LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

“NUNCA HAMÁS”

Krak de los Caballeros
Álvaro Bermejo | Sábado 04 de noviembre de 2023

Mochila al hombro, de desierto en desierto bajo un sol bíblico, veníamos de visitar el Krak de los Caballeros y esa noche dormiríamos en Damasco. A las puertas de la mezquita de los Omeyas, allá donde se espera la segunda venida de Cristo para anunciar el Juicio Final, parecía anticiparla un vociferante tumulto festivo. ¿Qué celebraban? La aparición de un comando muyahidín que, entre ráfagas de kalashnikov al aire, repartía puñados de copias de un folleto presidido por la palabra “entusiasmo” -Hamás en árabe-.



Explica meridianamente la masacre perpetrada por sus terroristas, los que salieron de Gaza sin otra intención que cumplir al pie de la letra lo que prometía aquel folleto, hoy conocido como el Pacto de Hamás. Lo promulgaron ese año, 1988. Hoy nadie lo recuerda.

¿Qué anunciaba? De entrada, la negación de cualquier solución negociada, el rechazo al plan de los dos Estados, la destrucción de Israel como prioridad y la Yihad como única respuesta. No se presentaba como un movimiento de liberación, sino como el heredero del islamismo supremacista predicado por el gran mufti de Jerusalén, Amin al Husseini, el que pactó con Hitler una división musulmana de las Wafen SS con el mismo objetivo: el genocidio judío por todos los medios.

Lo más delirante de la Carta parecería un sarcasmo si no se hubiera vuelto amargamente dramático tras su última carnicería. En su artículo 31 describe a Hamás como “un movimiento humanitario que protege los derechos humanos”. Queda claro de qué manera. Lo que nunca entenderemos es cómo la población civil de Gaza volvió la espalda a la Autoridad Nacional Palestina otorgando todo el poder a un ejército de carniceros de los que ha acabado convirtiéndose en su víctima preferente.

Sólo cabe una respuesta. La masacre de aquel sábado no remite a una dialéctica civilización-barbarie, sino a un choque de culturas. Y, dentro de una de ellas, a otro choque: frente al Islam sunita, moderado y pactista, la creciente del Islam chiíta, radical y apocalíptico. El de los Hermanos Musulmanes, el de Al-Qaeda, el de Hezboláh, todos a la sombra de Irán.

Aquella noche en Damasco, yo -el de la foto ahí arriba- me hice otra con aquellos muyahidines. Hoy hubiera sido uno de los doscientos ingenuos degollados a sangre fría por los sicarios del Mein Kampf islámico mientras celebraban un festival por la paz en el desierto.

Tiempo de palomas muertas. Ya ni siquiera vuelan los halcones. Sólo los misiles. Y los malditos perros de la guerra.

“TAMPOCO NETANYAHU”


Treinta años y seis días. Los treinta años son los que se cumplirán en 2025. Remiten a aquel 4 de noviembre de 1995 en el que fue asesinado Isaac Rabin a manos de un extremista judío, en la Plaza de los Reyes de Jerusalén, poco después de entonar la Canción de la Paz. Los seis días pusieron nombre a la fulminante guerra árabe israelí en la que el mismo Rabin ejerció como comandante en jefe. Sucedió mucho antes de que imprimiera un cambio de rumbo a su diplomacia, ya como primer ministro, hasta firmar los Acuerdos de Oslo a favor del reconocimiento de los dos estados. Un reconocimiento que le costó la vida.

Treinta años y seis días, el tiempo de una generación. Un ciclo de violencia que no cesa, con demasiados cómplices. En otro noviembre, el de 1947, una ONU recién nacida adoptaba el plan de partición de Palestina en dos estados. Uno fue proclamado a los pocos meses, se llamaría Israel. El otro, sigue esperando.

En un tercer noviembre, ahora en Argel y en 1988, la OLP declaró de forma unilateral la independencia de Palestina, ocupada por Israel desde la Guerra de los Seis Días. En 1994, en los Acuerdos de Oslo, Rabin concedió establecer la Autoridad Nacional Palestina como un ente transitorio, y la vía del reconocimiento dio un paso de gigante. En 2012, sesenta y cinco años después de que acordara su creación, la ONU le concedió el sicalíptico rango de “Estado observador no miembro”. Un Estado fantasma, que observa, pero no existe. Sin embargo, fuera de esa Asamblea, nada menos que ciento treinta y cinco de sus ciento noventa y tres estados miembros lo habían reconocido plenamente. Dentro de la UE sólo uno: Suecia. El resto, incluido el nuestro, no ha pasado de declaraciones formales en sus parlamentos, pero no desde sus gobiernos. ¿Qué lo impide?

La cobardía de Europa, presionada por un amigo americano que, mande quien mande en la Casa Blanca, sigue juzgándolo “prematuro”. Por supuesto, la intransigencia radical de Hamás. Y su espejo en Tel Aviv: aquel Benjamín Netanyahu que llamaba a abuchear a Rabin por haber firmado los acuerdos de Oslo. El mismo que mantiene a Israel en la ilegalidad, insensible a las prescripciones del derecho internacional en todo lo que afecta a los territorios ocupados.

En Oriente Próximo, un statu quo letal. En Europa, una pasividad indecente. Los dos Estados políticos fundidos en uno sólo anímico, el del odio mutuo. Nunca Hamás, escribí el pasado martes. Este también me cabe en dos palabras: Tampoco Netanyahu.

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