De esa renuncia surge la libertad y toda una amalgama de consecuencias y deseos que deambulan en la memoria y el viaje de la vida. Esta obra de teatro es un ajuste de cuentas con los recuerdos y esa vida que nunca supimos que llegaríamos a vivir encadenados a nuestros deseos. Hay mucho de posibilidad y redención en sus dos protagonistas, personajes que deambulan entre el presente, el pasado y la sinergia de esa magia que lleva implícita esta conmovedora obra de teatro que también bebe de la comicidad y de puntuales brotes de genialidad por su trascendencia.
De esas cenizas, recuerdos y ecos, la dramaturga Irina Kouberskaya levanta Deje que el viento hable sobre el legado poético del italiano Tonino Guerra. Un hálito poético en el que Irina nos habla de las memorias de la tierra, o lo que es lo mismo, de las memorias de nuestras vidas, lo que convierte su propuesta en una nueva demostración de ese carácter existencialista con el que ella dota a sus representaciones. Un carácter que ya estaba presente en las adaptaciones que ha hecho autores clásicos como Chéjov, García Lorca o Harold Pinter, como lo es en este caso Tonino Guerra, aunque en esta obra la mano compositiva de Irina se deja notar con mayor fuerza en el texto. A lo que sin duda hay que añadir el gran talento que profesa a la hora de dotar a todas sus adaptaciones de unas coreografías que, junto con el elemento visual de la proyección de imágenes, transforman las representaciones en un magistral espectáculo de la palabra, la danza y la imagen, lo que las convierten en una manifestación de teatro total. Una esencia que está al alcance de muy pocos. Pero por si todo esto fuera poco, una vez más, deja contrastadas sus grandes dosis de dirección de actores, pues uno cae enamorado ante un José Luis Sanz, en su papel de ángel, para recordar, tanto por su versatilidad como por su presencia: dicharachero, trascendente, divertido y cómico con mayúsculas. Al lado de una no menos trascedente y cómica Chelo Vivares siempre a una gran altura en las obras que interpreta en el Teatro Tribueñe. Del mismo modo que, una mención aparte, merecen los tres pájaros de la obra: Ana Peiró, Ana Moreno y Virginia Hernández, pues con sus sonidos guturales están sencillamente geniales, dándonos una magnífica demostración de movimiento, ritmo y mímica.
Deje que el viento hable es un espectáculo total y con mayúsculas, donde lo divino y lo humano se dan la mano bajo el paradigma que esconde el gran secreto de la vida. Una vida plagada de voces y sentimientos que fluyen en cada uno de nosotros día a día hasta el instante del juicio final, aquel que se acerca a nosotros sin avisar, pues estamos concebidos con la esencia de lo accidental que conforman la esencia de la memoria y el viaje de vida.
PD: No se pierdan el final de la obra con la coreografía de unos pájaros reconvertidos en vedettes bajo la batuta sonora de la canción de Renato Carosone, Piccolissima Serenata, como mejor forma de celebrar la vida.