El primer ensayo de la edición original de Cuestiones estéticas (Librería Paul Ollendorff, 292 páginas, 1911), de Alfonso Reyes, se titula “Las tres Electras del teatro ateniense”, y está dedicado al maestro dominicano Pedro Henríquez Ureña (tiempo después, Henríquez Ureña recordaría aquellos años diciendo: “Leíamos a los griegos, que fueron nuestra pasión”). No se nos escapa –más bien nos desasosiega- que abordar un tema que Alfonso Reyes ya ha transitado no sólo supone una osadía, sino que linda con la más crasa irreverencia. Acaso lo único que atempera el atrevimiento –y éste, incluso y tal vez, no del todo admisible- es que no sólo a cada generación, sino a cada lector le asiste el inalienable derecho de aportar su propia lectura a las lecturas consagradas por los ilustres dómines del pasado con la modesta expectativa de reanimar, matizar o recrear un texto clásico.
Como todos los temas de la tragedia griega, la figura de Electra surge del inagotable venero de la mitología: es hermana de Ifigenia, Crisotemis y Orestes, los cuatro, hijos de Agammenón y Clitenmestra; por tanto, una Atrida, descendiente en línea directa del rey Atreo, padre de Agammenón y Menelao. Esta filiación –tal es también un tema clásico de la tragedia griega- marca su destino con indeleble trazo. La sangrienta historia de la genealogía atrida es harto conocida: Atreo y su gemelo Tiestes son exiliados de Pisa por su padre con motivo de haber asesinado a su hermanastro Crisipo; Aérope, esposa de Atreo, lo engaña con su hermano gemelo y Atreo urde su venganza: invita a Tiestes a un banquete y le da de comer a sus propios hijos: Tántalo y Plístenes; Tiestes, al saberlo, maldice a la entera descendencia de Atreo. En la mitología y en la cosmovisión griegas, los hijos y la descendencia purgan los crímenes de sus antepasados; no en vano, Solón (uno de los siete sabios de Grecia, junto con Tales, de Mileto; Bías, de Priene; Pitaco, de Mitilene; Cleobulo, de Lindos; Quilón, de Esparta; y Periandro, de Corinto) reflexiona en uno de los fragmentos que han llegado hasta nosotros: “Pero uno paga en seguida la culpa, el otro más tarde, y si ellos lo evitan, y no los encuentra el divino hado a su llegada, vuelve en cada caso más tarde: sin su culpa, pagan la culpa los hijos de aquéllos o la generación posterior”. Huelga añadir que no es otra la dinámica de culpa y expiación a que se ven sometidas las familias faulknerianas: los Sartoris, los Compson, los Snopes… A una culpa original le sucede una reparación que recorre generaciones y que parece tener las trazas de un tiempo sin tiempo, de un tiempo circular, de un tiempo de alcance infinito.
En rigor de verdad, en la Orestía (trilogía integrada por “Agammenón”, “Las coéforas” –mujeres que portan el vino para realizar las libaciones de práctica en honor de los dioses- y “Las Euménides”) la figura de Electra se dibuja en escorzo en tanto que el tema trascendente es el de la idea de la justicia, lo cual indujo, sin duda, al poeta y crítico inglés Algernon Charles Swinburne a declarar sin la menor hesitación que la obra de Esquilo “es la creación más grande del espíritu humano”. Aquello que se plantea, discute y dirime en la trilogía es el concepto de Diké, por lo general mal o parcialmente traducido como “justicia” y que, en puridad, alude al Principio de la Retribución: “A aquel que hace, le será hecho”, una ley moral que prescribe que el pecador es y debe ser castigado; sencillo es comprender que esta concepción de la justicia retributiva no sólo puede desembocar en el caos sino, por medio del caos, en la enloquecedora dinámica de una cinta sinfín: siempre ha de haber un crimen o delito por vengar en un encadenamiento de venganzas que se extendería hasta el fin de los tiempos, una serie a la que le serían ajenos el término y la clausura. De hecho, el asesinato de los hijos de Tiestes es el comienzo que marca la mitología para el derramamiento de sangre que será el signo distintivo del destino de los Atridas, y desde ese momento, pues, el Alastor (“el espíritu que lleva por mal camino o por el camino errado”) reside en la casa de Atreo y su descendencia. La Orestía es una inmejorable ilustración de ello.
Agammenón retorna victorioso y exultante de la conquista de Troya (no se debe olvidar que jamás es buen augurio en la tragedia griega la condición del hombre orgulloso o convencido de su ventura), para lo cual ha tenido que sacrificar a Ifigenia (circunstancia brutal que para los griegos estaba enmarcada en el contexto de la Temis: costumbre ritual que, en ciertas ocasiones, exigía el sacrificio de una virgen). Enterada de ello, Clitenmestra, quien ya mantiene relaciones con su amante Egisto, lo espera para matarlo y lo mata: “Envolvíle [a Agammenón], como quien coge peces, en la red sin salida de rozagante vestidura, para el mortal”, acción funesta que augura el Coro: “dentro del pecho hierve dolorosa cólera contra los Atridas / que todo lo provocaron”, y ratifica Clitenmestra después del crimen: “invencible espíritu de maldición de esta raza”: los Atridas. Es la profetisa Casandra, princesa troyana entregada a Agammenón en carácter de concubina, quien anticipa el desarrollo de la tragedia: “Mas, gracias a los dioses, no quedará nuestra muerte sin venganza. Vendrá a su vez el que nos ha de vengar; un hijo que matará a su madre, y castigará el asesinato de su padre”: tal, la Diké. Y agrega Casandra: “Porque los dioses hicieron solemne juramento de que le ha de traer la sombra de su padre muerto y tendido en tierra”, imagen que no puede menos que remitir a la sombra fantasmal del rey asesinado clamando venganza en Hamlet. Y el Coro abunda en el concepto de Diké: “A cada nuevo crimen afila el destino / en la piedra de otro crimen / el hierro de la justicia. (…)…(…). Mientras subsista Zeus subsistirá que quien tal haga, que tal pague. / Así es de ley.”
En el parlamento con que se abre “Las coéforas”, queda bien en claro el designio de Orestes, el hijo que anticipa las tribulaciones del divino príncipe shakespeareano pero que, a diferencia de aquél, las ejecuta: “¡Oh Zeus, que vengue yo la muerte de mi padre!” Orestes, exiliado en el monte Parnaso, retorna a Argos y su hermana Electra no lo reconoce salvo por un rizo de su cabello: es de observar que aquí Esquilo echa mano del efecto retardador al que recurre Homero en Odisea cuando nadie reconoce al protagonista, salvo la nodriza Euriclea, quien lo identifica por una cicatriz en su muslo (el tema ha sido estudiado con ejemplar minucia por Erich Auerbach en “La cicatriz de Ulises”, uno de los capítulos que conforman esa obra magna de la crítica titulada Mimesis). Para la consumación del matricidio, Orestes tiene dos estímulos: uno divino (Apolo, quien lo acicatea para cumplir el precepto de la Diké) y el otro humano (Electra, quien le exige la venganza: “Lo que sucedió, ya lo sabes; / lo que debe / suceder, pregúntaselo a tu odio. / Es necesario llegar al fin con ánimo inalterable”). Una vez consumada la venganza, Orestes alude a su más egregio instigador: “Apolo fue el principal autor de mi obra, yo os lo digo; Apolo, que alentó mi audacia y me anunció, por boca del oráculo picio, que esta acción no se me imputaría a delito”, palabras que resonarán en boca de Edipo, ya desterrado en Colonna: “¡Y yo, que padecí mis actos más que cometerlos!”
En la tercera parte de la trilogía, el cuadro primero representado en el exterior del templo de Delfos, Apolo admite haber empujado la mano homicida (“yo te persuadí a dar muerte a tu madre”) y la sombra de Clitenmestra se encarga de despertar a las somnolientas Erinias que parecen dormidas para que cumplan su función: perseguir a Orestes hasta enloquecerlo; cabe aclarar aquí que las Erinias (o Furias) sólo perseguían a los culpables de crímenes de consanguinidad; se comprende, pues, que persigan a Orestes (que ha matado a su madre) y no a Clitenmestra (que ha ultimado a su marido). Son las mismas criaturas que Sartre metamorfoseará en moscas en su celebrada pieza Las moscas, estrenada en 1943 y que se convirtió en uno de los máximos exponentes del Teatro de la Resistencia. Asimismo, es de advertir la inversión que Shakespeare lleva a cabo de este recurso esquiliano: aquello que surge en Hamlet es la sombra paterna. Al cabo, Orestes huye a la Acrópolis y allí se materializa la primera reunión del Consejo del Areópago para celebrar un juicio que deriva en un empate y la diosa Atenea desempata absolviendo al inculpado. El final de la trilogía es un Deus ex machina en toda la línea, si bien hay que señalar el acierto de Ángel Ma. Garibay K. cuando señala en su introducción a Las siete tragedias, de editorial Porrúa, que aquello que predomina en el carácter de Esquilo es el hieratismo: “la tendencia a ver sus temas bajo la luz de la teología.” Pero, y mucho más importante aún, el colofón de la trilogía es la oposición entre la Diké (Ley de la Retribución) y la Epieikeia (equidad superior), y la clara supremacía de esta última que pone un cese al encadenamiento de crímenes, derramamiento de sangre y venganzas. El propio Platón en su Política reflexiona que el de “un hombre de sabia y real naturaleza” es superior a un frío y mero gobierno de la letra de la Ley, y hasta Aristóteles aspira a que la Ley pueda ser corregida por “un hombre sabio o razonable”.
“La Electra de Sófocles –señala Alfonso Reyes con pleno acierto- nació para la rebeldía, y el curso de su destino es inquebrantable y elocuente.” No es menos pertinente para aprehender el sentido integral de la obra la relectura de las palabras que pronuncia Zeus en el Canto I de Odisea: “Es de ver cómo inculpan los hombres sin tregua a los dioses / achacándonos todos sus males. Y son ellos mismos / los que traen por sus propias locuras su exceso de penas. / Así Egisto, violando el destino, casó con la esposa / del Atrida y le dio muerte a él cuando a casa volvía. / No accedió a prevenir su desgracia, que bien le ordenamos / enviándole a Hermes, el gran celador Argifonte, / desistir de esa muerte y su asedio a la reina, pues ello / le atraería la venganza por mano de Orestes Atrida / cuando fuese en edad y añorase la tierra paterna. / Pero Hermes no pudo cambiar las entrañas de Egisto, / aun queriéndole bien, y él pagó de una vez sus maldades” (tomamos aquella que sea, probablemente, la mejor traducción: la debida a J. M. Pabón, Gredos, 1982). Los hombres están ciegos; los enceguece la hybris, la ambición, la desmesura y caminan a marcha forzada contra las advertencias de los oráculos y las señales de los dioses.
Aquí, y prácticamente desde el comienzo (escena II), Electra ocupa el centro de la tragedia. Se lamenta con desconsuelo de la desventura de vida que es obligada a llevar en el palacio de los Pelópidas (se la trata a los empellones y se le exige servir a Egisto) y se siente “muerta de verme sin consuelo de hijos, / sin sostén de marido cariñoso, / sirviendo en mi palacio a un amo intruso”. El propio Orestes se ve obligado a admitir que en el “blando pecho de las mujeres Ares vive” (exquisito verso de Sófocles bajo cuyo palio se reúnen Electra, Medea, Antígona, Hécuba…) y la propia Electra lo confirma: “Rivalicemos en probar cuál de ambos / más malo –más cruel- haya nacido.” Al mismo respecto, los diálogos que se entablan entre las dos hermanas, Crisotemis y Electra, a lo largo de la obra reformulan la relación entre Ismena y Antígona en la Antígona sofocleana: una hermana, que se pliega con resignación al status quo, y la otra, del todo dispuesta a arrostrar las consecuencias que de su insubordinación dimanen; tema que ocupa un lugar preeminente en las tragedias de Sófocles en particular y en la griega en general: la tensa relación que no puede dejar de establecerse entre los intereses del Estado como sujeto colectivo y ordenador y los del individuo que pugna por desasirse de ese corset que lo ciñe con mano de hierro: agobiante, pero necesario. Electra lo compendia sin margen para la duda: “No quiero vivir presa en tales leyes.” Como destaca Cecil Maurice Bowra en La Atenas de Pericles (Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 150): “Si el individuo entra en conflicto con el Estado, gana en estatura heroica, y esto es lo que importa. La tragedia destacaba los peligros que existen para el individuo, y el Estado es uno de ellos.”
Nuevamente aquí, Electra desconoce a su hermano y acaba por individualizarlo cuando éste le muestra un anillo que ha pertenecido, en su tiempo, a Agammenón, el padre de ambos. Nos permitimos en este punto disentir de la exégesis consagrada: tal reconocimiento, tanto en Esquilo como en Sófocles, no se ajusta rigurosamente al concepto de anagnórisis o agnición que, de acuerdo con Aristóteles en su Poética, es un momento crucial de la tragedia donde al protagonista se le revela una verdad en torno a sí mismo, al núcleo de su ser, un movimiento centrípeto merced al cual se des-cubre con derivaciones que, en líneas generales, resultan demoledoras. El paradigma, sin duda alguna, es Edipo: sobre el final de su derrotero, advierte con horror sagrado que la asesino a quien intenta desenmascarar con denuedo es él mismo; secuencia que dio pábulo para que la eminente crítica argentina María Rosa Lida, en su Introducción al teatro de Sófocles (Losada, 1944), planteara con entero acierto que Edipo rey se podía leer también como una trama policial en la que investigador y asesino confluyen en una sola persona. Los reconocimientos entre Electra y Orestes están más cerca del enredo (que, al cabo, se destraba y aclara) que de una estricta agnición de carácter ontológico (que siempre se sustenta en la pregunta por el ser profundo de aquel sobre el que opera la anagnórisis).
Tanto en la versión de Esquilo como en la de Sófocles, la profecía en una y el sueño en otra ocupan un lugar sustantivo. En Orestía, el Coro informa que durante el sitio de Troya el ejército había divisado el signo de la victoria bajo la forma de dos águilas despedazando a una liebre que portaba en sus entrañas a las crías por nacer; el profeta Calcas interpreta que las dos águilas eran los dos reyes; la liebre, Troya; y las crías, sus inocentes hijos. La señal, es cierto, anticipaba una victoria, pero a un precio espantoso. Calcas se dirige a Artemisa y exclama: “¡Sea la visión aceptada, aunque horrible!” En la tragedia de Sófocles, Clitenmestra sueña que se le aparece la sombra de Agammenón empuñando su cetro real –que es el que enarbola Egisto después del homicidio- y que a la vera del cetro brota un vástago; en ese punto despierta sobresaltada habiendo comprendido que el vástago es la encarnación de Orestes quien, más temprano que tarde, vengará la muerte de su progenitor. Alentados por una indeclinable fe en la razón, los griegos interpretaban cuanto formara parte del ámbito de lo humano (y atisbaban con empecinamiento la esfera de lo divino a fin de, por lo menos, empezar a comprenderla). A Calcas, Tiresias o Casandra les había sido otorgado por gracia divina el don de la profecía; para los sueños, recurrían a la práctica de la onirocrítica (interpretación de los sueños), o acudían al santuario de la Argólida, ubicado en Epidauro, donde Asclepio curaba a los peregrinos tocándoles la parte enferma del cuerpo mientras ellos dormían. Es de poner de resalto que, en aras de columbrar el siempre incierto futuro, para los griegos podían ser signos significativos desde un estornudo o un encuentro casual hasta el trazo del vuelo de un ave de presa. En cuanto a los sueños, conviene agregar en este inciso un concepto nuclear que no siempre se ha tenido en cuenta y que Henri Bergson señala en La energía espiritual (1919): “El sueño no se agrega a la vigilia; es la vigilia la que se obtiene mediante la limitación, concentración y tensión de una vida psíquica difusa, que es la vida de los sueños”: una notabilísima inversión de factores que coloca al sueño como productor (en el sentido de moción que suscita y estimula) de la vigilia.
Séanos disculpado reiterar que en la tragedia de Sófocles se anticipa con singular vehemencia algunos de los motivos que vertebran el drama del príncipe danés. El designio que se autoimpone Orestes en la Escena I es idéntico al que pudo haber expresado Hamlet: “¡Oh, palacio paterno! Por tus puertas / entro a cumplir la expiación más justa / que dioses inspiraron.” Electra (cf. Escena III), como Hamlet, parece ser la única que lamenta con genuina aflicción el homicidio del que su padre ha sido víctima. Egisto, el intruso que ha usurpado la corona, es un trasunto de Claudio, el fratricida en la obra de Shakespeare. La comida que se ofrece durante las honras fúnebres es la misma que se sirve para celebrar el connubio de los adúlteros. El cinismo de Clitenmestra bien se puede asimilar a la ignorancia que aparenta Gertrudis respecto a la muerte de su esposo. Tanto en una como en otra obra, la presencia más encarnada es aquella que se configura bajo trazos incorpóreos: la sombra del padre destituido.
Como con pleno acierto observa Humphrey Davy Findley Kitto (Los griegos, Buenos Aires, Eudeba), la versión de Eurípides permite observar, en principio, la vida cotidiana de un hombre de campo bien alejado de la polis y de cualquiera de los héroes fraguados de la mitología: Egisto ha obligado a Electra a desposarse con un campesino con el objeto de que sus hijos no alienten la pretensión de recuperar la corona del usurpador, vana precaución pues el campesino de marras, harto respetuoso del origen noble de la muchacha, jamás se ha atrevido a consumar el matrimonio: “Pero yo –Cipris puede atestiguarlo-, he respetado siempre el lecho de Electra, que ha permanecido virgen”; en quien el campesino apoya su testimonio no es otra que Afrodita, también conocida por sus sobrenombres de Cipris, o Cipria, o Ciprina por haber nacido en una isla que le estaba consagrada: Chipre, o bien por haber sido engendrada directamente de la espuma del mar, no lejos de esa isla. La vida cotidiana de Electra, siendo, como lo es, descendiente directa de reyes resulta, cuanto menos, misérrima, y un detalle ilustra su dramático descenso en la jerarquía social: lleva la cabeza rapada, lo cual entre los griegos podía ser señal de luto (por la muerte de Agammenón, en el caso de Electra) o bien, tal y como lo interpreta Orestes en cuanto ve a su hermana, signo de una condición servil. Aun sin reconocer a su hermano (escena V), Electra le relata las circunstancias que han desembocado en su cohabitación con un campesino, y Orestes la interroga con curiosidad: “¿Y tu madre aceptó para su hija una tal unión?” En la respuesta de Electra, resuena con timbre de inconfundible contundencia la voz de Medea: “A su marido, que no a sus hijos, aman las mujeres.” No es el único rasgo que en común tienen ambas heroínas: hay raptos de furor en la Electra de Eurípides que sólo pueden ser parangonados con la iracundia de la mujer de Jasón: “¡No me importa morir con tal de degollar a mi madre!” (escena V).
También en la versión de Eurípides, los augurios, bajo la forma de las vísceras de un animal, tienen su parte en la tragedia. Antes de caer en la trampa que le tiende Orestes para ultimarlo, Egisto decide sacrificar un toro a las Ninfas; el Mensajero, que ha sido testigo de la entera secuencia, se lo transmite a Electra de modo circunstanciado: “Al hígado le faltaba un lóbulo; la vena principal y los vasos vecinos de la vesícula biliar, chorreaban ante sus ojos de manera funesta” (escena XVI). Ante semejante visión, Egisto se ensombrece admite: “(…)… estoy temiendo una celada. Tengo un enemigo mortal, el hijo de Agammenón, que está en guerra contra mi casa.” La sangre del toro prefigura el derramamiento de sangre que corona la muerte de Egisto, y el Mensajero concluye: “Con usura ha corrido la sangre por la sangre”: la Diké. Luego del homicidio de Egisto, Electra exclama “Así, pues, que ningún malvado, aun habiendo llevado a buen término la mitad de su carrera, se crea vencedor de la justicia antes de haber regresado a su punto de partida y de haber salvado la suprema curva de la vida” (escena XVIII), concepto en un todo similar al que expone la Andrómaca euripídea casi al comienzo de la obra homónima: “De ningún mortal hay que decir que es dichoso antes del día supremo, ni antes de saber cómo ha descendido muerto al Hades.” Tal punto de vista es intrínseco a la cosmovisión griega. A este respecto, resulta elocuente ejemplo recordar el encuentro entre Solón y el magnífico monarca Creso narrado con mano maestra por Heródoto: Creso, exhibiendo la riqueza de sus tesoros y el alcance de su poder (ambos lindantes con lo ilimitado), le pregunta a Solón quién es el hombre más feliz que ha conocido, descontando que la respuesta sólo puede ser una: el propio Creso. Pero el rey lo interroga tres veces y Solón no menciona su nombre; Creso se revela molesta e, incluso, ofendido, hasta que el sabio griego condesciende a una explicación: “Un hombre vive muchos días y cada día trae algo distinto. No debe llamarse feliz a un hombre mientras esté vivo.”
Son los momentos de vacilación o arrepentimiento de sus protagonistas merced a los cuales la obra alcanza sus cotas de genuina tragedia hondamente humana. En la escena XVIII, y luego de matar a Egisto, lejos de hallar goce en su venganza, Orestes no encuentra consuelo ni siquiera en las palabras de Electra en los momentos previos a consumar el matricidio (para los griegos, el más espantoso de los crímenes): “¡Ay! ¿Cómo matar a quien me alimentó y me dio la luz? (…) ¡Oh Apolo, qué oráculo insensato dictaste…! (…). Mi madre me hará expiar su muerte.” Y después de que todo ha terminado, ya sobre el final de la obra, Electra se lamenta amargamente: “¡Ay de mí! ¿Adónde ir? ¿En qué Coro podré tomar parte, en qué danza, en qué fiestas de himeneo? ¿Qué marido querrá recibirme en su lecho imperial?”, al punto que el Coro no puede menos que responderle: “¡Cómo ha cambiado tu pensamiento! Tú giras al impulso del viento. Tus sentimientos son piadosos ahora, pero antes no lo fueron en absoluto. ¡Oh, amiga, a qué acto has arrastrado a tu hermano, que se negaba a seguirte!” Electra pertenece por derecho propio a la familia de implacables vengadoras de Eurípides, y ocupa su sitial junto a Medea y Hécuba.
Entre el homicidio de Egisto y el de Clitenmestra, aquí sí halla su lugar una genuina anagnórisis, que se encuentra en la escena XIX y está a cargo de Clitenmestra: “(…)… no tengo demasiadas razones para alabarme de mi conducta. (…). ¡Oh, desdichada de mí, qué proyectos he concebido! ¡Impulsada por mi cólera contra mi marido he llegado más lejos de lo necesario!”
Ambos momentos de vacilación y arrepentimiento de Electra y Orestes, y la anagnórisis de Clitenmestra son los rasgos sustantivos que diferencian la versión de Eurípides de las de Esquilo y Sófocles.