Silencio, solo roto, por sus lastimeros lloros.
Pero nunca las desgracias nos llegan solas. Se acompañan de un dolor aún mayor.
Él, el hermano más dulce, el más tierno, el más amado, fue presa de unas fiebres perniciosas. Y un nuevo dolor se unió.
Nadie podía creer semejante tragedia.
Y ahí estaba en pequeño intruso, el recién llegado a quien pocos deseaban ver. Al que todos esquivaban, buscando un hueco, un rincón en aquel hogar desolado.
Pasaron días y pasaron noches hasta que, en un amanecer, después de mucha desesperación, su padre, el negro, se acercó hasta la cuna y entre sollozos lo abrazo y le lleno de besos.
Eres tan chico.... y tan negro.
Una oleada de fuego no sentida nunca, un amor infinito atravesó su alma apoderándose de todo su ser.
Lo acuno y muy bajito en un susurro....
Estas aquí, eres parte de ella.
Te voy a querer siempre.
El amor siempre triunfa.
Así es, si así os parece.