En cuanto se divulgaron las primeras atrocidades de esta nueva guerra, todos los teletipos de agencia mencionaban que habían estallado durante la última madrugada de Sucot. Sabía que se trataba de la fiesta hebrea de las cabañuelas o de los tabernáculos, como se traduce al español en la Biblia, pero ignoraba su duración y otros detalles en los que me sumergí con tal de huir del espanto.
Verán; Sucot se prolonga una semana y abrocha otras dos grandes festividades hebreas del séptimo mes o Tishréi; periodo de tiempo que coincide en el nombre —aunque no exactamente en los días— con nuestro septiembre. Y si bien nuestra denominación es herencia directa de Roma, ambas y comunes designaciones provienen del calendario zodiacal babilónico, y este la tomó del sumerio, que al menos se remonta al segundo milenio antes de Cristo. Sin embargo; Tishréi, contra su nombre —literalmente, el siete—, es el primer mes del calendario judío, y como tal, se inicia con el año nuevo o Rosh Hashaná; aunque la tradición rabínica le confiere una solemnidad más elevada e inconjugable con nuestro mundanal primero de año, pues su duenario —se celebra durante dos jornadas— conmemora la creación del mundo y del hombre por Dios.
Ante esta contradicción, reparé en que el siete no era un guarismo cualquiera en la Antigüedad, pues más allá de que en Tishréi suceda el equinoccio de otoño y también la recolección de los dos frutos votivos en todas las culturas del Mediterráneo, el trigo y la vid, siete son los días de la Creación y los brazos del centillero, porque siete eran los astros conocidos durante milenios y su número determinó la semana, primera y elemental división del mes lunar. Pero por si estos hechos no fuesen ya de notoria significación, en el noveno ocaso de Tishréi comienza Yom Kippur —Día de la Expiación o del Juicio—; la fecha más sagrada para un israelita, pues en ella Yahveh juzga las obras de cada hombre. Por tanto, es una jornada de contrición por las faltas cometidas durante el año y, a la vez, de esperanza en la clemencia de Elohim.
Pues bien; cumplidos cinco días desde Yom Kippur, comienza la hebdómada de Sucot. Y aunque su origen remoto sea la gran fiesta de la cosecha, común a las diversas culturas fundadoras de nuestra civilización, la liturgia hebrea la suplantó con un alegre recuerdo del éxodo por el desierto del Sinaí. Y para evocarlo y fieles a su culto, los sefarditas alzaban pequeñas cabañas en las calles de sus cajales o en ocasiones salían a predios de su posesión y elevaban chocillas con enramados, y hasta se cuenta que, a menudo, pernoctaban en ellas; de ahí su nombre en castellano: las cabañuelas. No obstante; en Sucot siempre latió su primitivo origen de gran celebración agraria y, al contrario de Yom Kippur, era y es una semana de jolgorio comunitario, con cantos y bailes comunales al anochecer, y con un jovial portar de palmas o de ramas de sauce con un cidro. Al parecer, durante nuestra Edad Media y aprovechando estos días y los invernales de la cosecha de la aceituna —el otro gran fruto votivo de nuestra civilización— se auguraba el clima venidero, y tales adivinaciones arraigaron en el pueblo, como recoge la voz cabañuelas en el Diccionario de la Real Academia. Al punto que, en mi tierra, a las lluvias —normalmente vespertinas, torrenciales y, a veces, acompañadas de granizo— del fin de agosto y de principios de septiembre, se las llamaba las cabañuelas y su frecuencia pronosticaba la pluviosidad del año próximo.
Ahora, no solo por el llamado cambio climático y sus devastadoras gotas frías sino por el cartesiano imperio de la tecnología, todos estos rústicos vaticinios han caído en el desuso y, con ellos, la palabra cabañuelas. Como también otros muchos términos e, incluso, maneras consuetudinarias; bien que nos legaron los hispanohebreos o bien que se impusieron para exhibir la “limpieza” de su estigma en cualquier familia. No fue un problema menor en la formación de la nación; al contrario, por el alto estrado alcanzado por los conversos —directos impulsores de la segunda y gran expulsión—, la “limpieza de sangre” —judía, por supuesto— constituyó una sórdida mácula que corroyó al reino durante cuatro centurias; al punto que hubimos de aguardar hasta el s. XX para que Cansinos Assens, Millás Vallicrosa, Américo Castro o Caro Baroja ponderaran en toda su amplitud la huella israelita en nuestra tradición y en nuestra cultura, y para que fuésemos también conscientes de sus luminarias nacidas en nuestra tierra —Ibn Nagrella, Ibn Gabirol, Ha-Levi, Maimonides…—. Pero de nada ha servido, porque mientras escribo estas líneas ya se han mancillado sinagogas y domicilios de hebreos en España; esta vez, so pretexto de defender —singular manera de hacerlo— al pueblo palestino. Pero no se engañen; es un odio acendrado y recursivo en estos pagos; se remonta ni más ni menos al s. VI, cuya consecuencia fue la primera y hoy olvidada expulsión en tiempos de san Isidoro. De modo que me hallo escribiéndoles este par de páginas para despertar, con su curiosidad, su mesura ante las soflamas que hoy recorren nuestras calles, y si fuera posible, hasta su aprecio por el pueblo profesante de la más antigua religión del Mediterráneo que conservamos viva; por descontado, con todos los gajes pero también con todos los deslumbramientos que tan viejo credo acarrea.