A lo largo de los cinco primeros capítulos de La pérdida del reino (Siglo XXI Argentina Editores, 1ra. edición, 1972, 370 páginas; todas las citas remiten a esta edición), que con toda pertinencia se podrían calificar de prólogo, se presenta a los personajes y el motivo argumental dominante: Rufino Velázquez le solicita al narrador, quien cumple funciones de asesoramiento en la editorial Galaxia, que a partir de sus propios recuerdos personales y algunos manuscritos bosquejados escriba una novela; una novela escrita por el narrador que será, sin embargo, la novela de Rufino Velázquez; vale decir, un narrador, en principio, que oficiaría de ghost writer, un escritor fantasma cuyas marcas se pueden adivinar en la escritura, pero cuya materia narrativa le es ajena.
Pero, fundamentalmente y a lo largo de estas primeras páginas, fruto de las reflexiones del narrador y sus diálogos con Luisa Doncel (una amiga, esposa de Tulio Doncel, síndico de la editorial) y Rufino (Rufo) Velázquez, aquello que se construye es una estética de la novela que se puede conjeturar que Bianco suscribiría y que, en ocasiones, la sitúan en un lugar de curioso (o, al menos, inesperado) nominalismo: “Ya sabemos que cuanto más compleja es la realidad que deseamos interpretar, mayor dificultad oponen las palabras a dejarse aniquilar en la fluencia de la prosa” (p. 22). Morris Adler en El mundo del Talmud (Paidós, Buenos Aires, 1964, 135 páginas), señala la preeminencia que tiene para los judíos la Ley Oral por sobre la palabra escrita al punto que es legítimo decir “que ‘reducimos’ algo a la escritura” (p. 31) y cita las palabras de un eminente talmudista respecto a la transmisión de la Ley: “Porque cuando un alumno se sienta ante su maestro, abocado a estudiar con él la ley judía, el maestro reconoce la inclinación del estudiante, sabe qué es lo que éste entiende o deja de entender; lo que es claro o no lo es, y de este modo puede explicar el tema hasta su comprensión y dominio. ¿Cómo podría hacerse esto cuando la ley está por escrito, desde que hay un límite para todo aquello que puede ser escrito?” (íd.). Las palabras del talmudista aluden incuestionablemente a ese núcleo del lenguaje que resulta inefable, a ese instrumento sucesivo (la lengua) que pretende dar cuenta de aquello que es naturalmente simultáneo (la realidad); con ánimo vacilante o decidido, la mano de la lengua pretende atrapar a una presa resbaladiza que se escapa y nunca dejará de escapársele, la realidad es una fuga y el escritor va en pos de ella: cazador obstinado, vehemente, pero frustrado una y otra vez: en la reiteración subyace el placer y también la agonía. En coincidencia con el talmudista, Bianco manifiesta análogo distanciamiento respecto de la palabra escrita: “La letra escrita no reemplaza la palabra. ¡Cuánto más fácil y auténtico es conversar, estar cerca de los amigos que realmente queremos!”, le transmite en un tono, pasible de ser definido como socrático, al escritor mexicano Juan García Ponce (Epistolario, ob. cit., p. 281).
Pero en el marco de la novela, del aniquilamiento al que hay que someter a la palabra, y al cual la palabra se resiste y se opone, se infiere, por una parte, un claro sentido de lucha, de agón, de contienda entre el escritor y su instrumento privilegiado (y único), y, por otra parte, la existencia del territorio donde la contienda se lleva a cabo, que no es otro que el plano de la inefabilidad: si la palabra lo retiene en un más acá (categoría que bien puede asimilarse a lo decible), quien escribe pretende instalarse en un más allá: lo indecible; tales los términos y los alcances de la disputa, puesto que se escribe porque es imposible, no a pesar de ello; se escribe porque se sabe que ese duro núcleo es infranqueable si sólo se está armado con espada de punta roma y mano inhábil, y sin embargo el escritor sigue acometiendo a la espera (una prolongada espera) de la palabra que a un tiempo pueda aludir a los gigantes y a los molinos sin hiato, pausa o intermisión. En el curso de uno de sus diálogos con Luisa Doncel, el narrador recuerda (pp. 26, 27): “Aquella tarde nos referimos al talento aplicado a la actividad literaria. En realidad, la obra es el único índice del talento. Si esa obra no existe, o no es válida, ¿puede hablarse lícitamente de talento? (…). La abundancia de dotes propone al escritor infinidad de caminos. Si pretende recorrerlos uno tras otro, no llega a ninguna parte. A menudo, cuando queremos decirlo todo, acabamos por omitir lo fundamental.” Es un concepto que Bianco ya había enunciado, casi de manera textual, en Las ratas: “cuando un artista intenta decirlo todo, acaba muy a menudo por omitir lo fundamental; no toma partido, corre el peligro de diluirse, de perderse” (Las ratas, ob.cit., p. 23). La aspiración, por cierto, es el todo: eso constitutivamente inabarcable, apetencia babélica o luciferina, pero que, en todo caso, excede la condición –mas no la apetencia- humana. Pero el castigo que se le reserva a la demasía, a la hubris o hybris de la tragedia griega, en modo alguno suprime la pretensión; en ocasiones, por el contrario, opera como un exquisito acicate: se ambiciona el todo porque es precisamente el todo aquello que porta en la frente el signo de lo inaccesible. Cierto es que el sentido crítico (que no armoniza, necesariamente, con el sentido común) obliga al recorte, al ajuste, a todo aquello que no puede menos que experimentarse como la amputación inevitable de un miembro en pro de la supervivencia del resto del organismo y, por tanto, escribe, como observa el narrador de La pérdida…, “una obra que será por fuerza incompleta, restringida, imperfecta, humana” (p. 27). En una ya célebre carta dirigida a Ludwig von Ficker, posible editor del Tractatus Logico-Philosophicus, Wittgenstein le comunica: “Mi trabajo consta de dos partes: la expuesta en él, más todo lo que no he escrito. Y esa segunda parte, la no escrita, es realmente la importante” (Diario filosófico (1914-1916), Ariel, Barcelona, 1982). Antes de asombrarse de la aparente paradoja que encierra la misiva de Wittgenstein, habría que preguntarse qué libro no carga sobre sus hombros el gravamen de una segunda parte no escrita y fundamental, esa segunda parte que se ha precipitado en la hondonada de lo inefable y respecto a la cual la primera parte no es más que un pálido reflejo, una caricatura, un remedo. En este sentido, todo gran libro es un libro inacabado, trunco, le falta la segunda parte: irremediablemente.
Los términos del acuerdo entre Rufino Velázquez y el narrador quedan explicitados de modo inequívoco por el primero: “El libro, si libro hubiera, será exclusivamente suyo –replicó-. Usted no podrá mencionarme. Esto ya se lo exijo, si me permito exigirle algo” (p. 43). Durante las horas que le suceden a la muerte de Rufino –previsible por una serie de síntomas que no dejan de aquejarlo y minar su quebrantada salud-, el narrador reflexiona: “Cuando ya nada se interpusiera entre nosotros, cuando su voz fuera mi voz y yo no distinguiera entre lo cierto y lo incierto, lo ficticio y lo real, tal vez alcanzara esa realidad literaria que, más que ver, nos permite entrever como en un relámpago la verdad de un ser humano sin disipar por completo su misterio” (p. 55). Resuenan en estas palabras del narrador la fusión Delfín-Julio (“cuando su voz fuera mi voz”), que conocerá un desarrollo más extenso, y, fundamentalmente, concederá ya no la novela, sino a la escritura una función de privilegio como instrumento de cognición. “Se conoce como del rayo”, dirá Heráclito en relación a la intuición certera que ilumina la materia o el concepto en sombras, pero aquel que se muestra en la escritura es un sujeto transparente y opaco, luminoso y oscuro, diáfano y umbrío: ostenta todas las cualidades y deméritos que la herramienta de que se vale y tiene a la mano: la lengua. A partir de la muerte de Rufino Velázquez (capítulo V) comienza la novela, y es absolutamente legítimo preguntarse: ¿la novela de quién?
Como ya se señaló en el capítulo dedicado a Leopoldo Marechal, los elementos que le impiden al sujeto acceder al Absoluto, en aseveración de Meister Eckhardt, son tres: el tiempo, el cuerpo y la multiplicidad. El Rufino Velázquez de los años que asiste a un colegio confesional y religioso podría subsumir los tres bajo la especie de una sola desventura: el cuerpo; ese cuerpo humano desbordante de excrecencias, deseos y posteriores arrepentimientos cuya sola existencia desmiente la eficacia de las plegarias; al cabo, nos incorporamos sólo para volver a caer. Aquello que Rufino descubre es “la realidad de los instintos sexuales” (p. 63): ya no es un relato, ni una insinuación, ni una posibilidad remota, sino que es un conflicto encarnado en el cuerpo, “una realidad más inmediata que las construcciones teológicas del padre Tobías” (íd.), y en esa “realidad más inmediata” confluyen dos condenas que parecen inherentes al universo del sexo: la corrupción y la servidumbre. Durante esos primeros años de formación, el ser de Rufino Velázquez se finca en el cuerpo y, por una extensión que parece connatural, en el sufrimiento merced a la permanente hostilidad que sufre a manos de sus compañeros de curso, incluyendo a Néstor Sagasta, con quien, en un principio, Rufino cree establecer una privilegiada relación de honda identidad. Es ésta una relación (a la manera en la que se establecen las de Tonio Kröger y Hans Hansen en Tonio Kröger, o Von Aschenbach y Tadrio en Muerte en Venecia; ambas de Thomas Mann) que siempre parece oscilar en el borde de la homosexualidad (“Rufino sólo tenía ojos para Sagasta”, p. 74), alienta fantasías en las cuales es atrapado por un imaginario enemigo y Sagasta lo salva (p. 77), en el curso del primer recreo de la mañana ingresa en los mingitorios y sorprende a Sagasta masturbándose (p. 81). Pero paralelamente a estos escarceos, experimenta un estupor que lo distingue más que cualquier otra singularidad, que indica con más pertinencia que el rasgo más privativo su enraizada tendencia a la introspección, a la rumia en solitario, al aislamiento reflexivo: el asombro de sí mismo, el asombro por ser aquel que es que, si bien se sopesa y mejor se aquilata, en más de una circunstancia puede conducir al más justificado desconcierto: “En ocasiones llegaba a sorprenderse de que la Providencia hubiera decidido que él fuera él y no cualquier otra persona” (p. 25): por razones puramente azarosas y accidentales, el sujeto (hegeliano) es arrojado al mundo con el ropaje de una envoltura que es su propio ser, aquel con el que va a ser identificado de allí en más. Igual o mayor estupefacción que la célebre pregunta de Leibniz (“¿Por qué el ser y no más bien la nada?”) es la que puede promover la que se formula Rufino Velázquez: ¿por qué soy yo y no más bien el otro, uno de las multitudes de otros que me rodean?: “el muchacho que en la esquina de Bustamante avanzaba desde la plataforma delantera, anunciando los diarios (…) o el joven que le compraba La Prensa (…)… no supo a qué atenerse” (íd.). Escaso margen resta para el logos o incluso para la intuitio (en su sentido de contemplar, de mirar hacia dentro) si es la Providencia la que prescribe y determina. Se comprende, entonces, que el Delfín Heredia de Las ratas crea que “le han confiado funciones de director escénico”; al fin y al cabo, parece concluir Bianco, todos desempeñamos roles escritos y adjudicados por un oculto (y aciago) demiurgo en el marco del gran teatro (calderoniano y shakespeareano; conviene no olvidar que la divisa del teatro El Globo, donde Shakespeare no sólo estrenó la mayoría de sus obras sino del cual también era accionista, rezaba: Totus mundus agit histrionem – Todos somos histriones – Todos somos actores) del mundo: “A las personas, por distintas que fueran, les ocurrían en la vida las mismas cosas. Podían intercambiarse las unas por las otras, eran como actores que representaran una sola pieza en los teatros más diversos” (p. 232); palabras cuya intención y tono se fusionan con las que Shakespeare pone en boca de Jacques en Como gustéis (Acto II, escena VII): El mundo todo es un escenario / y sólo actores todos los hombres y mujeres: / todos tienen salidas y tienen sus entradas, / y un hombre actúa en muchos papeles en su vida.
De hecho, avanzada la novela (capítulo V; Tercera Parte), Rufo conoce a una tal Inés Hurtado y mantiene relaciones íntimas con ella; la mujer es, en verdad, la hija de Dimas Antún, el hombre que ha ultimado al padre de Rufino (Primera parte, capítulo VII). Se yergue aquí, más explícitamente que en cualquier otro momento de la peripecia novelística, el concepto de destino, de providencia en el sentido griego de ananké: esa fuerza que es superior no sólo a los hombres, sino también a los dioses en la medida en que dimana del Hado (el dios supremo). En la República platónica, como bien observa Werner Jaeger (Paideia, F. C. E., México, 1957, p. 775, nota 64 al pie), las tres Moiras (Cloto, quien hila la hebra de la vida; Láquesis, quien mide con su vara la longitud del hilo de la vida; y Átropos, quien corta el hilo de la vida) aparecen designadas no bajo la especie de divinidades abstractas e indeterminadas, como generalmente se representan, sino como hijas de Ananke (República, 617 C), luego se destacan en la sentencia de Láquesis (617 D 6), pero el daimon aparece en primer término como algo suprapotencial que excluye toda posibilidad de libre opción o albedrío (Jaeger hace referencia al mito de Er, con el cual concluye República). El narrador de La pérdida… observa que ambos personajes (Inés Hurtado y Rufo) “obedecieron a un plan ajeno a ellos, un plan trazado años atrás por el amor, los celos y la muerte” (p. 242). Este demiurgo recóndito no sólo nos impulsa a interrogarnos –en el plano de la identidad- por qué yo soy el que soy y no otro, sino también –en la sucesión de los acontecimientos- por qué a mí. En uno y otro caso, la consternación es idéntica, y la falta de respuestas, inapelable.
En el curso de una adolescencia que no sólo es problemática, como todas las que han sido y serán, sino que también ofrece ribetes místicos merced a los cuales siempre se debate entre la culpa y el contentamiento, Rufino Velázquez sueña con una mujer (Sara) a la que besa, acaricia y doblega hasta que aparece un hombre con una voz que se adivina estentórea y dice: “Es Rufino Velázquez”, Rufino exhala un sollozo de alivio “porque a veces causa alivio que nos arranquen una máscara” (p. 96): lo han nombrado, y a pesar del estupor que le suscita ser quien es y no otro, en ese nombre se reconoce. Pero además del reconocimiento, Rufino verifica el alivio del desenmascaramiento. Las bondades de una máscara es un tema de larga y distinguida tradición en la literatura occidental: desde el anhelo (y exhortación) stendhaliano a propósito del uso permanente de una máscara (no hay ficción de Stendhal donde sus personajes no se parapeten tras un embozo para cruzar fronteras geográficas y sociales, y el propio Stendhal coloca entre él y su nombre verdadero un profuso acopio de seudónimos y apodos), o las innúmeras máscaras que desfilan en los memorable relatos de Isak Dinesen convirtiendo su obra en un paradigma de la carnavalización literaria, pasando por la atormentada rogación de Dylan Thomas: make me a mask (una máscara que en el contexto de su poesía se puede entender como el pedido agónico de una mascarilla funeraria) hasta la inspiradísima celebración de la máscara en Gog, donde el inolvidable personaje de Papini, el multimillonario Goggins, conocido por todos como Gog, discurre en el capítulo “Las máscaras”: “El uso prolongado de una misma máscara (…) acaba por modelar el rostro de carne y transforma incluso el carácter de quien la lleva” (Gog, Ediciones Ercilla, Santiago de Chile, 1934, p. 42), o el categórico axioma de Oscar Wilde: “Un hombre es menos auténtico cuando habla por cuenta propia. Dadle una máscara y os dirá la verdad.” La más inquietante, por decir lo de menos, transposición es la que plantea, bajo un barniz de aparente liviandad, el Gog de Papini: la sobreimpresión (la máscara) acaba por usurpar el sito del original (la cara), los visajes de la pantomima terminan siendo el temperamento del sujeto; por tanto, en este gran teatro del mundo los límites que separan el escenario de la grada se disuelven a favor de que, como observa Leon Edel, “cada conciencia humana lleva su propia ‘realidad’”; ¿quién podría aseverar, en este entramado de identidades tornadizas, que aquello que para un sujeto es máscara para algún otro o para su propio portador sea rostro, y viceversa, en atención a que quien hoy ocupa la escena en calidad de protagonista, mañana bien puede integrar la anónima masa de espectadores? Rufino vislumbra una confluencia entre la exaltación (concreta) del acto masturbatorio y el éxtasis (imaginario) de la muerte, y es una vislumbre atinada, pues ¿no es acaso en la masturbación, en la cópula, en el recoleto territorio del sexo (y del cuerpo) donde no hay (o no debiera haber) máscara posible, lo que explica la razón por la cual “a veces causa alivio que nos arranquen una máscara” porque es en ese territorio donde se erige una desnudez despojada de toda prevención?
En el colegio, Rufino sufre un desmayo (corriendo, se lleva por delante una columna del patio), lo llevan a la casa, lo examinan (su padre es médico) y le brindan los cuidados del caso. En principio, Rufino, a instancias de todo ello, se percibe como el hijo, pero no tan sólo como el hijo de sus padres, sino como el hijo por antonomasia, como el primer término de los tres que conforman la Sagrada Familia y le otorga entidad como tal (sin el hijo, huelga aclararlo, la tríada quedaría irremediablemente incompleta, truncada, disminuida). En segundo lugar, aquello que opera en Rufino con posterioridad al golpe y al desmayo es el movimiento clásico de la anábasis: tiene la impresión “de ser una nueva persona” (p. 103), que reexamina el mundo que hasta ese momento contemplaba como algo dado. A lo que le sucede, invirtiendo la progresión clásica, un movimiento de catábasis: una brusca enfermedad que si, por un lado, es una crisis de crecimiento en el plano físico, por el otro es una renovada inmersión en las prácticas masturbatorias, lo que le otorga, por fin, un claro significado a las veladas insinuaciones que le hiciera al respecto Néstor Sagasta en reiteradas oportunidades (“Ahora se daba cuenta de lo que Néstor Sagasta había querido significar”, p. 119). Para Rufino, supone un traumático tránsito del asco por la corporalidad a una culpa por ceder a las satisfacciones que demanda el cuerpo. El gesto de marcar con una X en su agenda los días en que cede a la masturbación recuerda el de los convictos que van tachando en un almanaque los días que los separan de la libertad; y es una analogía del todo pertinente en virtud de que el adolescente Rufino Velázquez se siente cautivo de las demandas de su propio cuerpo, lo que remite a la conocida correlación platónica consagrada bajo la fórmula soma/sema (esta concepción de Platón, expresada de diversos modos y con distintos matices, se encuentra en República, Banquete, Menón, Fedón, Timeo, entre otros diálogos): el cuerpo (soma) es la tumba o la prisión en la que el alma (sema) cumple una condena por las faltas que ha cometido en el mundo sensible. Antes de concluir la Primera Parte de la novela, en el espíritu de Rufino concurren dos decepciones de distinto signo pero de similar alcance: su percepción de Néstor Sagasta pasa del retrato otrora idealizado a una repugnancia ante la mera perspectiva de retomar su amistad al retornar al colegio luego de la ausencia impuesta por su enfermedad. La segunda decepción reconoce aristas más violentas y definitivas: siempre creyó, como se ha observado más arriba, que junto con sus padres conformaban una “sagrada familia” en cuyo seno él ocupaba el privilegiado sitial de el hijo, incluso “llegó a la conclusión de que sus padres eran un matrimonio ejemplar” (p. 104), hasta que una tarde a su padre lo matan en circunstancias que, en principio, parecen misteriosas pero al cabo se revelan transparentes y rayanas con el esquicio folletinesco: su padre tenía un consultorio cuya dirección era ignorada por casi todos y que estaba destinado a encuentros amorosos y clandestinos. Dimas Antún es quien lo ultima de varios balazos y es un crimen que bien puede ingresar en la categoría del acto gratuito gideano plasmado en Las cuevas del Vaticano (Argonauta, Buenos Aires, 1946; de hecho, sobre el final de la novela, cuando le preguntan a Lafcadio cómo ha cometido el homicidio, éste se limita a responder: “¿Qué sé yo? Lo hice muy rápidamente, mientras duraba el deseo de hacerlo”, p. 205): se consuma a destiempo. Dimas Antún mata al padre de Rufo cuando éste y su mujer ya han dejado de ser amantes; es, por tanto, un acto gratuito por excelencia: nada redime, poco castiga y se revela particularmente inepto para recuperar o lavar eso tan volátil que es el honor en el caso que éste se hubiera manchado o perdido. Pero lo importante es que el acontecimiento impele a que Rufino renueve sus recelos respecto del cuerpo y del sexo; lamenta la pérdida de su padre con un sentimiento ambivalente: “una suerte de repulsión se mezclaba a su tristeza” (p. 141). En sus cavilaciones en torno a los designios divinos desarrolla una embrionaria doctrina que le debe tanto a las inferencias de Meister Eckhardt cuanto a las de santa Teresa: “Creía en Dios, pero deseaba olvidar su existencia para que Dios olvidara la suya” (p. 142; resulta sumamente interesante este anhelo de recíproco y mutuo olvido en tanto que desemboca en una pura nada, concepto que se halla implícito en la mística nihilista de Meister Eckhart como lo observa, por ejemplo, Heidegger en ¿Qué significa pensar? y La pregunta por la cosa, entre otros trabajos, y lo desarrolla el filósofo mexicano Héctor Gavilla Godínez en La profundidad de Dios-El nihilismo místico implícito en el pensamiento de Eckhart, aguda exposición que se puede consultar on line) y “Al dirigirnos a Dios, corríamos el peligro de que Dios nos concediera lo que le pedíamos” (íd., que remite de modo inevitable a la lúcida y ya célebre reflexión de santa Teresa: “Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las desatendidas”, advertencia que encierra el aditamento de una paradoja tan desventurada como inherente a la especie humana: cuando la plegaria es atendida, el suplicante advierte que aquello que verdaderamente deseaba era otra cosa).
En el comienzo del capítulo I de la Segunda Parte, y por espacio de apenas dos páginas (puesto que luego se sostiene el decurso narrativo con Rufo y su madre en la quinta que poseen en Tacuaras, provincia de Córdoba), toma la palabra el innominado narrador, aquel a quien Rufo le otorgara plenos poderes para escribir una novela a partir de sus originales, y plantea una relación sustancial: la que se establece entre él (una curiosa mixtura de albacea testamentario y narrador solapado que, a pesar de tal condición, escribe en nombre propio pero sin darse un nombre) y Velázquez (o la sombra omnipresente de un Velázquez ya muerto, fantasma que atraviesa la novela envuelto en jirones de recuerdos cuya autenticidad o distorsión siempre son relativas). En un principio, el afán del narrador es fundirse con Velázquez: “tratar en lo posible de confundirme con él” (p. 149); luego admite un sensible alejamiento de Velázquez que decanta en un singular nosotros: “Nosotros éramos Rufo (como lo llamaban sus padres) y yo” (p. 150); por fin, decide no ceder a la tentación de destruir los papeles que le ha dejado Velázquez, pues eso equivaldría a abandonar la novela y matar simbólicamente al ya fallecido Rufo, con lo que se retorna al primer apareamiento con un tercero incluido: “¡Pobre, pobre Rufo, perseguido por Velázquez y por mí!” (íd.). No se trata aquí (o no se trata aquí tan sólo) del remanido recurso pirandelliano (o, en rigor, unamuniano a partir de Niebla, escrita en 1907 y publicada originalmente en 1914) en que el autor se introduce en su obra a fin de entablar relación “directa” con sus creaturas de ficción, sino del repliegue de la novela sobre sí misma y en relación a su génesis, un diálogo con aquello de cuya existencia no cabe duda pero que, al mismo tiempo, resulta incierto, hipotético, irreproducible: sus orígenes. Y, por otra parte, la constatación de un personaje de carácter tripartito o de una tríada en busca de su laboriosa unidad: el narrador, Rufino Velázquez y Rufo, sin que ninguno de los tres predomine necesariamente sobre los otros, pero, fundamentalmente, sin que haya una escisión entre los tres: distintos, pero esencialmente semejantes, tres que se retroalimentan y transfunden para constituir un Uno primordial, designio que no deja de tener, como la figura de la “sagrado familia”, reconocibles resonancias teológicas.
El anhelo primordial de Rufo, en esa etapa que media entre el fin de la adolescencia y el comienzo de la juventud, es convertirse en un hombre entre los hombres (“Soy un hombre, soy igual a todos los hombres”, p. 169), un anhelo que, piensa, se materializará cuando, por fin, haga el amor: “Sin embargo, el sexo lo atormentaba porque nunca había hecho el amor. Cuando lo hiciera regularmente, quedaría limpio, tranquilo y podría reírse a carcajadas…” (p. 161); tal reflexión ilustra acabadamente su candidez: cuando el deseo, en apariencia, se satisface lo único que solicita es su reiteración ad infinitum porque no hay satisfacción posible; y cuando hace el amor (con una muchacha a la que le paga veinte pesos), experimenta en carne propia la pertinencia de la recomendación de santa Teresa: “¿Así que esto, nada más que esto, es hacer el amor?” (p. 169). Nuestros afanes más vehementes acaban enmarañados entre los hilos de la trivialidad y “muchos deseos se cumplen siempre demasiado tarde” (p. 256). Aquello que se satisface es la necesidad; el deseo, no.
El reencuentro, después de años, con Sagasta da pábulo para recomenzar, esta vez con más intensidad, la dinámica de desplazamientos y sustituciones que signa la narrativa de Bianco. Néstor Sagasta besa a Inés Hurtado (un beso casto y fervoroso, aclara el narrador jugando con la paradoja que todo oxímoron encierra) y Rufino tiene la sensación de ser él quien la besa, y para explicitar aún más tal experiencia echa mano de una comparación (p. 254): “como cuando un escritor parece reemplazarnos y manifestar nuestros propios sentimientos”: en principio es, precisamente, este movimiento de sustitución en el cual reconoce su origen La pérdida del reino: Rufino le solicita al narrador que lo sustituya a fin de narrar-lo, ponerse en su lugar y escribir-lo y, si falta hiciera, corregirlo, mejorarlo, comprenderlo; todo ello, en el curso de una escritura –valga reiterarlo- vicaria en la cual el narrador comienza delineado bajo la especie del amanuense y termina reclamando las potestades del autor (conviene recordar que la palabra deriva del latín auctor, que alude al promotor, al instigador, aquel que promueve una acción, pero también está ligada a autoridad). La poderosa atracción que experimenta Rufo por Laura Estévez (una mujer a la que ha conocido durante su estadía en París, luego de su separación con Inés Hurtado) se corresponde con la que ha sentido en su momento por Inés Hurtado y ambas pasiones reconocen un sustrato en común: tanto una como la otra han sido (o aún es, en el caso de Laura Estévez) amantes de Néstor Sagasta, con lo cual se consuma en la novela un nuevo desplazamiento simbólico: siempre, aunque sea del modo más oscuro o deliberadamente vicario, la sexualidad de Rufo Velázquez se mueve en dirección de Néstor Sagasta (en dirección del deseo de Néstor Sagasta): ama aquello que Sagasta ya ha amado, conquista aquello que ya ha conquistado Sagasta y parece precipitarse en el cuerpo de esas mujeres como si del cuerpo de Sagasta se tratase. No en vano, Néstor Sagasta y Laura Estévez se ubican, bajo la mirada de Rufo Velázquez, en un plano de estricta igualdad aun en lo que se refiere al sentimiento de los celos: “(…)… ahora los celos empezaban a torturarlo. ¿Celos de quién? ¿De Laura o de Néstor? De ambos” (p. 327). La cópula entre Laura Estévez y Rufo (p. 339) se despliega bajo la doble advocación del vicariato y del incesto; desnuda en la cama, Laura le señala: “Nos queremos como dos hermanos”, insólita categoría fraternal en la que Laura también ubica a Horacio, su marido, y luego de consumada la cópula comenta: “Ha sido horrible (…). He creído todo el tiempo que eras Néstor” (íd.); y se podría agregar: probablemente Rufo Velázquez, durante todo el tiempo, creyó lo mismo respecto a Laura Estévez.
En la Tercera Parte, capítulo VII, hay una página y media (pp. 264-265) dedicada al arduo tema de la memoria, acicateado por el conocido capítulo de los Ensayos (Libro I, capítulo IX: “De los mentirosos”, pp. 99 y ss. en la edición bilingüe de Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014) en el que Montaigne abomina de su mala memoria (“No hay hombre menos indicado que yo para ponerse a hablar de la memoria: pues apenas hallo rastro de ella en mí y dudo que haya en el mundo otra de tan prodigiosa incapacidad”), pero establece una diferencia atinadísima entre memoria y entendimiento, dos conceptos que junto al de verdad vertebran La pérdida del reino. Al cabo, toda la novela se puede leer como las memorias de Rufino Velázquez: no otra cosa es un texto donde “Rufo sería el contenido de su propio libro” (p. 345), un libro cuyo objetivo preeminente es elucidarse, entenderse a partir de ser a un tiempo el sujeto y el objeto de esa escritura. Atendiendo a que estas memorias son unas memorias de segunda mano (en el sentido estricto de la expresión: una segunda mano designada por el propio Rufo), cabe preguntarse, con todo, el alcance del éxito o la magnitud del fracaso en esta empresa de autorreconocimiento y evocación astillada de olvidos, distorsiones y subterfugios: inevitables infortunios de una segunda mano que reemplaza a la primera, si bien esta primera también hubiera incurrido en otros, diversos y similares malogros (no hay memoria que no sea, también, un depósito de olvido o, al menos, de recuerdos selectivos). Se plasma acabadamente a lo largo de la novela una actitud filosófica de Rufo que tiende “a familiarizarse con las opiniones ajenas” (p. 179), a fin de mantenerse exento de la peste de los fanatismos estériles y ciegos. Tal temperamento, por extensión, se desplaza a la novela, no ya sólo a la de Bianco, sino a la novela como vehículo privilegiado de entendimiento: “En el terreno de la novela, no se afirma: es el terreno del juego y de las hipótesis. La meditación novelesca es pues, esencialmente, interrogativa, hipotética”, señala Kundera en El arte de la novela (ob. cit., p. 90). La novela es ese terreno fértil para que crezca y prolifere la planta de la duda; como Rufo, no es apodíctica, sino reflexiva; no desborda de certezas, sino que se sustenta en tanteos; entiende que se pueden comprender las razones de la víctima y del victimario en tiempos confluyentes y simultáneos. La pérdida del reino, como toda gran novela, es una novela gnoseológica, felicísima denominación acuñada por Hermann Broch y que se ajusta a la perfección a su propio opus magnum, La muerte de Virgilio. ¿Qué margen resta, entonces, en esta indagación que reposa sobre la duda, para el hallazgo de algún orden relativo a la verdad, interpelación agudizada, en el caso de La pérdida del reino, donde todo parece ser un desfile de máscaras y desplazamiento de identidades? Rufo ostenta la peor de las máscaras posibles: aquella que reproduce las facciones de su propio rostro (p. 268), merced a la cual se tornan indiferenciados máscara y rostro, representación y realidad, facsímil y original; y está recluido en la más angustiante de las prisiones: aquella que proporciona una sensación de entera libertad (íd.), percepción que no está muy lejos de asimilarse a la de los medrosos habitantes de la caverna platónica. ¿Qué destello de verdad puede brillar entre tantas sombras?: la paradójica constatación de una humana imposibilidad. En ese venero inagotable que son sus Ensayos, Montaigne observa: “(…) el reverso de la verdad tiene cien mil figuras y ocupa un terreno indefinido” (ob. cit., p. 105). En la narrativa de Bianco, en la novela gnoseológica, el anverso no tiene menos facetas, tal como reflexiona Delfín Heredia en Las ratas: “(…)… acaso nunca lleguemos a mentir. Acaso la verdad sea tan rica, tan ambigua, y presida de tan lejos nuestras modestas indagaciones humanas, que todas las interpretaciones puedan canjearse y que, en honor a la verdad, lo mejor que podemos hacer es desistir del inocuo propósito de alcanzarla” (p. 84).
La enfermedad, que lo deja inválido y lo conduce a la muerte, es el pasaje, sin duda inevitable, de Rufo a Rufino Velázquez. Rufo es el hijo bienamado de sus padres, el adolescente que se debate entre las aspiraciones espirituales y los reclamos de la carne, el joven que no duda (que no puede dudar) de su condición inmortal; Rufino Velázquez es el hombre disminuido, que camina apoyado en dos bastones y que ha comprendido una escandalosa obviedad: que él, que también él, está destinado a la carcoma de la finitud. Y es en el seno de este pasaje donde se consuma la pérdida del reino: un reino de esta tierra, con todas las abdicaciones, vasallajes y esplendores que reúne un sujeto humano en el transcurso de una vida. Leopoldo Marechal recuerda (ob. cit., Alfredo Andrés, p. 108) que en los días de la revista Martín Fierro y examinando sus límites tentativos y sus resbaladizos alcances, Macedonio Fernández zanjó la controversia con un argumento concluyente: “Novela es la historia de un destino completo”. Acaso sea la definición que mejor se ajusta a La pérdida del reino.