¿Qué es verdad y qué es mentira en el arte? ¿Acaso el amor es la pieza angular sobre la que siempre tiene que girar el mundo de las ilusiones, aunque éstas sean falsas? ¿Las relaciones humanas sólo están gobernadas por las apariencias?
Al ritmo de canciones de Crowded House, una estética claramente pop presidida por los blancos infinitos de la escenografía y el contrapunto de los negros y rojos del vestuario de Evelyn y Adam asistimos a este puzle de secretos y mentiras cuya máxima expresión no seremos capaces de adivinar hasta un final con el que Neil LaBute quiso justificar esta crítica sobre el mundo del arte y sus mentiras, y las relaciones interpersonales dominadas por el bulimia del éxito basado en una originalidad camuflada en espurios e intrascendentes principios. Relaciones que, al estilo de Nicolás Maquiavelo, nos hablan de que: «El fin justifica los medios». Un manifiesto que, por otra parte, encuentra la dificultad de ser puesta en práctica a través de la comedia, pues sus elementos nos hacen menos permeables a la dura batalla que enfrenta a la verdad con la mentira. A la originalidad con la mediocridad. O, al arte, con su verdadero objetivo: la búsqueda de la belleza. De estos anacronismos surge un texto con el que Neil LaBute se refugia en el eco que le transmite una cultura intoxicada por la mentira y la futilidad a través de un lenguaje plagado de expresiones soeces o tacos con los que quiere impregnar de impulso narrativo a los personajes a los que retrata y que van, desde el inocente que cree en la suerte y en el amor, a la soñadora que busca una y otra vez ese beso que una vez le fue negado. Un intento que ahora se nos antoja varado en las coordenadas del tiempo, quizá, porque cuando LaBute estrenó en el año 2001 esta obra en Londres no sabía que el mundo cambiaría a una velocidad de vértigo, sobre todo, por la preponderancia de la tecnología en la industria y las relaciones sociales, y ese quizá sea el mayor debe de este texto: su difuminación en el tiempo, pues las redes sociales o la pandemia han trastocado de tal modo las relaciones humanas que ya nada es lo que parece, ni tan siquiera esta crítica a la concepción del arte conceptual que se juzga en esta función como un todo, y donde los límites de la creación se precipitan por el terraplén de la importancia de los resultados.
Una cuestión de formas nos ofrece un mundo en ruinas arrebatado por el doble sentido de las palabras que muchas veces utilizan los actores como una forma de reivindicar la doblez que exige el engaño, pero también la huida del miedo, pues de alguna forma Adam, Evelyn, Jenny y Philip huyen de sí mismos, y de ahí la prevalencia de la mentira sobre el amor o la amistad. Sus vidas están marcadas por el fracaso que se resume en sus mediocres trabajos, la residencia en una pequeña y aburrida ciudad, y la falta de unos objetivos que ellos visualizan en las apariencias. Esa existencia basada en una cuestión de formas que por arte del azar podrían ser otras, y estar muy alejadas de los cambios de comportamiento o estéticos que realizamos por tratar de agradar al otro. Ese ser uno mismo a través del otro es uno de los espejos ciegos que se traducen de esta obra en la que cabe destacar el papel de Esther Acebo como Evelyn, pues aparte de ser el eje sobre el que gira la obra hace del arte de la improvisación y la interacción con el público un ejercicio de naturalidad y cercanía que pocas veces se aprecian sobre el escenario, lo que para nada contrarresta su papel de fría y calculadora femme manipuladora. Magnífica, sin duda. Del mismo modo que Bernabé Fernández como Adam da vida a un personaje lleno de miedos y frustraciones que buscan una salida airosa a su propia tragedia.
Una cuestión de formas es la viva imagen de una forma de entender la vida que tanto nos marca cuando el único objetivo es la búsqueda del éxito a cualquier precio, sobre todo, cuando el amor y el arte sólo son dos complementos de la mentira.