En la obra literaria de Valle-Inclán se dan cita una desbordante imaginación y un prodigioso dominio de los recursos expresivos del idioma. A la época modernista pertenece la prosa, primorosamente trabajada, de las cuatro Sonatas, en las que emplea un artificioso lenguaje poético que exhibe todos los recursos pictóricos y musicales propios del Modernismo. Y precisamente el estilo modernista está presente en la prosa del breve cuento, tomado de Jardín umbrío (Madrid, editorial Espasa-Calpe, 2002. Colección Nueva Austral, núm. 284).
Vinde, vinde, Santos Reyes
Vereil, a joya millor,
Un meniño
Como un brinquiño,
Tan bunitiño,
Qu’á o nacer nublou o sol.
Desde la puesta del sol se alzaba el cántico de los pastores en torno de las hogueras, y desde la puesta del sol, guiados por aquella otra luz que apareció inmóvil sobre una colina, caminaban los tres Santos Reyes.
Jinetes en camellos blancos, iban los tres en la frescura apacible de la noche atravesando el desierto. Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos. El de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis. Esclavos negros, que caminaban a pie enterrando sus sandalias en la arena, guiaban los camellos con una mano puesta en el cabezal de cuero escarlata. Ondulaban sueltos los corvos rendajes y entre sus flecos de seda temblaban cascabeles de oro. Los Tres Reyes Magos cabalgaban en fila. Baltasar el Egipcio iba delante, y su barba luenga, que descendía sobre el pecho, era a veces esparcida sobre los hombros… Cuando estuvieron a las puertas de la ciudad arrodilláronse los camellos, y los tres Reyes se apearon y despojándose de las coronas hicieron oración sobre las arenas.
Y Baltasar dijo:
-¡Es llegado el término de nuestra jornada!…
Y Melchor dijo:
-¡Adoremos al que nació Rey de Israel!...
Y Gaspar dijo:
-¡Los ojos le verán y todo será purificado en nosotros!...
Entonces volvieron a montar en sus camellos y entraron en la ciudad por la Puerta Romana, y guiados por la estrella llegaron al establo donde había nacido el Niño. Allí los esclavos negros, como eran idólatras y nada comprendían, llamaron con rudas voces.
-¡Abrid!... ¡Abrid la puerta a nuestros señores!
Entonces los tres Reyes se inclinaron sobre los arzones y hablaron a sus esclavos. Y sucedió que los tres Reyes les decían en voz baja:
-¡Cuidad de no despertar al Niño!
Y aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos, y los camellos, que permanecían inmóviles ante la puerta, llamaron blandamente con la pezuña, y casi al mismo tiempo aquella puerta de viejo y oloroso cedro se abrió sin ruido. Un anciano de calva sien y nevada barba asomó en el umbral. Sobre el armiño de su cabellera luenga y nazarena temblaba el arco de una aureola. Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata. Al verse en su presencia los tres Reyes se inclinaron. El anciano sonrió con el candor de un niño y franqueándoles la entrada dijo con santa alegría:
-¡Pasad!
Y aquellos tres Reyes, que llegaban de Oriente en sus camellos blancos, volvieron a inclinar las frentes coronadas, y arrastrando sus mantos de púrpura y cruzadas las manos sobre el pecho, penetraron en el establo. Sus sandalias bordadas de oro producían un armonioso rumor. El Niño, que dormía en el pesebre sobre una rubia paja centena, sonrió en sueños. A su lado hallábase la Madre, que le contemplaba de rodillas con las manos juntas. Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego, y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola. Un ángel tendía sobre la cuna sus alas de luz, y las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias, y los tres Reyes se postraron para adorarle y luego besaron los pies del Niño. Para que no se despertase, con las manos apartaban las luengas barbas que eran graves y solemnes como oraciones. Después se levantaron, y volviéndose a sus camellos le trajeron sus dones: Oro, Incienso, Mirra.
Y Gaspar dijo al ofrecerle el Oro:
-Para adorarte venimos de Oriente.
Y Melchor dijo al ofrecerle el Incienso:
-¡Hemos encontrado al Salvador!
Y Baltasar dijo al ofrecerle la Mirra:
-¡Bienaventurados podemos llamarnos entre todos los nacidos!
Y los tres Reyes Magos despojándose de sus coronas las dejaron en el pesebre a los pies del Niño. Entonces sus frentes tostadas por el sol y los vientos del desierto se cubrieron de luz, y la huella que había dejado el cerco bordado de pedrería era una corona más bella que sus coronas labradas en Oriente… Y los tres Reyes Magos repitieron como un cántico:
-¡Éste es!… ¡Nosotros hemos visto su estrella!
Después se levantaron para irse, porque ya rayaba el alba. La campiña de Belén, verde y húmeda, sonreía en la paz de la mañana con el caserío de sus aldeas disperso, y los molinos lejanos desapareciendo bajo el emparrado de las puertas, y las montañas azules y la nieve en las cumbres. Bajo aquel sol amable que lucía sobre los montes iba por los caminos la gente de las aldeas. Un pastor guiaba sus carneras hacia las praderas de Gamalea; mujeres cantando volvían del pozo de Efraín con las ánforas llenas; un viejo cansado picaba la yunta de sus vacas, que se detenían mordisqueando en los vallados, y el humo blanco parecía salir de entre las higueras... Los esclavos negros hicieron arrodillar los camellos y cabalgaron los tres Reyes Magos. Ajenos a todo temor se tornaban a sus tierras, cuando fueron advertidos por el cántico lejano de una vieja y una niña que, sentadas a la puerta de un molino, estaban desgranando espigas de maíz. Y era éste el cantar remoto de las dos voces:
Camiñade Santos Reyes
Por camiños desviados,
Que pol’os camiños reas
Herodes mandou soldados.
Es casi imposible encontrar en nuestra historia literaria un texto en el que la adoración de los Reyes Magos se haya narrado con un lenguaje de mayor suntuosidad y refinamiento, así como con una mayor brillantez descriptiva. El esfuerzo con que ha sido trabajada la lengua es considerable, hasta encontrar la forma expresiva más adecuada para reflejar el embellecimiento de la realidad: ya sea mediante un léxico colorista; ya sea mediante una adjetivación tan rica como variada; ya sea mediante imágenes bellísimas y metáforas sutiles; ya sea mediante construcciones bimembres y paralelísticas, que no solo acrecientan la eufonía de las oraciones, sino que, además, contribuyen a conferir al texto -a su perfecta andadura rítmica- una gran lentitud, idónea para la representación lo más plástica posible del contenido expresado. En definitiva, Valle-Inclán exhibe en este texto todas las galas de su prosa modernista.
Abundan, en efecto, las palabras que traducen colorido, ya sean verbos (fulgurar, flamear…), nombres (púrpura, oro…) o adjetivos (azul, blanco…). Y en cuanto al adjetivo, es evidente que la anteposición (por ejemplo, “corvos rendajes”, “rudas voces”, “santa alegría”…) o la posposición al nombre (por ejemplo: “noches serenas”, “aldeas dispersas”, “molinos lejanos”…) responde a razones meramente eufónicas y vienen determinadas por el ritmo de la oración; y, a veces, esa ritmo se logra, además, mediante la adjetivación bimembre (por ejemplo: “puerta de viejo y oloroso cedro”, “cabellera luenga y nazarena”, “barbas graves y solemnes”, “campiña verde y húmeda”; otras veces, la adjetivación adquiere ribetes sinestésicos (“por ejemplo: “frescura apacible de la noche”, “temblaban cascabeles de oro [áureos]”); y son varios los casos en que desempeña una función predicativa (por ejemplo: “aquella luz que aparecía inmóvil sobre una colina”, “ondulaban sueltos los corvos rendajes”, “aquellos esclavos, llenos de temeroso respeto, quedaron mudos”…). Por lo demás, el texto está plagado de comparaciones y metáforas no solo originales, sino fuertemente esteticistas: “Su túnica era azul y bordada de estrellas como el cielo de Arabia en las noches serenas, y el manto era rojo, como el mar de Egipto, y el báculo en que se apoyaba era de oro, florecido en lo alto con tres lirios blancos de plata”; “Su ropaje parecía de nubes, sus arracadas parecían de fuego y como en el lago azul de Genezaret rielaban en el manto los luceros de la aureola”; “las pestañas del Niño temblaban como mariposas rubias”; “las luengas barbas eran graves y solemnes como oraciones”. Y también son frecuentes las construcciones paralelísticas que permiten que el texto fluya con sosiego; por ejemplo: “Las estrellas fulguraban en el cielo, y la pedrería de las coronas reales fulguraba en sus frentes. Una brisa suave hacía flamear los recamados mantos: el de Gaspar era de púrpura de Corinto. El de Melchor era de púrpura de Tiro. El de Baltasar era de púrpura de Menfis”…
Y enmarcando el texto, una voz en gallego al principio llama los Santos Reyes para que acudan a ver al Niño cuyo nacimiento nubló el sol; y al final le avisa de que regresen a sus países de origen por caminos distintos de los reales, porque Herodes ha enviado soldados.
Y un dato meramente anecdótico: Valle-Inclán ha cambiado la tradicional ofrenda de los Reyes Magos: Gaspar, en lugar de oro, lleva incienso; Melchor, en lugar de incienso, mirra; Y Baltasar, en lugar de mirra, oro.
Darío es un excepcional autor de cuentos, convertidos muchos de ellos en en auténticos poemas en prosa de altísima calidad “lírica”. José María Martínez, en el volumen Cuentos (Madrid, ediciones Cátedra. Colección Letras Hispánicas, núm. 430), ha recopilado varias de estas páginas de Darío, de lectura necesaria para tener una visión global de su producción literaria. Y de entre ellos hemos elegido un fragmento del “Cuento de Nochebuena”, aunque por su belleza -las galas modernistas se exhiben en todo su esplendor- recomendamos su lectura completa. Tiene como protagonista al hermano Longinos, que también va a ser guiado por la estrella de Belén al portal, donde se produce el nacimiento, y puede asistir a la adoración y ofrenda de los Reyes y él mismo presentar la suya, desde su pobreza.
Texto.
[…] Longinos percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: 'Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.' No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario. Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes...
Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:
—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede.
¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre. [...]
No vamos a comentar las principales características de la estética modernista visibles en el texto, pues ya lo hemos hecho con el de Valloe-Inclán. Como habrá observado el lector, relata Rubén Darío en este breve poema en prosa -con un léxico seleccionado entre palabras que sugieren elegancia y refinamiento, y que contribuyen a crear un ambiente exquisito y suntuoso- la llegada de los Reyes Magos a Belén, a un pesebre en el que ha nacido el Niño Dios, y las ofrendas que de estos recibe: Baltasar le ofrece “un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro” (el oro simboliza la realeza); Gaspar, “los más raros ungüentos” (la mirra simboliza la humanidad, ya que se utilizaba para embalsamar a los cadáveres); y Melchor, “incienso, marfiles y diamantes” (el incienso simboliza la divinidad). Cuenta también Darío que Longinos, al no poseer riqueza alguna, le ofrendó al Niño Dios sus lágrimas y sus oraciones; y que la fe y el amor de Longinos, pobre siervo de Dios, obraron el prodigio de convertir sus lágrimas en diamantes y sus oraciones en rosas de insuperable olor.