Los cuadernos… resultan de un valor inapreciable en tanto fungen como un verdadero cuaderno de bitácora donde se pueden seguir las reflexiones y el proceso creativo (ese itinerario que reconoce avances, dudas, retrocesos) de varias de sus obras, y también y especialmente de La saga/fuga de J.B. cuyo título primigenio sería La saga de J.M., la cual “tiene que ser una narración en primera persona, en la cual, de una manera sistemática, se confunden las cuatro personalidades de J.M. y se dan vueltas a ciertos núcleos igualmente confusos” (íd.). Tal el germen y, a mayor abundamiento, también Torrente explicita el tono que ha de tener su escritura (y que no deja dudas al respecto de influencias y paradigmas tributarios): “mucho más cerca por supuesto de Quevedo que de Joyce” (p. 84). En efecto, la pirotecnia verbal, el perfil satírico y la infinidad de recursos lingüísticos de que hace gala La saga/fuga… son inequívocamente quevedianos y fruto acendrado del suelo más fértil que ha pisado con pie suntuoso la tradición española: el Siglo de Oro.
Se puede aventurar, sin demasiado margen para el error, que el juego es un concepto central en la obra de Torrente, concepto que incluye a varias ramas que de él se derivan: parodia, homenaje, sátiro, remedo, etc. Pero el juego que juega Torrente Ballester es trascendente y, en consecuencia, es jugado absolutamente en serio (tal y como lo juegan los niños, quienes, en el momento de jugar, no representan a ladrones, policías o superhéroes, sino que lo son): el juego de la desmitificación, el juego de las identidades, el juego de la novela dentro de la novela… No es azaroso el título del ensayo en que con particular acuidad analiza aspectos centrales (el punto de vista, por ejemplo: quién cuenta, en verdad, la historia) de la obra cumbre que inaugura la narrativa moderna: El Quijote como juego (1984); Ifigenia (1950) comienza como un juego de desplazamientos y sustituciones: “Todo el quid de la cuestión –y de la historia- reside en que Ifigenia no fue, como se cree, la hija de Clitenmestra y de Agamenón”; Fragmentos de Apocalipsis (1977) es una novela dentro de una novela que parece hallarse en perpetuo estado de work in progress; en Don Juan (1963) el mitro se retroalimenta, se modifica y para el célebre personaje, en manos de Torrente, “el infierno es él mismo”; el último de los tres epígrafes que encabezan La saga/fuga de J.B. reza: Tin morín de dos pingüés, / cúcara mácara chíchara fue”. Y a mayor abundamiento, en los Nuevos cuadernos de La Romana (Destino, Barcelona, 1976), sus notas a modo de diario escritas desde su casa de La Romana, en Vigo, afirma: “el ‘Quijote’ es la historia de un juego que se escribe jugando” (p. 69).
De atender a la ponderable clasificación de los distintos tipos de juego que ensayara Roger Caillois en Los juegos y los hombres (F.C.E., Buenos Aires, 1986), habría cuatro categorías abarcadoras en cuanto al plano lúdico se refiere: agón (competencia), alea (azar), mimicry (simulacro) e ilinx (vértigo). Los juegos pertenecientes al ilinx propenden a un pánico voluptuoso dentro del cual los jugadores provocan la aniquilación de la realidad, y los que participan del mimicry juegan a ser sujetos distintos de sí mismos (el juego de la representación teatral, por ejemplo). Los juegos de Torrente Ballester se despliegan en los anchos campos del ilinx y el mimicry.
La novela da comienzo con un Incipit que refiere dos sucesos concurrentes que aparecen como consecuencia directa uno del otro: la desaparición (o hurto) del “Santo Cuerpo Iluminado” de la iglesia: “el camarín del Santo Cuerpo está vacío” (p. 15) y la igualmente inexplicable desaparición de las lampreas que abundan en el río Mendo: “Las lampreas se han ido” (p. 17). La pregunta angustiosa de la población es: “¿Qué va a ser ahora de nosotros’” (p. 18). El principal sospechoso del hurto es don Jacinto Barallobre (el primer J.B. que aparece en la novela) en virtud de que es dueño del Santo Cuerpo: un antepasado remoto ha sido el único marinero que se atrevió a rescatarlo en medio de una furibunda tormenta y el Obispo se lo concedió para él y para toda su posteridad mediante un contrato que el primer Barallobre exigió que se firmara sobre piedra para que se conservara en el transcurso del tiempo (pp. 29 y ss.).
El río Mendo, el río de las lampreas, es un río parmenídeo cuya singularidad rebate en toda la línea la memorable sentencia de Heráclito: “nadie se baña dos veces en el mismo río”; en el Mendo, sí: “son aguas quietas, o, al menos, tan lentas que no parecen moverse” (p. 20). Y, además, presenta otra peculiaridad mucho más inquietante: es un espejo que invita a reflejarse, pero “hay que apartarse de prisa, porque en los adentros del que se mira nace en seguida un deseo incoercible de aniquilamiento” (p. 12). Ya se deja ver, pues, en momento tan temprano de la trama, uno de los temas más caros a la estética ballestereana: los modos de acceder a los infinitamente lábiles entresijos de la identidad: quien se refleja (y se reconoce, y se complace) sobre un espejo (de aguas) se aventura al riesgo cierto de ser devorado por éste. De hecho, de los cuatro J.B. de los que se guarda memoria se sospecha, entre otras posibilidades, que “se cayeron al Mendo y fueron devorados por las lampreas” (p. 12), como si la muerte fuera el precio a pagar por aquel que aspire a reconocerse, un anhelo que, en la narrativa de Torrente, parece situarse mucho más allá de las limitaciones humanas, quien lo intente, pues, incurre en el pecado de la hybris griega, del orgullo excesivo, de la desmesura enviada por los dioses para precipitar a los hombres en la ruina; de hecho, en la Balada incompleta y probablemente apócrifa del Santo Cuerpo Iluminado, que le sigue al Incipit, se advierte: “quedan excomulgados los que se arriesgan / más allá de los límites” (p. 24).
Si la novela da comienzo por el hurto del Santo Cuerpo Iluminado es porque el mismo forma parte central del mito de la fundación de la ciudad de Castroforte del Baralla: se tiene por cierta y palmaria una íntima vinculación entre la existencia de las lampreas (merced a las cuales la ciudad subsiste) en el río Mendo y el culto a la diosa pagana Diana; cuando aparece el cuerpo incorrupto de Santa Lilaila (trasunto de Diana), procedente de Éfeso, se instalan las lampreas en el río Mendo y allí permanecerán mientras el Santo Cuerpo continúe en la ciudad: la desaparición del uno supone el abandono de las otras en tanto que las lampreas le siguen los pasos al Santo Cuerpo allí donde éste vaya (p. 21).
Resulta fundamental a toda la trama el concepto de palingenesia en la medida en que, en cuanto a los personajes se refiere, lo más relevante es un proceso, un continuum de regeneración, renacimiento y reposición, como si ningún personaje muriera enteramente y su existencia se prolongara no sólo en sus descendientes, sino también en sus avatares, en sus trasuntos y en sus heterónimos; de modo paralelo y complementario, idéntico movimiento se observa en la trama: sucesos que se reiteran de modo circular, pero con ligeras variantes en cada una de sus versiones a la manera espiralada de una perfecta fuga bachiana (el título de la novela alude, a un tiempo, a la historia y a la forma de narrarla: la saga de los distintos J.B. narrada con los procedimiento propios de la fuga musical). Tal estructura, necesariamente, también da como resultado un arte de la combinatoria, tal y como se deja ver en el capítulo I (Manuscrito o quizá monólogo de J(osé) B(astida)), donde José Bastida se aboca a una tarea de clarificación (pp. 104, 105) que se revela poco menos que imposible en tanto que la combinatoria es infinita. Obsérvese que la combinatoria no es más que otro recurso para recortar identidades que se traslapan, se sobreimprimen y se indiferencian entre sí. Una palingenesia que se sostiene en el transcurso del tiempo y en la que se ven envueltos los hombres y las instituciones. Al lector y al crítico les es propuesta la apasionante tarea de ordenar las múltiples piezas del puzzle. Esta técnica combinatoria que utiliza Torrente en La saga/fuga… escasa o nula relación guarda con Rayuela, una novela que en su mayor parte se asienta en laboriosos azares (los encuentros de la Maga y Oliveira, por ejemplo) o en citas afanosamente cultas (enunciadas por los cultísimos integrantes del Club de la Serpiente), donde los unos se ajustarían con más pertinencia a una antología del surrealismo y las otras a una tesis de carácter académico. La vertiginosa combinatoria en la novela de Torrente se encubre detrás del velo de los diversos seudónimos y heterónimos que no sólo son parte, sino que constituyen un elemento central para que la narración se retroalimente a partir de una engañosa apariencia de fárrago. Nadie es quien parece ser o quien es nombrado como tal: el director del periódico La Voz de Castroforte, conocido como Parapouco Belalúa se llama, en verdad, Pepe Rey; el nombre de Valentín es una deformación local de Ballantyne, almirante inglés cuya estatua está erigida en la plaza de Castroforte; don Emiliano Estévez, dueño del Café Suizo, es también conocido como Pito Bebendo; si a los seudónimos (en especial a los de los J.B.) se les aplica determinada clave, “el lío resultante es monumental” (p. 103); el casi eterno (se dice que puede llegar a tener casi un siglo de edad) loro del boticario Perfecto Reboiras revela que Celinda no era nieta, sino hija de Lilaila Barallobre que quedó embarazada del espíritu de Ballantyne: un íncubo (p. 200); a pesar de que José Bastida se ocupa de reconstruir la historia de la ciudad, él mismo admite que “no dejo de pensar que todo esto, y lo que sigue, pudiera ser mentira” (p. 158); y agrega: “Todo lo mencionado hasta aquí puede ser puesto en tela de juicio; no los hechos, claro; pero los hechos, contra la opinión común, no hablan por sí solos” (p.162); Jacinto Barrallobre aquilata en lo que vale la labor historiográfica de José Bastida y le transmite: “Me parece muy importante todo lo que usted ha descubierto, y la confusión con que lo ha contado se corresponde a la confusión de los hechos mismos” (p. 199).
En principio, José Bastida (profesor de gramática, permanentemente sitiado por la harta necesidad y el escaso estipendio, pensionista de La Flor de Cambados, propiedad de “El Espiritista”, padre de Julia, de quien Bastida está secretamente enamorado, historiador por afición y ungido novelista oficial de la ciudad por el boticario don Pefecto Reboiras) sufre de alucinaciones auditivas en las cuales se le revelan, a modo de interlocutores secretos y privados, cuatro J.B.: José Barbosa Bastideira (quien lo interpela en un tono que bien podría asimilarse al del poeta portugués decimonónico Antero Tarquinio de Quental), monsieur Joseph Bastide (quien lo ayuda a resolver arduas cuestiones gramaticales), mister J. Bastid (quien destaca por su discreción británica) y Joseph Petrovich Bastidoff (un imponente anarquista ruso inclinado a las bombas y a los atentados). Tales J.B., lejos de ser caracteres sostenidos, se intercambian voces, características y rasgos identitarios al punto que, para previsible desconcierto de José Bastida, “M. Bastide, con voz de Bastidoff y vocabulario de Bastideira, me contó una aventura galante de M. Bastid” (p. 57), a partir de lo cual da comienzo una vertiginosa dinámica de multiplicidad encarnada en José Bastida quien es, al cabo, el continente de los restantes J.B., pues debajo de la multiplicidad aparente se esconde la unidad primordial; un torbellino en el que resuena con prístina claridad la definición de Rimbaud: Je suis autre o, más cerca en el tiempo, el aserto que Aldoux Huxley pone en boca de Anthony Beavis, el protagonista de Ciego en Gaza (1936): “El infierno es la incapacidad de ser otro”; de ser así, los personajes de Torrente están inequívocamente destinados al cielo, porque nunca dejar de ser otros.
Siete (número eminentemente cabalístico: los siete metales, los siete planetas, los siete cielos del judaísmo…) es la suma de los J.B. que hubo y hay: Jerónimo Bermúdez, obispo; Jacobo Balseyro, nigromante; John Ballantyne, almirante; Joaquín María Barrantes, vate; Jacinto Barallobre, traidor; Jesualdo Bendaña, full-professor; José Bastida, desgraciado (p. 232: las definiciones, un tanto carentes de matices, de cada uno de los J.B. las propone el propio Bastida), pero la personalidad de cada uno de ellos es “compleja y en puridad incalculable” (p.233). Dichas personalidades (de los siete J.B. principales, a despecho de los supernumerarios, como los cuatro que se le presentan a Bastida al comienzo de la novela y que no tienen legítima cabida en el sistema) “podían, si no intercambiarse, coincidir al menos, si bien en proporción parcial, en incontables personalidades nuevas y distintas” (p. 242), con lo que se puede inferir que la combinatoria de los siete J.B. es literal y matemáticamente infinita.
Si a lo largo de toda la novela, el desplazamiento de personalidades (de J.B. a J.B.) es gradual, a partir del capítulo III (Scherzo y fuga) se torna vertiginoso y se puede verificar ya no de párrafo en párrafo, sino de línea a línea. Puesto que el tema preponderante del citado capítulo es el largo viaje (pp. 570-1) de José Bastida por el tiempo y el espacio, un viaje integrado por “etapas”, y estas etapas se asocian a identificaciones; para retornar a sí mismo, José Bastida debe cumplimentar seis etapas: ser el obispo Jerónimo Bermúdez, el canónigo y nigromante Jacobo Balseyro, el almirante Ballantyne, el vate Joaquín María Barrantes, el profesor Jesualdo Bendaña y Jacinto Barallobre (nieto del vate); seis J.B., más José Bastida: siete. El anhelo de “ser otro”, que en términos generales se limita al terreno de la fantasía y de la ensoñación, aquí se realiza a partir de dos movimientos: metamorfosis y combinatoria; José Bastida no sólo deja (o siente que deja) de ser quien fue, sino que es Jerónimo Ballantyne: el obispo y el almirante reunidos en una sola identidad (ver pp. 505 y ss.). A esto sin duda se refiere Torrente en Los cuadernos… (p. 108) cuando define eso “que pudiéramos llamar convencionalmente realismo, en el sentido de que las cosas deben ser realizadas, no aludidas, no narradas; realizadas, es decir, convertidas en reales. De que las cosas, los hechos, las personas tengan una entidad real presente.” No en vano la “Invitación al vals” con la que se abre el capítulo III advierte en su primer verso: Yo canto la olimpíada de las metamorfosis, verso que resulta central para la intelección de la novela puesto que La saga/fuga… es un vórtice de metamorfosis que reconoce como procedencia las metamorfosis ovidianas y los heterónimos de Pessoa en mucho mayor medida que la kafkiana. En el interior de ese vórtice de metamorfosis, el yo (la insanable labilidad del yo) se revela como un misterio inaccesible e inefable: “¿Quién quedaba y quién se iba? Si el que se iba era yo, ¿por qué también se llamaba yo el que quedaba? (…). La confusión se debe a alguna imperfección del lenguaje, al uso deficiente de los pronombres personales, a esa culpable manía de usar la misma palabra para nombrar cosas tan diferentes como lo que queda y lo que marcha” (p. 507), y aquí la novela ya está a un paso de situarse en el plano del más depurado nominalismo: la palabra nunca recubre al objeto al que alude pues las cuatro letras de la palabra mesa son insuficientes para definir y delimitar a una cantidad de mesas todas distintas entre sí. La combinatoria infinita de J.B. obliga a reconocer a José Bastida: “Me sentí, de pronto, multiplicado vertiginosamente” (p. 516): es la mise en abîme que prevalece a lo largo de la novela, y el plano-maqueta donde se delinean todas las combinaciones tiene, y no puede dejar de tener, las características del laberinto. A su vez y por las peculiaridades del arte de la combinatoria, el narrador posee todos los trazos de la inmortalidad, una inmortalidad nutrida por las sucesivas mutaciones.
En La saga/fuga… se puede advertir con facilidad una estructura prolijamente simétrica (en cuyo interior se trazan otras simetrías subsidiarias): una primera parte (Manuscrito o quizás monólogo…) donde se funda una mitología (la de la ciudad de Castroforte, la de los J.B., la de Santa Lilaila, entre otras) y una segunda parte (¡Guárdate de los Idus de marzo!) que se encarga de demolerla vía los hermanos Barallobre (Clotilde y Jacinto), don Acisclo (el canónigo adjunto de la Colegiata) y el profesor (exiliado en Estados Unidos y retornado por poco tiempo a Castroforte) Jesualdo Bendaña. Don Acisclo siempre sospechó que la trama de los J.B. era una fábula, pero siempre careció de pruebas para demostrarlo (p. 441). Cecilia Barallobre dice en tono tajante: “eso de los Jota B, lo inventó no sé quién” (p. 333). La convicción de Jacinto Barallobre a propósito de los J.B. es que son “una invención de unas cuantas viejas locas” (p. 407) y accede a mostrarle a José Bastida (íd.) en qué consisten los míticos J.B.: cuatro trajes vacíos de carnalidad y confeccionados, en su hora, por el propio Jacinto Barallobre. La escena es harto representativa porque a lo largo de la novela el hábito no sólo hace, sino que le presta entera entidad al monje: a José Bastida le basta con quitarse la mitra para dejar de ser ese J.B.: “Supongo que, al quitarme la mitra, empecé a desintegrarme como tal Jota B.” (p.512), Jacinto Barallobre recurre permanentemente a los disfraces para encarnar al vate Barrantes o al almirante Ballantyne (ver p. 440). ¿No es toda la novela un vertiginoso carnaval (a la manera de la narrativa de Isak Dinesen) donde las máscaras se intercambian, se pierden y se reponen, pero jamás dejan atisbar un resquicio del rostro verdadero? En el curso de una entrevista concedida a La Voz de Castroforte (pp. 409 a 425), Jesualdo Bendaña anuncia la aparición de su nuevo libro que se titula Los mitos de Castroforte del Baralla, en los que se desmonta y se invalida con documentación probatoria los cinco grandes mitos de la ciudad: el Cuerpo Iluminado de Santa Lilaila de Éfeso y las figuras supuestamente históricas del obispo Bermúdez, el canónigo Balseyro, el almirante Ballantyne y el vate Barrantes. Luego de escucharlo, el director de La Voz de Castroforte, don Parapouco Belalúa (o Pepe Rey) encuentra la sonrisa de Jesualdo Bendaña muy similar a la que vio en un retrato de Voltaire, asimilación harto pertinente porque Jesualdo Bendaña (su tarea de demolición de los mitos) se ajusta como un guante al perfil que del filósofo francés traza el poeta español Gaspar Núñez de Arce en su célebre soneto “A Voltaire”. Por ello la pregunta que se hace don Parapouco Belalúa resulta medular: “¿es más hermoso Castroforte envuelto en sus nieblas habituales o a la luz de un sol crudo y desmitificante?” (p. 425). Tal como afirma Pierre Grimal en La mitología griega (Paidós, Barcelona, 1989): “El mito se opone al logos como la fantasía a la razón, como la palabra que narra a la que demuestra. Logos y mythos son las dos mitades del lenguaje, dos funciones igualmente fundamentales de la vida del espíritu. (…).Pero el ‘mito’ no tiene otro fin que sí mismo. Se cree en él o no, a capricho, por un acto de fe” (p. 10). Es indiscutible, pero se puede agregar que el mito tiene un alcance, un fin de orden práctico, una “utilidad”. ¿Cuál es el provecho de sostener el mito de los J.B. (en caso de que sea un mito) o de creer, incluso, en su verdad histórica? La gran mayoría de los castrofortinos cree a pie juntillas que algún día retornará por mar un hombre cuyas iniciales deben ser J.B. para devolverle a la ciudad su independencia administrativa perdida a manos de los godos; es por ello que a cada J.B. se lo ha conocido como el “Varón Liberador”. El Santo Cuerpo Iluminado es el cuerpo de Santa Lilaila de Éfeso (cuyo itinerario para llegar a Castroforte se describe en p. 303), mártir de los iconoclastas; una versión presume que Lilaila, descendiente de aquélla e hija de Godofredo Barallobre, raptada en su hora por el director de un circo ecuestre que actuaba en Castroforte, puede haber encarnado en una de las diosas de la fertilidad descriptas por don Ignacio Castiñeira en su Teocosmogonía. Como quiera que sea, es esta Lilaila quien retorna de Europa a Castroforte ya involucrada de plano con los rosacruces, introducida en sus misterios y, tras una reunión sostenida en Viena, autorizada a crear en Castroforte una logia femenina. En principio, alienta la creación de un homínido (p. 107), pero luego arriba a la conclusión de que el anhelado J.B. (el mesías, el elegido) llegará por mar para liberar a Castroforte y al primero que vislumbra como tal es al almirante Ballantyne. Fracasado éste en su misión, Lilaila resuelve que el ansiado arribo del Varón Liberador surgirá de la unión de las herencias (y las descendencias) del almirante John Ballantyne y del obispo Jerónimo Bermúdez. Quien acaba por cubrir todos los requisitos es el niño José María Barrantes (pp. 109, 110). El nombre de la institución creada por Lilaila y que agrupa a todas las rosacruces se denomina, en honor a la palingenesia, el “Palanganato”, es exclusivamente femenina y su conducción pasa de Lilaila a su nieta (o a su hija) Celinda. Los J.B. que no han podido llevar a cabo su misión liberadora (o sea, todos) no marchan al Hades conducidos por Caronte, ni al cielo consagrado, ni al infierno tan temido, sino “hacia ese lugar Más Allá de las Islas donde esperan no se sabe bien si la reencarnación o el Eterno Retorno” (p. 107). Varias son las tradiciones de las que abreva La saga / fuga…, pero una de las principales es la referida al mito del sebastianismo.
Cada uno de los J.B. de Torrente resultan un trasunto de la figura mítica de don Sebastián por un lado, y de la esperanza secular de un pueblo por el otro.
La aparición de un J.B. predestinado está determinada, como la de don Sebastián, al cumplimiento de una épica de liberación de carácter político. Lilaila cifra sus esperanzas en que, “de una manera o de otra, los dos J.B., el Obispo y el Canónigo, a quienes creía manifestaciones de la misma persona en distintos tiempos, resucitasen o reencarnasen en un nuevo J.B. que llevaría a cabo la liberación definitiva de Castroforte y su constitución en entidad política independiente” (p. 107). Don Torcuato del Río, hombre egregio de la ciudad, cree que esa espera sine die sólo puede llevar a la más peligrosa pasividad: “Ahí está el ejemplo de Portugal, dormido en la esperanza de que don Sebastián regrese” (p. 159). José Bastida asegura que a todos los J.B. que han sido les “cupo una suerte común, y que todos ellos marcharon finalmente por el Baralla abajo, y cruzaron la ría, y esperan desde años y siglos, Más Allá de las Islas, a que la Voz de Dios les ordene regresar y liberar de los godos opresores la ciudad más hermosa de la diócesis de Tuy” (p. 231). En la segunda parte, el narrador le relata a José Bastida los pormenores de su ejecución (en el caso que ésta ocurra tal como lo anuncia la conjunción de astros que se consumará en coincidencia con los Idus de marzo; al cabo, aunque foráneo –Bastida no es nativo de Castroforte, sino de Soutelo de Montes, provincia de Pontevedra-, Bastida también es un J.B.) y lo moteja, de modo indisimuladamente irónico, de “traidor, inconfeso y mártir”, lo cual conduce por vía regia al tema del sebastianismo, por un lado, y a la obra de José Zorrilla del mismo título –Traidor, inconfeso y mártir- estrenada en el madrileño Teatro de la Cruz a principios de marzo del año 1849. La inspirada y brillante agudeza de Zorrilla estriba en refundir la versión canónica que señala al pastelero de Madrigal como a un impostor que pretende ser don Sebastián (así lo retrata Ni rey ni roque, la novela de Patricio de la Escosura publicada en 1835) y fusionar las figuras del pastelero y del rey en una unidad: el pastelero es don Sebastián, fusión de identidades que sería del íntimo agrado de Torrente.
El Palanganato no es la única institución que se erige en la novela, también está la Tabla Redonda; la una se ocupa de la génesis del Varón Liberador, la segunda se aboca a los fines que éste debe llevar a cabo. La primera mención que se hace a la misma (p. 56) se debe a motivos de orden edilicio: el escándalo que provoca en los ciudadanos de Castroforte un proyecto de los eternamente malintencionados godos de demoler la Ciudad Vieja y reemplazarla por edificios de apartamentos, demolición que, en apariencia, incluye a la Colegiata, declarada en su hora monumento nacional. La idea para oponerse a semejante atropello es restituir lo que alguna vez fuera la Tabla Redonda, un conciliábulo de hombres (en oposición al Palanganato, exclusivamente femenino) evidentemente inspirado en la Mesa o Tabla Redonda del rey Arturo.
Los tradicionales caballeros de la Mesa Redonda (también llamados los “doce grandes” o los “doce principales”), a estar por la obra La muerte del caballero Arturo, de sir Thomas Malory, son: el rey Artús, Bediver, Kay, Bors de Ganis, Lancelot, Tristán de Leonis, Gawain, Pellinore, Lamorak de Gales, Galahad y Gareth, todos ellos caballeros; la primera Tabla Redonda castrofortina está integrada por Rafael Rubial, Ricardo Abraldes, Jacinto Barallobre, Carmelo Taboada, José Luis Díaz y Emilio Salgueiro en sus respectivos roles de Merlín (hay varias versiones que afirman que Merlín tenía un asiento reservado alrededor de la Mesa en virtud, nada menos, que de ser el mago más poderoso de la epopeya artúrica y consejero de diferentes reyes, entre ellos, Arturo, de Camelot), Tristán, Lanzarote, Galván, Bohor y el rey Artús. A sus integrantes primeros y a sus reuniones secretas les debía Castroforte la preservación de la Ciudad Vieja; por lo tanto y en circunstancia de similar peligro, se le ocurre a don Arsenio Peleteiro (descendiente de una familia famosa por el número de bastardos con que había poblado Castroforte) restaurar aquella tertulia cuyo lugar de encuentro original era el Café Suizo, en torno a una mesa oval, bajo la advocación de un busto de Coralina Soto (obsérvese que Coralina Soto y Lilaila, en un enésimo juego de sustitución y desplazamiento, acaban por ser una y la misma mujer: p. 437) y un retrato del Vate Barrantes; el primero ha desaparecido porque se lo consideraba pornográfico, pero luego se lo halla en un cuarto escondido del Café Suizo puesto que todos coinciden en una única exigencia: “Lo que queremos es el busto de Coralina Soto. Sin busto ahí colocado no hay Tabla Redonda posible” (pp. 65 y ss.). El objetivo que persiguen las reuniones de la Tabla Redonda exceden el tema edilicio y queda especificado por uno de sus más insignes integrantes, el boticario don Perfecto Reboiras: “nosotros necesitamos explicarnos por qué nos congregamos en torno a esta mesa y por qué aspiramos a que la reunión se bautice legalmente con un nombre de la Edad Media; nuestras mentes exigen un puñado de razones en que apoyar la creencia en que, un día cualquiera, regresarán por la mar unos señores que no existieron nunca para devolver la independencia administrativa a una ciudad tan ambulante que, a veces, no se la encuentra en su sitio” (p. 201). Las palabras de Reboiras enlazan dos temas: por un lado, el ya citado sebastianismo (“un día cualquiera, regresarán por la mar”) y, por otro, una curiosa característica de Castroforte del Baralla: Castroforte no figura en los mapas (p. 52); algunos atribuyen tal omisión a Antonio Cánovas del Castillo (el mayor artífice del sistema político de la Restauración española), quien suprimió la conciencia nacional de la existencia de Castroforte (p. 53); pero el caso es que Castroforte del Baralla no se encuentra, en ocasiones, donde debiera por una razón expuesta cumplidamente por el boticario Perfecto Reboiras: a veces, Castroforte del Baralla levita y se torna difícil encontrarla: “Santa Teresa levitaba cuando estaba tan metida en sí, o sea, en Dios, tan ensimismada, que el resto de la realidad no existía para ella. Ahora bien: hubo ocasiones en que esta ciudad vivió el mismo ensimismamiento, vivió como si el resto del mundo no existiera” (p. 218, el destacado es del original).
A riesgo de ser ligeramente digresivo, valga señalar que en un momento del capítulo II (p. 341), Jacinto Barallobre le informa a José Bastida que el nacimiento de su hermano Clotilde no ha sido más que una apariencia porque, en rigor, ella es eterna; al inquirir si tal cosa lo sorprende, Bastida replica: “Vengo dispuesto a aceptarlo todo”: es exactamente la misma respuesta que podría dar un lector de la novela a esa altura de la trama en que lo extraordinario ha pasado a ser moneda de circulación cotidiana bajo la premisa (tantas veces olvidada) de Aristóteles en su Poética: “ya que es verosímil que a veces las cosas ocurran en contra de la verosimilitud”: La saga / fuga… (junto con Cien años de soledad) es el más acabado ejemplo de este principio aristotélico.
En su notable Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda (Alianza, Madrid, 1983), Carlos García Gual advierte que éstos ingresan en el universo de la ficción a partir de una tradición oral transmitida en el curso de los siglos V, VI o VII, una tradición fundada en la figura del rey que fue y será (tal figura se traslada a La saga / fuga… bajo la forma del sebastianismo). El primero de los novelistas franceses, Chrétien de Troyes, muere dejando inacabado su relato del Grial: el rey Arturo, a partir de ese momento, se convierte en el eje de un universo de ficciones románticas. De hecho, el arquetipo de los libros de caballería son esos textos artúricos que se difunden desde 1136 hasta la composición de la conocida como la Vulgata artúrica (escrita en prosa) concluida en 1230. El mito artúrico, como bien observa García Gual, cumple todos los requisitos del tal: “relato tradicional que cuenta la actuación memorable de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano.” Ahora bien, hay aquí algo que resulta fundamental: tras las graves heridas sufridas en su última batalla, el rey Arturo se recupera en el Más Allá del fantástico Avalon, de donde ha de retornar en algún momento; es un mito tan hondamente enraizado que cuando Felipe II llega a Inglaterra para casarse con María Tudor (en 1554: ¡pleno siglo XVI!) jura que renunciará al trono si Arturo retorna para reclamar el mismo. Es una duplicación perfecta del mito sebastianista. Torrente transpone el Más Allá del feérico Avalon al Más Allá de las Islas. Así como a mediados del siglo X la figura de Arturo aparece encarnando al caudillo bretón en su lucha contra los invasores anglosajones, la esperanza castrofortina se centra en un J.B. que libere a la ciudad de la férula de los godos. Arturo no existió, pero tampoco se puede probar fehacientemente lo contrario; en La saga / fuga… se lee: “¿Qué pensar ante tal evidencia? ¿Qué el Vate y don Torcuato jamás han existido? Al menos, no es posible probar científicamente lo contrario, aunque yo [José Bastida] esté convencido, por razones empíricas, de que vivieron y murieron” (p. 139, el destacado es del original). El relato del rapto de Ginebra, a quien Arturo rescata después de un año de busca, es una versión del descensus ad ínferos que protagonizó Orfeo en su momento; la Cueva donde se encuentra el Santo Cuerpo, ubicada en la casa de Barallobre, es conocida como “La Cueva de Montesinos”, aquella que está ubicada en el municipio de Ossa de Montiel, en la provincia de Albacete. Allí es adonde desciende don Quijote en los capítulos XXII y XXIII de la Segunda Parte de la novela: es su personal descenso a los infiernos que, lejos de ser una catábasis, o sólo una catábasis, resulta una sublimación: sepultado por tres días, ha conocido el mundo de los muertos y sobrevivido a la experiencia.
Como ya se señaló, el escritor que introduce de plano los temas artúricos en la tradición narrativa de Occidente es el francés Chrétien de Troyes; la forma más desarrollada y típica de la aventura es la busca de un objeto mágico (el Grial) o la persecución de alguien desaparecido (la reina Ginebra); la busca se transforma en peregrinación y, por fin, en una odisea, una carrera de obstáculos que le héroe debe sortear. El mítico Arturo acaba por instalarse como símbolo de una ideología ilusoria, galante y aventurera en la cual las diferencias de clase se concentran en el enfrentamiento entre los caballeros frente a los villanos y los clérigos. Así, en La saga / fuga…, la mayor oposición a la Tabla Redonda viene por parte del clero, representado en la figura de don Acisclo: “De estas imaginaciones salía don Acisclo fatigado, pero recobrada la fe en sí mismo y dispuesto a cargarse a la Tabla Redonda cuanto antes” (p. 273). El reino de Arturo, tal como lo define de modo impecable García Gual, es una construcción fabulosa y conservadora de los antiguos usos y costumbres, así como en La saga / fuga… se trata de reponer aquello que en algún momento ha sido. A la par de la aventura y las pruebas de su valor personal, hay otro sentimiento que impulsa al caballero: el amor; en La saga / fuga… es el amor por Julia aquello que impulsa a José Bastida, pero “sus fantasías excluyen a Julia. Sus fantasías comienzan siempre con la imagen armoniosa de doña Bárbara, la catedrática de Latín del Instituto” (p. 287); siguiendo la tradición del amor cortés, José Bastida excluye a Julia de sus fantasías eróticas en tanto que Julia encarna a la dama del amor inalcanzable, romántico e intangible, aquella dama que no se puede macular con la turbiedad del deseo carnal. Grial deriva del latín gradalis: especie de plato ancho y poco hondo que se utiliza para servir grandes pescados. Es un recipiente eucarístico del que ya se afirma en el texto de Chrétien de Troyes que podía servir para presentar algún “lucio, lamprea o salmón”. En la novela José de Arimatea, de Robert de Boron, compuesta hacia 1190, se afirma que José de Arimatea es el primer custodio del Grial e instituye su culto que se lleva a cabo en una mesa redonda con el Santo Vaso colocado junto a un pescado (no debe olvidarse que el pescado era el símbolo del cristianismo primitivo: si se unen las primeras letras de la frase Yesos Christos Theou Huios Sotr –“Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador”- da como resultado YCHTHUS, que en griego significa “pescado”); esa mesa tenía el mismo número de asientos que los de la Última Cena, pero entre los trece asientos quedaba uno vacante: el llamado “asiento peligroso”. También la Tabla Redonda de La saga / fuga… tiene un asiento peligroso y resulta claro que aquello que en la novela se define como el “Vaso Idóneo” es una transposición del Santo Grial.
Si los habitantes de Castroforte del Baralla se pueden bañar dos veces en el río Mendo (el río parmenídeo) es porque el tiempo vuelve sin solución de continuidad. La ciudad funciona como un omphalos, y para que el tiempo retorne sobre sus pasos es necesario un “centro consagrado”. Tal como señala Mircea Eliade en El mito del eterno retorno (Emecé, Buenos Aires, 1959), el emplazamiento del centro consagrado ha de efectuarse en un espacio distinto del profano (en el caso de La saga / fuga…, este espacio es el sótano del Café Suizo, que funge como una cripta) y la repetición del ritual se proyecta en el tiempo mítico, in illo tempore, de modo tal que queden aseguradas la realidad y la duración, puesto que de esta manera el tiempo concreto (el cronológico, aquel en cuyo seno se alzan las horas que limando están los días, los días que royendo están los años) se transmuta en tiempo mítico y el espacio profano se transforma en tiempo trascendente.
Por ello, como señala Mircea Eliade, cualesquiera rituales no sólo se desarrollan en un espacio consagrado, sino también en un tiempo sagrado, cuando y donde el ritual fue consumado por vez primera por el dios, el héroe o el antepasado egregio: tal es el carácter de los rituales que se llevan a cabo en la Tabla Redonda y el Palanganato. Puesto que la reiteración de los gestos comporta un sentido esencial: “sólo ella confiere una realidad a los acontecimientos” (el destacado pertenece al original). Las peregrinaciones, en distintos períodos, de Coralina Soto por amor al Vate Barrantes y de Lilaila Aguiar por el retorno a Castroforte de Jesualdo Bendaña (363 y ss.) son peregrinaciones (promesas) unidas por una guirnalda: la de los gestos in illo tempore.
La repetición de los ritos y la imitación de los arquetipos persigue un solo objetivo de palmaria evidencia: la abolición del tiempo profano y, por ende, la proyección en el tiempo mítico. Si se logra la abolición del tiempo cronológico, el tal tiempo quedará suspendido, se rompen las barreras entre vivos y muertos, y éstos podrán ser de nuevo contemporáneos de los vivos: no es otra la esperanza en la que se funda el retorno de don Sebastián, del rey Arturo, de los J.B. que se hallan en ese limbo Más Allá de las Islas. En el capítulo III de la novela (pp. 530, 531), Jacinto Barallobre acuña un recuerdo que “había de vivir”: es un oxímoron perfecto en la medida en que se alude a una, para emplear una precisa expresión borgeana, “profética memoria” (véase el poema “Everness”), una memoria de aquello que todavía no sucedió; Jacinto Barallobre reconoce: “Mis recuerdos me constituyen, pero son confusos y no puedo ordenarlos cronológicamente.” Y añade: “y hay trámites en que no sé quién soy”: en efecto, abolido el tiempo cronológico no sabe si es el de ahora, el que será o aquel que ha sido. En La saga /fuga… se deja ver con claridad que la memoria colectiva es ahistórica; el recuerdo de los acontecimientos históricos y de los personajes auténticos se modifica a fin de hacerlos entrar en un molde de ejemplaridad, con lo cual se reemplaza al sujeto por el arquetipo: tal el modo de fundación del mito. En el capítulo II (p. 342), Jacinto Barallobre advierte: “Todo depende de un montón de cosas que, a poco que nos fijemos en ellas, o pertenecen al orden de lo metafísico, o al de lo mítico.” Vale decir: todo se desarrolla en el plano sensorial-intuitivo o en el plano de las ideas: La saga / fuga… echa raíces, de modo inequívoco, en el territorio del mito (el mito del Varón Liberador, el mito de la palingenesia, el mito artúrico, el mito del eterno retorno); cuando se trata de ideas, como ya se verá, éstas se desarrollan por vía de una lógica que inevitablemente desemboca en el disparate.
La memoria popular, indica Eliade, se niega a conservar los datos históricos y personales de la biografía del héroe, dando lugar a la regeneración, a la palingenesia, a un nuevo nacimiento del mismo. Se podría pensar que cada vez que se realiza el gesto o la ceremonia arquetípica queda abolido el tiempo profano y se consuma la regeneración continua del mundo. Un nuevo reinado, agrega Eliade, equivale a la regeneración de la historia, que es lo que sucede en La saga / fuga…con cada entronización de un nuevo rey Artús y sus caballeros. Los ritos y las ceremonias llevados a sus límites, afirma Eliade, “cabrían en el enunciado siguiente: si no se le concede ninguna atención, el tiempo no existe; además, cuando se hace perceptible (a causa de los ‘pecados’ del hombre, es decir, debido a que éste se aleja del arquetipo y cae en la duración), el tiempo puede ser anulado.” Es de destacar el concepto de caída, caer en la duración, que remite derechamente a la célebre definición heideggeriana: “El hombre es un ser arrojado al mundo” (un “yecto”); lo cual equivale, entre otras cosas, a ser arrojado al tiempo, al tiempo profano, al tiempo quevediano que no vuelve ni tropieza; un tiempo que sólo puede ser anulado echando mano a los gestos de un ritual que eximan al hombre de la caída y lo sitúen en un tiempo que no es tiempo, que no transcurre, como las aguas del Mendo.
Merece destacarse que los cuerpos de don Sebastián, del rey Artús, del Vate Liberador son cuerpos desaparecidos, pero y por lo mismo no necesariamente muertos, esto es lo que alienta las expectativas de sus respectivos partidarios y mantiene encendida la llama de una posibilidad de retorno. De lo cual se puede concluir que el mito, de modo obvio e irrebatible, se sustenta en la memoria arraigada en el illo tempore, pero también está enclavado en el deseo del imaginario colectivo. No hay manera, ni prueba, ni desmentida que logre que el deseo de los castrofortinos renuncie al retorno de los J.B. No en vano, José Bastida formula una de las preguntas sustanciales de la novela respecto de los J.B.: “¿Eran ellos [los castrofortinos] quienes los engendraban?” (p. 318).
En la Historia escrita por don Torcuato del Río, que José Bastida lee y analiza con ojo crítico a lo largo de buena parte del capítulo I, se lee: “Me habían apercibido un cabrito asado, champán francés y dos mozas de veintiuno, morena y rubia, para hacer cama redonda.” José Bastida glosa: “Lo de los Hijos de la Viuda y de la conferencia puede ser cierto; lo del cabrito, también. Pero ¿y el champán? ¿De dónde los ferrolanos iban a sacar entonces champán francés?” (p. 158). En medio de tamañas improbabilidades (a las que tan inclinado se muestra siempre Torcuato del Río), el dato que a José Bastida le resulta altamente sospechoso es el más verosímil o el menos relevante: la existencia del champán francés entre los ferrolanos. Es una secuencia que da cuenta del humor lírico que persigue Torrente en la novela y que anticipa en Los cuadernos…: “yo quiero que sea su característica: el humor lírico, esa aspiración mía que a veces logro sin querer, pero que a veces es el resultado de un esfuerzo” (p. 97). Este “humor lírico” es el estilo de La saga / fuga… reservando para estilo la definición que proporciona Walter Pater en El Renacimiento, libro tan imprescindible como todos los que escribió: “un mismo estado de alma que informa el todo”.
Las investigaciones de apariencia científica a las que se abocan con la más impasible seriedad un gran número de personajes constituyen una de las cumbres de la parodia: la teoría del amor de don Torcuato del Río, que es, a un tiempo, parodia de las Cartas a un joven poeta, de Rilke (pp. 116 y ss.); la estructura de los J.B. expuesta al modo de una ciencia exacta por José Bastida (pp. 128 y ss.); la brillante teoría de la evolución refundida por don Torcuato del Río (pp. 179 y ss.); un minucioso escrutinio a propósito de qué tiene más cantidad de nombres para ser designado: si los genitales masculinos o los femeninos (pp. 203 y ss.); la convicción, para él absolutamente plausible, de don Emiliano Estévez, dueño del Café Suizo, de que la contextura de los camareros debe coincidir con la medida de sus uniformes de mozo, y no a la inversa (pp. 316 y ss.). Son obsesiones científicas que parten de inferencias lógicas para arribar a las conclusiones más disparatadas; a las que hay que añadir los inventos de don Torcuato del Río, los cálculos matemático-estadísticos acompañados de gráficos de José Bastida o los conocimientos esotéricos del boticario Perfecto Reboiras, para quien resulta esencial mantener incólume el edificio de la Colegiata puesto que, merced a sus conocimientos de la ciencia hermética (uno de cuyos artes derivados es la mántica: adivinación por señales), puede descifrar los signos, las alegorías y los símbolos que están trazados sobre la fachada del edificio (pp. 385 y ss.). El “episodio del Estornudo Gigante” o “el Magnífico Estornudo” (pp. 141, 142) no sólo remite a cierta y singular lógica estructural de Cien años de soledad (el objeto que recorre un determinado y preciso itinerario como si estuviera animado por un aliento de vida propia), sino que también ilustra en clave paródica la famosa sentencia: “Mueve las alas una mariposa en California y llueve en los Himalaya.” Una de las legendarias construcciones de don Torcuato del Río es el llamado “Homenaje Tubular” (pp. 86 y ss.), un monumento fálico erigido en su propio tributo. Y es también a partir de estos tubos mediante los cuales organiza un “Concierto del humo” (pp. 168, 169) combinando humo de distintos colores y del cual vale citar in extenso su descripción: “El verde propone una frase que el amarillo repite, amplía, desarrolla, complica, en tanto que del metal van saliendo breves castaños como un fondo que fuera sólo ritmo de bombardino. Pero lo más admirable era que las notas del humo permanecían en el aire componiendo figuras, como triángulos, espirales, círculos, rectas largas, puntos escuetos; otras veces, se asemejaban a los signos de una partitura, el canto y el discanto, arpegios, arabescos, fugas”: y amerita citarlo in extenso porque se podría concebir que el narrador está hablando, en efecto, de las diversas figuras que el humo compone, pero también de la estructura que sustenta a La saga / fuga…: una frase que se repite, se amplía, se desarrolla y termina asimilándose al canon de la fuga.
Cada modelo al que la novela recurre, comporta su correspondiente desplazamiento y condigna parodia. Torrente se permite un excurso autorreferencial en boca de José Bastida, quien comenta: “Se me acordó un artículo leído cierta vez, de un tal Torrente, en que el autor describía un manuscrito de Rilke de estremecedora factura” (p. 234); en efecto, el “tal Torrente”, en colaboración con Mechthild von Hesse Podewils, tradujo las Elegías de Duino (Nueva Época, Madrid, 1946). Las hermanas Aguiar (Beatriz, Pura y Lilaila) son conocidas como Las tres tórtolas tristes (pp. 265, 266), al modo de una paródica paráfrasis de los Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. La confrontación de carácter dialéctico entre el loro del boticario Perfecto Reboiras y Belcebú (el loro del canónigo Acisclo Azpilcueta) culmina en un imprevisible apareamiento (pp. 305 y ss.). De modo no menos sorprendente, Belcebú comienza a repetir el nombre de Jove Bicorne (pp. 308 y ss.), que no es otro que Júpiter, también llamado Jove, el principal dios de la mitología romana y equivalente al Zeus griego; Cicerón lo definía como “la sobrecogedora presencia de una mente suprema” (Pierre Grimal, Diccionario de mitología griega y romana). Etimológicamente, Júpiter es el padre de la luz (de hecho, la palabra latina deus así como su variante divus –“divinidad”- significan literalmente “ser de luz” en la medida que se creía que los dioses estaban hechos de la misma materia que la luz). En los tribunales de la Antigua Roma, las personas juraban por Júpiter, de donde deriva la expresión “¡por Júpiter!”. En este caso, la novela alude a un mito popular de la Antigua Roma según el cual Júpiter, perdidamente enamorado de la princesa fenicia Europa, se disfrazó de toro blanco y la raptó para llevarla a lo que hoy es el continente europeo. Es una historia que, a lo largo de los siglos, ilustraron, entre otros, Tiziano, Marten de Vos y Rembrandt. La Casa del Barco (la casa donde residen los hermanos Barallobre) y sus dependencias hacen gala de una arquitectura tributaria de los dibujos y grabados de Maurits Cornelis Escher: “escaleras que subían bajando y que bajaban subiendo” (p. 340). Jacinto Barallobre alude a los “mitos ctónicos” (del griego: “perteneciente a la tierra”), que refieren a los dioses del inframundo en oposición a las deidades celestiales; también se los denomina “dioses telúricos”. Pertenecen a un viejo sustrato mediterráneo, la bahía de Anatolia (Asia menor); a estas antiguas divinidades del sexo y la muerte, Jacinto Barallobre las hace coincidir con su hermana Clotilde (p. 346). La atávica rivalidad entre la familia Barallobre y la familia Bendaña se metaforiza a través de una improbable batalla entre los estorninos y las lampreas (pp. 378 y ss.). José Bastida escribe poemas, pero en un idioma inventado por él, en la tradición de la lengua ignota de Hildegarda de Bingen o, más cercano en el tiempo, el nadsat de La naranja mecánica (p. 388 y ss.). Jacinto Barallobre, disfrazado del obispo Jerónimo Bermúdez, parodia el comienzo del Nuevo Testamento: “Yo engendré a Violante, Violante engendró a Fernando, Fernando engendró a Mencía, Mencía engendró a Raquel y a Flora” (p. 458). En las etapas de su viaje témporo-espacial, y entre las muchas transmutaciones a las que está expuesto, en una de ellas José Bastida se transforma en Paco de la Mirandolina (p. 478): paráfrasis y parodia de Pico della Mirándola, aquel humanista del Renacimiento cuya obra, en palabras de Walter Pater, “pertenece realmente a la más alta cultura.” Pedro Abelardo tiene todos los rasgos de Sartre, incluyendo el estrabismo y la reiteración de una sentencia que recorre El ser y la nada: “El hombre es una pasión inútil” (p. 531) y, por cierto, con Heloísa conforman la pareja Sartre-Simone de Beauvoir (p. 578). Las señales de la conjunción de los astros (los Idus de marzo) que anuncian, en principio, la muerte del vate Barrantes y luego la de los J.B. no se hallan en ningún espacio consagrado, sino que son “siete lunares rubios, ordenados de mayor a menor y simétricos (…) que ostentaba [Coralina Soto] en la nalga izquierda” (pp. 401 et passim). Aquello que doña Lilaila conserva en un frasco de aguardiente es el miembro viril de su marido, asesinado por los ingleses; apelando a la vía esotérica y a una fórmula mistérica aprendida de los sumos sacerdotes de Osiris, el canónigo Balseyro lo resucita sin dejar de aconsejarle a la viuda: “Después del uso, se recomienda mudar el aguardiente” (pp. 555 y ss.). La novela se comenta a sí misma (pp. 624 y ss.), a la manera de Fragmentos de Apocalipsis, que Torrente escribirá cinco años después de La saga / fuga…, a partir de que Jacinto Barallobre ensaya una evaluación crítica del relato en el que José Bastida narra su viaje por el tiempo y el espacio, relato que a su vez se confronta con la versión que del mismo hubiera realizado Jacinto Barallobre; recurso que se reitera en las páginas 641 y ss. En el transcurso de la defensa mítica de Castroforte, uno de los combatientes advierte respecto al invasor: “Son tantos, señor Obispo, que si disparan sus flechas al mismo tiempo, oscurecerán el sol.” Y la respuesta que recibe es: “Mejor. Así pelearemos a la sombra” (p. 655), en clara referencia a un episodio de las Guerras Médicas (en la Hélade, los persas eran conocidos como “medos”, de ahí el nombre de las Guerras), libradas entre el 492 y el 478 a. C. La resistencia griega fue heroica. Leónidas es uno de los dos reyes de Esparta al momento de la invasión de Jerjes y asume el mando para impedirle al invasor avanzar por el paso de las Termópilas; uno de sus soldados le dice que los persas disparan tantas flechas que oscurecerán el sol, a lo que Leónidas le responde: “Tanto mejor, así lucharemos a la sombra.”
En los ya mencionados Nuevos cuadernos de La Romana, Torrente se refiere a una novela de Claude Simon (El palacio), transcribe algunos de sus enunciados y comenta: “esos párrafos convienen al libro de Claude Simon y a cierta novela que yo he escrito y publicado, La saga / fuga de J.B., en la que, para que no falte nada, la palabra ‘fuga’ se utiliza en su ambigüedad semántica de fuga musical y de escapatoria” (p. 93). Huelga aclarar el sentido de “escapatoria” que tiene la palabra en la novela puesto que se desprende con transparencia de su trama: José Bastida, investido como un legítimo J.B., escapa a su destino luctuoso, a los Idus de marzo: aprovechando uno de los privilegiados momentos de levitación de Castroforte, junto con Julia “se metieron por un sembrado de girasoles que empezaban a abrirse. El aire estaba limpio, como lavado por la lluvia matinal” (p. 668).
El recurso y la cadencia de la fuga, en cambio, presentan otras complejidades que bien merecen ser abordadas, en tanto y en cuanto que la fuga, en el sentido musical al que refiere Torrente, se consuma a partir de núcleos narrativos que se reiteran, se amplían y se completan en el decurso de la novela.
El tema del incesto es uno de los núcleos que se pueden rastrear a lo largo de toda la trama. Clotilde Barallobre admite: “Ya ves, los adulterios y los bastardos fueron siempre la plaga de la familia” (p. 549). Más adelante, Jacinto Barallobre en diálogo con su hermana dice: “Tenías diecinueve años, cerca de veinte. No es una edad en que las cosas se calculen. Sin embargo, tú las traías pensadas. No fue un acto impulsivo el que te llevó a mi cuarto aquella noche de tormenta” (pp. 583 y ss.). Y poco antes del final, Jacinto Barallobre le reprocha a su hermana: “Me hiciste la vida tan llevadera que hasta me ofreciste en la misma persona una madre, una hermana y una amante” (p. 635). De modo complementario, Julia reconoce en José Bastida un amante paciente, generoso, experimentado, y le dice: “un padre no lo haría mejor por su hija” (p. 623), lo cual sitúa a la relación en el marco de un incesto simbólico.
A causa de la relación incestuosa y asfixiante que mantiene con su hermana, Jacinto Barallobre admite: “Deberías haberme llamado mejor ‘castrado’, porque eso es lo que has hecho de mí” (p. 585), castración simbólica que se urde en el envés de la misma trama que la castración real de Abelardo.
El miembro viril del esposo de Lilaila conservado en un frasco de aguardiente anticipa la escena en la cual los parientes de Heloísa exhiben los testículos de Abelardo ensartados en la punta de una lanza (p. 577).
Lilaila Aguiar sube descalza a la Colegiata del mismo modo que en un tiempo lo hizo Coralina Soto, “pero calzada” (p. 363).
El profesor Jesualdo Bendaña narra una historia (pp. 442 y ss.), extraída de un supuesto Codex Magdaleniensis, que refiere las peripecias de un joven canónigo, don Asclepiadeo, dilecto de San Brandao, que vive en una isla y que es requerido de amores por una sirena: “una sirena rubia rondaba la isla y se asomaba a sus playas en los atardeceres. Era Aline su nombre”. A pesar de que el obispo, San Brandao, lo insta a consumar su amor por la sirena ya que aún no pertenece al orden de los presbíteros, Asclepiadeo se niega y prefiere acceder al sacerdocio. Pero un día, presintiendo una tormenta de proporciones que devastará a la isla, San Brandao le solicita: “Hijo mío, tengo sospechas de que el naufragio nos espera, pero estoy convencido de que, de todos los habitantes de la isla, tú serás el único superviviente. Cuando Aline te vea luchando con las olas te salvará. En agradecimiento, debes casarte con ella, templar su alma y reducirla al Altísimo. En esta confianza, quiero hacerte un encargo: cuando veas que la mar se embravece y que crujen los cimientos de la tierra, entra en la catedral, recoge respetuosamente los Vasos, mételos en un saco de cuero impermeable, y llévalos contigo. Que Aline te conduzca a tierra firme. Una vez en la playa, da gracias a Dios, encamínate a la diócesis más próxima, y entrega a mi colega, con mi bendición, tu sagrada carga, como regalo.” Asclepiadeo hace todo cuanto le ha ordenado el obispo, pero una vez en tierra, en Villasanta de la Estrella, se entrega a la vida secular, olvida los Vasos y abandona a Aline. Por un lado, toda la historia es una paráfrasis que recrea el mito de las sirenas. Pero también es una versión de los pretéritos amores de Julia con un seminarista que le ha prometido abandonar los hábitos por amor a ella pero que, presionado por don Acisclo y su madre, decide renunciar a la mujer que ama y continuar en el ejercicio eclesiástico. Y una tercera versión de la misma historia tiene como protagonista, precisamente, al canónigo Acisclo Azpilcueta (pp. 448 y ss.), quien, cuando era canónigo y aún no estaba ordenado de presbítero en Puebla, México, deja abandonada a una mujer que lo ama (Guadalupe) con la promesa de volver (tal y como el seminarista con Julia y Asclepiadeo con la sirena Aline). También en el caso de Acisclo, cuando debe huir de México bajo la protección de Guadalupe y con motivo de la revolución de Plutarco Elías Calles (en el transcurso de su mandato se desató aquello que se conoce como la “Guerra Cristera”: conflicto armado entre el gobierno y milicias de laicos, presbíteros y religiosos católicos que se resistían a las políticas del gobierno para restringir el poder de la Iglesia católica), el obispo le hace un encargo: llevar nueve esmeraldas a buen recaudo para que no cayeran en manos de los revolucionarios.
Un encadenamiento de historias y núcleos narrativos que, en la mejor tradición de las fugas, se reiteran, se dilatan y se transforman ligeramente para retornar siempre a su tema (en el sentido musical del término) original, sin perder jamás los tonos que le confieren su cadencia característica, original e irreductible a otros términos que no sean los propios.
En modo alguno sería arriesgado aventurar que La saga / fuga de J.B. consiente los cuatro tipos de lectura que prescribía la escolástica: el literal, el moral, el alegórico y el anagógico (que es el sentido místico y que supone el pasaje del sentido literal al espiritual). No de manera gratuita, José Saramago ha colocado a su autor a la derecha de Cervantes.