"Bueno, la Navidad con todos sus horrores ha vuelto a caer sobre nosotros” -escribe Raymond Chandler-, “los negocios están llenos de fantástica basura y todo lo que quiere uno no está”. No le sucedía sólo a él. Por los mismos años otro adorable perdedor, Charlie Brown, confesaba a su fiel Snoopy: “No me gusta la Navidad. Me gusta recibir regalos y escribir felicitaciones y todo eso, pero aun así no me siento feliz”. La Navidad, o más bien la realidad virtual en que la hemos convertido, como un cruce de novela negra y tira cómica.
Quizá más como una suerte de plató publicitario global, a la manera de ‘El show de Truman’, en el que todos hemos de representar un simulacro de felicidad obligatoria en beneficio del vigente mercado de valores.
En 1714 Bernard de Mandeville escribió un librito de lectura obligada, ‘La fábula de las abejas’, en el que venía a demostrar cómo los vicios privados devienen virtudes públicas. El lujo improductivo de aquellos zánganos dieciochescos hoy es religión. Dentro de un sistema y una sociedad cuyo valor supremo es el dinero, manda otra democracia, la del consumo, la que transmuta al ciudadano en cliente. Lo vemos a diario en los medios: los partidos no necesitan ideólogos, les basta con un equipo de publicistas.
Ya al frente de las políticas locales, la clave pasa por convertir territorios y ciudades en un contexto irreconocible y artificial en el que la iluminación -como en todo escenario- resulta decisiva. Frente a la mortecina penumbra en que vivimos el resto del año, el delirio del alumbrado público. Competiciones urbanas de abetos igualmente artificiales -luz muerta-, justificados como atractores económicos para incentivar el consumo.
¿Quién lo duda? Eso sí que es hacer política progresista. Sucede en el país que ostenta con orgullo la tasa más alta de paro juvenil europeo. Nada que ver con la abominable Suecia, allá donde restringen los dispendios navideños para paliar el desempleo. Nosotros lo resolvemos con jingles non stop. Las consignas de paz y amor forman parte del atrezo.
Porque en Navidad todo es hiperrealidad. Un holograma felizmente interactivo, sin restricciones ni fronteras, en el que todos nos movemos urgidos por la esquizoide obligación de viajar muy lejos y estar muy cerca de los nuestros, de brindar y celebrar.
¿Seríamos más felices, entonces, si la Navidad durara todo el año? Basta formular esta pregunta para experimentar una deletérea sensación de pánico. Huelga preguntarse por qué.