Tal podría ser la más ajustada definición de la figura de Blas Matamoro respecto de sus textos de carácter ensayístico: Carlos Gardel (Centro Editor de América Latina, 1971, 115 páginas), Oligarquía y literatura (Ediciones del Sol, 1975, 302 páginas), Saber y literatura – Por una epistemología de la crítica literaria (Ediciones de la Torre, España, 1980, 256 páginas), Genio y figura de Victoria Ocampo (1986, 320 páginas; sin duda el mejor ensayo de la serie “Genio y figura” publicada por Eudeba), entre otras obras. Hay escritores en quienes resulta indiscutible su inclinación por el género especulativo y la excelencia conceptual demostrada en el mismo queda fuera de toda duda, pero cuando se arriesgan a navegar en las borrascosas aguas de la ficción no hay salvavidas ni boya que los mantenga a flote (véanse, precisamente, las desafortunadas Pruebas y tres parábolas –Destino, Barcelona, 1993, 188 páginas- del ya mencionado Steiner). Podemos sospechar con suficiente fundamento que para que el teórico le ceda el paso al creador, aquél debe trabajar sobre el olvido: olvidar cuanto sabe para ingresar en regiones donde sólo se puede penetrar investido con la dignidad de una ignorancia casi adánica; desnudo de razón y pletórico de vislumbres para dejarse conducir a un subsuelo donde residen los fantasmas sofocados por el raciocinio y que aguardan ser liberados por la imaginación. En los cuatro libros que aquí se analizan (dos tomos de cuentos, una novela y un volumen integrado por tres nouvelles), Matamoro ha trabajado de manera ejemplar sobre el olvido, lo cual no deja de ser paradójico en tanto que su ficción es de inequívoco cuño proustiano y se asienta sobre el recuerdo. Una narrativa que ofrece perfiles de indiscutible interés que son, a un tiempo, autónomos pero también complementarios de los temas que informan sus ensayos.
El primer cuento de Hijos de ciego (Centro Editor de América Latina, 1973, 138 páginas; toda las citas remiten a esta edición) se titula “Spadone”. En el marco de una casa que alguna vez fue de “Mamita” y “Papito”, pero que a la muerte de éste y por apremios económicos se convirtió en inquilinato, Spadone evoca su vida desde los años de la primera infancia hasta el presente. Es un ejercicio de reminiscencia al que iluminan destellos de matriz proustiana en no menor medida que un sustrato de neto corte psicoanalítico. De hecho, las dos mujeres en torno a las cuales se desenvuelve, agita y se desarrolla el deseo de Spadone son individualizadas como “Mamita” y Eva; Spadone experimenta sus primeros goces sensuales cuando su madre lo baña y Eva (una Odette de suburbio) lo inicia en el sexo después de un accidente que lo deja casi tullido. El padre es motejado como “el desconocido”: alguien que alguna vez ocupara “el lugar ahora vacío en la gran cama de Mamita’’ (p.21), ancho lugar cuya oquedad es doble: vacío de padre y vacío, sobre todo, de la ley paterna por antonomasia, aquella que prohíbe el incesto so pena de castración. El goce de Spadone es de carácter vicario: lo vive a través de su amigo Sergio, el hombre que frecuenta con más asiduidad a Eva, hasta que se casa con otra mujer. Es el punto de inflexión de la trama: un tal Saverio Macchi va a convivir con Eva y para Spadone se cierra definitivamente una etapa de su vida marcada a partes iguales por el goce adánico (Eva) y el turbio goce (Mamita). Como bien reflexiona Spadone, “Sergio era de los dos” (p. 28: de Eva y de él), pero ahora ha pasado a ser “Sergio, el desaparecido” (íd.), mientras que “Saverio el empecinado’’ (p. 27), a fuerza de empecinamiento, se ha quedado con Eva, la mujer primordial. El deseo –eso siempre friable, ambiguo, resbaladizo- de esa hembra-hombre que es Spadone (el tema de la androginia original –platónica- será una de las dominantes, como se verá, de una de las nouvelles que integran Las tres carabelas) estará delimitado por un triángulo masculino: Papito, el desconocido; Sergio, el desaparecido; y Saverio, el empecinado; y un binomio femenino: Mamita y Eva. Muerta su madre, a Spadone sólo le queda el harto difuso recuerdo de “Papito, el desconocido” a quien, con todo, asimila a Prometeo: “Quizá Papito haya inventado el fuego” (p. 29); conviene recordar que en el Prometeo esquiliano, uno de los dos demonios ayudantes de Zeus (el Poder) proclama: “el fuego que es el alma de todo arte”. No es menor el consuelo que se forja Spadone: su padre ha inventado (o robado) el fuego para que su hijo no perezca aterido en el frío de la amargura o de la soledad.
El cuento que da título al volumen, a partir de la mirada de su protagonista, Javier Vilela (pésimo alumno, seductor, mentiroso, un antihéroe que parece extractado de la picaresca y un adolescente cuya imaginación lo convierte en coprotagonista de las películas de James Bond), es una radiografía impecable de una familia argentina de clase media de la década del setenta, tema que Matamoro, como se verá, se va a encargar de retomar en textos posteriores. Merece señalarse la relación víctima-victimario que se establece entre profesores (practicantes inexpertos, docentes de carácter débil o en extremo permisivos) y alumnos (arteros, bromistas, siempre prestos para la burla o el escarnio), por lo cual en el cuento se reconocen resonancias de textos como El profesor Unrat (o El ángel azul, Heinrich Mann, 1905) o esa pequeña obra maestra que es La clase (Hermann Ungar, 1927).
“Un Premio Nobel o crítica de la razón literaria (crónica apócrifa)” se desarrolla en torno a la figura del ficcional escritor argentino Juan Dorzyka: un individualista de espalda tiesa, nietzscheano, ligeramente fascista y, por fin, peronista, quien al cabo de su derrotero intelectual es galardonado con el Premio Nobel de Literatura para sorpresa (e íntimo orgullo) de dos de sus más obstinados y fieles hermeneutas: el narrador y el periodista cultural Solares. Escasos e irrelevantes resultados dimanarían de una lectura que buscara hallar en el cuento (si tales cosas hubieran) guiños, claves o sobreentendidos que pueden estar encerrados entrelíneas; aquello que sí cabe destacar es que resulta un texto ejemplar de Matamoro, en el cual no sólo logra crear con la verosimilitud de una crónica (apócrifa) la figura encarnada de un escritor, sino también la construcción de la obra de Dorzyka, que tiene una coherencia impecable desde su primera novela (Revelación) hasta su fábula final (Júpiter y las ranas). A la vera de Dorzyka y de sus vaivenes ideológicos, el narrador recorre gran parte de la historia argentina e indaga en un personaje logrando aquello que se reserva a la ficción de alto vuelo: convertirlo en una persona; un sujeto individual, intransferible, un modo de conciencia.
La intención tácita de Viaje prohibido (Sudamericana, 1978, 301 páginas; todas las citas remiten a esta edición) ya está adelantada en aquello que se declara de modo manifiesto en “Un Premio Nobel o crítica de la razón literaria (crónica apócrifa)”: “recobrar el tiempo perdido de mi adolescencia” (Hijos de ciego, ob. cit., p. 90), una recuperación que en el primer capítulo de la novela se inaugura y se cierra con un sabor: el de un tomate partido al medio, sazonado con sal y compartido con Cosme (el hijo de Romilda, la muchacha que lavaba la ropa en la familia del narrador), ese muchachito que para el narrador es la representación más cercana de un movimiento naciente al que no se sabe si adherir o temer: el peronismo.
La heteróclita amalgama de citas con que se abre la novela (junto con el guiño cómplice y aclaratorio: “Para ser distribuidos a criterio del lector”), compuesta por extractos de Proust, Hegel, Octavio Paz, Lenin, Roland Barthes, entre otros, no es un gesto de ostentación erudita ni de laborioso ingenio, sino un cañamazo sobre cuya superficie se tejen y se entrecruzan los hilos y los tonos de la narrativa de Matamoro, que abreva con idéntica sed en un postulado de Jean Cocteau como en una réplica de un radioteatro de la década del cuarenta.
Una de las preguntas clave de la novela la formula el narrador en primera persona casi al comienzo de la misma: “¿cuánto tiempo pasa entre un suceso de la infancia y otro?’’ (p.12); y es una interrogación que necesariamente se subsume en otra que la abarca, la contiene y la trasciende: qué es el tiempo. En La intuición filosófica (conferencia pronunciada en el congreso de Bolonia en el año 1911), Henri Bergson declara: “Un filósofo digno de tal nombre no ha dicho nunca más que una cosa; e incluso, más que decirla verdaderamente, ha intentado decirla.” En efecto, la filosofía bergsoniana se ha abocado a un problema excluyente cuyo desarrollo, en toda su amplitud, cobra formas acabadas en la irrepetible y monumental obra proustiana: qué es el tiempo, en qué consiste la duración real. Kant puede ser refutado a partir de una hipótesis: en lugar de pretender elevarnos por encima de la percepción posible (la intuición superior kantiana se asienta en tal elevación) se podría examinar la posibilidad de su ensanchamiento. Bergson parte de una convicción que difiere claramente de las ideas aceptadas hacia fines del siglo XIX: además del conocimiento científico, existe otro: el conocimiento filosófico; además de la inteligencia, hay un medio distinto de conocimiento: la intuición. Bergson comienza su reflexión en torno al tiempo a partir del asombro que le provoca el carácter de la letra t en las fórmulas científicas: representa el factor tiempo, pero no al tiempo como duración creadora, sino a un tiempo abstracto, que no dura, es un número determinado de simultaneidades o, en términos más generales, de correspondencias, número que es siempre el mismo cualquiera sea la naturaleza de los intervalos que separan las correspondencias entre sí. Por el contrario, la intuición es ese particular esfuerzo que cumple nuestro espíritu para instalarse en la duración pura. La duración real es aquello que siempre se ha llamado “el tiempo”, pero el tiempo bergsoniano es percibido como indivisible. Es innegable que el tiempo implica sucesión, pero la sucesión es usualmente comprendida como la distinción de un “antes” y un “después”; el tiempo bergsoniano no supone la tal distinción o yuxtaposición de un “antes” y un “después”, sino que es una continua línea melódica. El narrador en primera persona de Viaje prohibido se encuentra instalado en la duración pura, razón por la cual puede formularse esa pregunta cuya respuesta es: un destello o una eternidad. O, en palabras del doctor Samuel Johnson en su célebre Prefacio a Shakespeare (Acantilado, Barcelona, 2003, p. 37): “De todos los modos de existencia, el tiempo es el más complaciente con la imaginación: con la misma facilidad se concibe el transcurso de los años que el lapso de unas horas.”
“Se corría un peligro:” –rememora el narrador- “el sitiamiento, la invasión” (p. 17); es claro que el agente invasor, el epítome de la disrupción es el peronismo, y el propio hogar del narrador es una réplica a escala doméstica de la profunda divisoria de aguas que disocia al país: padre peronista – madre liberal consustanciada con Marcelo Torcuato de Alvear. La casa de Eduardo Álvarez Máiquez (el amigo del narrador) no admite controversia alguna (todos son liberales y antiperonistas sin fisuras) y es la contracara del hogar del narrador: la encarnación simbólica de una familia que supo estar encumbrada en la escala social y que ahora se ve reducida al pálido recuerdo de su abolengo y aspira a un letargo (a una detención de la Historia) que se revela imposible, en tanto que lo propio de una sociedad es la dinámica: “los Máiquez cultivaban la inmovilidad como un estilo” (p. 43). Eduardo y su madre se han reservado para el diario vivir un departamento de lo que otrora fuera la mansión familiar y se ven reducidos a hurgar en una sombrerera aquello que resta del fastuoso linaje: la certificación de los blasones, las astillas del árbol genealógico, algunas notas sociales. Vinty Hamilton (en verdad, la tía Venturina) es “el fruto más preciado” (p.54) de la madre de Eduardo, Adela: vive en Europa, es el paradigma de un esplendor perdido, pero a su muerte sólo deja “trozos y trozos de rota porcelana, que ahora sólo servirían para ser pegados en macetas sofisticadas y vendidos en algún anticuario snob del Barrio Norte” (p. 68). La desventura a la que pareciera que conduce mencionar siquiera el nombre de Perón está instalada en el habla, no en vano un personaje señala: “La culpa de todo, ya sabemos, es del que te dije” (p. 125), lo cual se compadece punto por punto con un pasaje de la canción El 45, de María Elena Walsh: Te acordás de la Plaza de Mayo / cuando el que te dije salía al balcón. El antiperonismo experimenta una insanable nostalgia por una ciudad que, en el recuerdo (vale decir: en la distorsión de la memoria), supo ser esplendorosa para degradarse en “esta ciudad de cabecitas negras, sudados, descamisados, esta Avenida estropeada por las pizzerías” (p. 172), una nostalgia que desemboca en una de las tantas definiciones con las que cargó el movimiento: “esa enfermedad epidémica de la Argentina” (p. 174). Por fin, el capítulo VII, “Épicas lluvias”, narra la caída del peronismo, la provisoria acefalía en el país y el incipiente, pero ya harto visible, aliento de venganza y reivindicación de los sectores más conservadores.
El narrador, por influencia de su amigo Eduardo, comienza a aficionarse a la lectura de Gabriel Miró, de Azorín y de gran parte de la narrativa española de la época: “Yo deducía el sentido por el contexto, o me conformaba con ignorar, gozando la simple sugerencia sonora de aquellos vocablos enigmáticos que, por lo mismo, se me antojaban señales de cosas extrañas, de objetos cotidianos en otros mundos” (p. 60). Conviene recordar, como pone de resalto Edmund Wilson (El castillo de Axel, ob. cit., p. 111), que durante un tiempo Proust pensó dividir su novela en tres grandes partes y titularlas respectivamente La edad de los nombres, La edad de las palabras y La edad de las cosas. Si bien, al cabo, no lo hizo de esa manera, aún se puede adivinar esa división tripartita en A la busca…, en especial en cuanto se refiere a La edad de los nombres; nombres que nominan, recortan y denominan, pero que, en verdad, hacen mucho más que eso: su resonancia (“la simple sugerencia sonora” de la que habla el narrador de Viaje prohibido) abre las compuertas para una evocación de aquello que se pensaba irrecuperable, vuelve a dibujar los contornos de lo que ya se revelaba difuso, proyecta las imágenes de una película que se creía destinada al olvido; el poder estimulante de los nombres está apenas un grado más abajo que el de la magdalena. El retorno de la mítica Vinty Hamilton (pp. 66 y ss.) representa de un modo inequívoco el rescoldo agonizante de aquello que alguna vez fue viva llamarada. En A la sombra de las muchachas en flor (ob. cit., tomo II, p. 321), el narrador, a propósito del tío de un amigo a quien se lo está aguardando, dice: “Más adelante, cuando me he encontrado en mis lecturas históricas con un podestá o un príncipe de la Iglesia que llevaba ese nombre, hermosa medalla del Renacimiento –hay quien dice que es antigua-, que nunca salió de la familia y que pasó de descendientes en descendientes desde el gabinete del Vaticano al tío de mi amigo, sentí el mismo placer reservado a esas personas que por no tener dinero bastante para formarse una colección de medallas o una pinacoteca, rebuscan nombres viejos (nombres de lugar, documentales y pintorescos como un mapa antiguo, una perspectiva caballera, una muestra de tienda o un fuero consuetudinario, nombre de pila donde se oye resonar, en las hermosas finales francesas, el defecto de habla, la entonación de una vulgaridad étnica, la pronunciación viciosa con que nuestros antepasados impusieron a los vocablos latinos y sajones mutilaciones persistentes que pasaron luego a ser augustas legisladoras de las gramáticas), y que gracias a esas colecciones de vocablos antiguos se dan conciertos a sí mismos, a la manera de los que se compran violas de gamba o de amor para tocar música antigua con instrumentos antiguos.” El pasaje transcripto, además de ser un ejemplo acabado y suntuoso de la frase proustiana –con sus tonos, sus semitonos y sus variaciones: música de cámara ensamblada en el marco de la sinfonía-, es ilustrativo del delicado equilibrio sobre el que sobreviven los Álvarez Máiquez: también ellos, a falta de ejecutantes, “se dan conciertos a sí mismos”.
El capítulo IV, titulado “Fin de Román”, narra el recuerdo, la larga agonía y la muerte de Román Bucci, quien es “como de la familia” (p. 130). Pero el tema real alude a la identidad de Román Bucci: quién es ese sujeto aparentemente conocido y familiar, pero que a poco de indagar en su historia se revela como un inquietante desconocido; no en vano uno de los epígrafes de la novela remite a la carga polisémica que comporta la palabra alemana heimlich: agradable, apacible, pero también oculto, secreto, clandestino, concepto al que remite Freud, como ya se señaló (v. supra), para desarrollar el tema de “lo siniestro”, cuya adecuada ilustración encuentra en el relato “El hombre de la arena”, de Hoffmann. Todo el derrotero vital de Román Bucci parece ajustarse a tal premisa: la existencia de un muchacho del que nadie tenía noticia y del que, aparentemente, es su padre y al que desea adoptar antes de morir; su frecuente comercio con prostitutas; un pasado –del que se jacta- de eximio ejecutante de violín, pero que, al cabo, resulta una versión enhebrada a una suma de versiones: todas tan verosímiles como infundadas. Al margen de ello, resulta un alarde de estilo el modo en que el narrador se remonta desde las manos de Román Bucci (siempre impecables y perfectas) a la reconstrucción de una época inequívocamente irrecuperable (p. 160).
En “La hora de los gatos” –capítulo V- se narra una de las distracciones que comparten el narrador y su amigo Eduardo: cazar arañas. Pero aquello que le otorga consistencia al capítulo no es este inciso anecdótico, sino la evocación de la vecindad de los Míguez (padre e hijo), ciegos y apartados del resto del mundo, quienes habitan una casa que todos evitan (ni siquiera los rateros o las parejas furtivas la encuentran propicia como botín o refugio) para librare de “aquella ciega vigilancia” (p. 230), oxímoron perfecto que reenvía a “El hombre de la arena” y su tema excluyente: los ojos.
El capítulo “Contaban de Manón” es una impecable refundición de Manon Lescaut (1728-1731), del Abate Prévost, donde el narrador y Eduardo cubren los roles de Tiberge y Des Grieux respectivamente; “la invasión de la casa” (p. 240) de Eduardo por esa mujer (a quien Eduardo moteja “Manón”) duplica y se asimila a la invasión del peronismo a la casa grande (país). La consumación de la cópula entre Eduardo y Manón es, por un lado, un rito de carácter sadomasoquista (“una sesión de flagelo con una toalla mojada, sobre las carnes de la mujer, que debía conservar su trusa y su corpiño, sus largas medias de trama negra, sus tacos”; p. 243) en la que Eduardo se trasviste, con lo cual se retorna al tema de la androginia original (“Eduardo llevaba puesta, en lugar del calzoncillo habitual, una trusa de encaje negro, seguramente del mismo juego que el corpiño”; p. 244), pero también supone una liturgia en el hondo sentido de la consagración: “Había una severidad religiosa en el hecho de besar su sexo, una espera de alimento, como la que se tiene ante la comunión” (p. 245).
Así como Confesión apócrifa, de Arturo Cerretani, no es tan sólo pero es también la historia de la modificación de un espacio desde un baldío informe hasta convertirse en el barrio de Floresta, Viaje prohibido es la historia de la construcción de un espacio (el barrio de Flores de la infancia y adolescencia del narrador) y su radical transformación.
En el capítulo III (p. 116) se lee: “el único gozo seguro de la época: la memoria.” Es un concepto que configura toda la narrativa del autor: el goce retrospectivo de cualquier época es la evocación. La novela se abre y se cierra circularmente con la negra Romilda y el corte longitudinal de un tomate perita aderezado con “una pulgarada de sal en el corte”: es la magdalena del narrador.
Nueve de los dieciocho cuentos que integran Niebla (Editorial de Belgrano, 1982, 222 páginas; todas las citas remiten a esta edición) merecen, al menos, un breve escolio, comenzando por aquel que le da título al volumen, que es un ahondamiento, a la manera de una prolongación del capítulo IV de Viaje prohibido, en el concepto de heimlich. “El ídolo y la loba” describe la enajenación de un matrimonio merced a una identificación (lindante con la psicosis) con los ídolos populares (cinematográficos, en este caso); es un tema caro a Matamoro, conviene recordar que en 1976 publica Olimpo (primer libro prohibido por la dictadura militar) y aun antes (1971), Carlos Gardel; ambos sostenidos por una labor tan minuciosa como irrebatible de desmitificación. En “Frías alturas” se plantea el tema de la “novela-río” que nunca se termina de escribir y cuyo modelo de escritor bien pudiera ser el Joseph Grand de La peste camusiana: la maniática busca de la perfección formal que conduce inevitablemente a la parálisis operativa o, lo que es lo mismo, a la corrección infinita, al libro constitutivamente interminable. En “Recuerdos del tío Wilfredo” se plasma de modo acabado, en la persona del protagonista, esa extraña, pero no por ello menos visible para quien sepa y desee ver, fusión de sevicia y recogimiento que es una de las marcas más características de la observancia católica. “En el laberinto” es una ajustada variación de Teseo ultimando al Minotauro en el laberinto cretense y que bien podría formar pendant con la glosa “Teseo y el Minotauro”, de Marco Denevi (Falsificaciones, Eudeba, 1966, p. 39). “Variaciones sobre un tema original” compone, en el sentido musical del término, nueve variaciones y una coda donde campea una ironía del mejor cuño dirigida, en la mayoría de las ocasiones, a las certidumbres consagradas del psicoanálisis. “Incesante” es una metáfora que alude –entre las diversas alusiones que cabe considerar y que dimanan del relato- a la pugnaz supervivencia del monstruo (léase: instinto, pulsión ingobernable) que hay dentro de cada sujeto, ajeno a la amputación o al adiestramiento. “Tu pálido final, tu ausencia leve” es un excelente cuento donde recién en el desenlace se revela que el diálogo con el que comienza y continúa resulta a todas luces ilusorio. “Primera semana de amor” es, en rigor, una nouvelle en la cual lo aparentemente disperso confluye en las páginas finales merced a la figura evocada de una mujer (Hermia), y donde reaparecen, si bien transformados, dos personajes de cuentos anteriores: Hedwig, de “Las horas y los días”, y Fred, de “Variaciones sobre un tema original”.
Las tres carabelas (Celtia, Buenos Aires, 1984, 236 páginas; todas las citas remiten a esta edición), la primera de las tres nouvelles que integran el volumen del mismo título, es pasible de ser dividida en dos partes atendiendo a su trama y estructura. La primera comienza con la sumaria información con que se abre el texto: “Se llamaba Roberto y le decíamos Berto”; la segunda da comienzo con una información no menos escueta: “Se llamaba Roberto y le decíamos Tino” (p. 53). En este trastrueque, en modo alguno azaroso o gratuito, encuentra su cifra la vida sexual del narrador: Berto, compañero de colegio, es el amor inaugural que nunca halla ocasión de consumarse en los hechos (“mi mejor amigo, del cual estaba enamorado desde la infancia”; p. 65) y Tino es aquel que conduce al narrador a experimentar “eso que la literatura suele denominar, en sus mejores y peores momentos, enamorarse” (p. 53). Pero entre ambos hay, por lo menos, dos inflexiones en las que vale la pena detenerse: la primera es aquella en la cual al narrador le es dado descubrir su homosexualidad: durante su incipiente adolescencia cumple con el rito viril de acompañar a su padre y a su hermano mayor a ver partidos de fútbol hasta que una noche advierte que ni siquiera se interesa en las instancias del juego, pero sí en los jugadores (“cómo se estiraban las pantorrillas de los jugadores al saltar, la tensión de sus muslos, la marca blancuzca de los calzoncillos bajo el pantaloncito negro”; p. 23); y, durante esa noche en particular, su atención queda capturada por un hombre que también lo mira y que parece resplandecer (“Tenía una remera negra y su piel estaba tostada por el sol. Brillaban sus ojos y una medalla que llevaba colgada al cuello”; pp. 23, 24); es un hombre innominado, fantasmal, irrecuperable, pero que reaparece como fantasía, como sedimento, como evocación en la medida en que se erige como uno de los nombres (aunque carezca de nombre) del deseo del narrador; es, precisamente, el deseo en su nivel más embrionario: un deseo sin nombre, construido con la intensa pregnancia de la imagen, ese lugar que no se mira pero hacia el cual se dirigen los ojos liberados del yugo de la voluntad, de las buenas maneras. La segunda instancia está encarnada en Jacques Pasdeloup, el profesor de francés del bachillerato, con quien el narrador, finalmente, hace el amor; y es una instancia que no sólo inaugura la sexualidad del narrador, sino que resulta primordial: es una relación que comienza con el recitado de los poemas de Verlaine y termina con la fusión de los cuerpos: cada relación del narrador pasará por el tamiz de la cultura para desembocar en el extravío de la cópula (incluso con Tino, cuyo vocabulario está atravesado por el lenguaje psicoanalítico), salvo en el caso de Berto, con quien, precisamente, no se consuma ninguna relación. El vínculo que establece el narrador con Berto no es una ligazón inter pares, sino que reconoce algunos matices dignos de mención: la situación económica de la familia del narrador es más desahogada que la de Berto (constituida por unos padres más o menos borrosos que viven en el campo y la tía Irma, bajo cuyo cuidado está Berto); Berto es, sin lugar a dudas, el niño más lindo de la escuela, a tal punto que se lo puede parangonar con “el mejor muñeco de la juguetería” (p. 11); pero el narrador es más inteligente que Berto, quien se suele mostrar indolente respecto a las tareas escolares. Es, por ello mismo, para Berto que el narrador dibuja las tres carabelas o, ya en el bachillerato, lo ayuda en sus exámenes, y ni siquiera experimenta fastidio cuando Berto obtiene mejores calificaciones que él; posición ancilar del narrador que sólo puede explicarse por un motivo excluyente: como casi todos, está enamorado de Berto, desea quedarse con el mejor muñeco de la juguetería, pese a que el tal se entregue con particular delectación a contarle sus conquistas amorosas y sus proezas sexuales con mujeres de la más diversa condición y estado civil.
Al cabo, la relación con el profesor Pasdeloup concluye cuando éste decide retornar a su provincia natal, Tucumán, debido a un asma que parece no ser auténtica, sino responder “a su necesidad de parecerse a Marcel Proust, uno de sus ídolos” (p. 38); huelga agregar que la patria chica del proustiano Pasdeloup es la misma que la de Gabriel Yturri, esforzado, paciente y estoico secretario del conde de Montesquiou, transparente modelo del barón de Charlus de A la busca… En tal sentido, y ya en relación de amantes, Tino suele rogarle al narrador “que no lo dejara ir de mi casa, que lo encerrara, que sólo podía ser feliz convirtiéndose en un prisionero” (p. 55), con lo cual se convierte en un trasunto de la prisionera Albertine proustiana.
Por otro lado, la evocación también da cuenta, mediante interpolaciones, de la ominosa configuración de lo siniestro: los cuerpos desaparecidos en el transcurso de la dictadura militar: “Las culatas pegan sobre la puerta hasta que la reducen a viruta. Berto busca un rincón, no puede cerrar los ojos, huele la muerte como las vacas huelen la sangre en el matadero, se desorbitan y mugen” (p. 44); en la medida que entre los cuerpos de asedio y de goce, de abandono y deliquio, de impregnaciones y humores, también se alzan los otros cuerpos, aquellos que carecen de toda referencia y paradero, pero “que vuelven incesantemente a esas calles donde ya no está nuestra casa, a esas puertas para las que no tenemos llaves, pidiendo que les demos una insignia de su muerte, un mínimo recorte de papel donde se les diga dónde, cómo, cuándo, tal vez por qué” (p. 45).
Tan fantasmal como el hombre divisado durante aquella noche primera en el estadio de fútbol es la figura a la que el narrador cuenta su historia y a quien se alude en una sola ocasión: “Ahora pienso que nunca te he hablado de esta gente” (p. 67): como si la revelación del deseo y el destinatario del acto de narrar no pudieran reducirse, en rigor, a nombre alguno que los identifique.
Dentro del marco de un extenso coloquio entre las hermanas Fiorini –Rosa y Margarita-, tomadas en distintos momentos de su convivencia cotidiana (Rosa es soltera, Margarita se ha quedado viuda y ambas viven juntas en la casa paterna), aquello que en verdad se enhebra de modo tan implacable como preciso en Vals triste es ese conjunto de sueños y aspiraciones de la clase media argentina (esa clase que vive de un sueldo, que viaja apiñada en el transporte público y que, en el mejor de los casos, no conoce otra renta que una casa heredada) por arribar a un espacio que le resulta constitutivamente inaccesible: un estrato social superior. Todo el texto está urdido sobre el cañamazo de las radionovelas –precursoras de los teleteatros televisivos que irrumpieron con posterioridad- que conocieron su apogeo entre las décadas del cuarenta y del cincuenta del siglo pasado: se recogen todos sus tics, sus lugares comunes, sus melodramáticos argumentos; pero la nouvelle también es una radiografía impecable del lenguaje y el imaginario de una época. Margarita es una mujer de su casa y su hermana Rosa, empleada en una tienda del Centro, la Rambla de Flores. Como ya hemos señalado al analizar la narrativa de Kordon y de Cerretani (v. supra), el barrio y el Centro no son, o no son tan sólo, espacios de carácter geográfico, sino simbólico: en el imaginario, en el Centro se vive una vida que apenas se avizora o adivina en el barrio; Rosa está orlada por el prestigio de ser una mujer de dos mundos; a su hermana Margarita le advierte: “Vos te pensás que porque una va todos los días al centro y vuelve de noche en invierno es una perdida. No, mujer. Lo que pasa es que desde el barrio aquello se ve terrible” (p. 83); la propia Margarita admite ser muy bruta, en oposición a Rosa: “Vos, en cambio, vas todos los días al centro” (p. 87); para Rosa, tal es un signo de irrecusable distinción: “Volver al barrio con olor a centro” (p. 99); reconoce con orgullo que se cultiva con una literatura osada: “Son libros del centro” (p. 104); al contrario de Margarita, para quien “el centro es cosa de hombres” (p. 106); el Centro es un lugar al que se lo conquista y se le teme, quien se aventura en su seno y retorna indemne de la travesía es poco menos que un héroe envuelto en la hopalanda de la épica. Pero valdría la pena detenerse, sin ingresar en el cenagoso terreno de un psicologismo de café y trasnoche, en un comentario, a primera vista del todo pueril, de Margarita: “Para mí el centro es cosa de hombres”; casi al comienzo de la nouvelle, ambas hermanas están cosiendo y bordando, Rosa se pincha un dedo, sangra y ni siquiera lo advierte, lo cual merece un comentario de Margarita: “Con esas manos de hombre que tenés, no sentís nada” (p. 74); asimismo, Margarita recuerda que el padre de ambas, ya inválido, pedía que fuera Rosa quien lo movilizara de un lugar a otro: “Que venga la Rosa, que tiene fuerza de hombre” (íd.). El Centro (esa “cosa de hombres”) es el territorio de Rosa, quien tiene manos de hombre y ostenta la fuerza de un hombre; Rosa atraviesa todo el texto como una mujer virilizada, por momento colindante con el estereotipo del macho tanguero, y en una escena de acabada plasmación (pp. 143 y ss.) trasviste a Nino Cobián (su amante: mucho más joven que ella, un perfecto efebo rubio, de piel blanca, a quien ni siquiera ha malogrado aún la aspereza de la barba, signo visible del macho adulto) con una disfraz de portuguesa y lo llama “Nina”. Con Nino, Rosa satisface, con largueza y profusión, sus demandas de hembra a un tiempo que opera, siguiendo el modelo de la época, como hombre de la pareja: aquel que sabe, aquel que decide, aquel que administra tiempos y fervores. En las interpolaciones de la nouvelle, señaladas en bastardilla, Rosa, esta hembra-hombre, se erige como la Reina de la Noche (alusión cuyo raíz probablemente haya que buscar en la malvada, cruel y amenazante Reina mozarteana): monumental, omnívora y eternamente insatisfecha, y que incluso canta “con su cálida voz de contralto” (p. 177). Rosa se concibe reina porque así la consideran, y se lo hacen saber, su hermana, sus compañeras de trabajo, Nino Cobián…; monarca que impera en el Centro, pero que retorna para alternar con los vasallos barriales. Si, atendiendo a la disparidad de edades, Rosa justiprecia su relación con Nino como un arrebato pasional que roza el plano incestuoso, Margarita ha tenido un hijo (Luis) retrasado y a quien, ya mayor, se lo mantiene internado en un asilo de monjas. Margarita acude a verlo todos los domingos (luego de asistir devotamente a misa) y le confiesa a Rosa que le hace “las necesidades, todos los domingos. Con la mano, ¿sabés? Y lo hace de rápido” (p. 90); lisa y llanamente, Margarita masturba a su hijo todas las semanas, pero se conforta pensando que “en el Luisito no es pecado. Es como llevar a un chico al baño. Si él ni se da cuenta. A ver el pajarito, a ver ese pajarito, le digo” (pp. 90, 91); la nouvelle delinea con ojo despiadado pero incuestionable a una clase, una sociedad y una época marcada por la mojigatería, en la cuales el sexo era un escándalo público, pero las perversiones privadas gozaban de su correspondiente salvoconducto siempre que se mantuvieran sofocadas, encubiertas o sepultadas a prudente profundidad. Vals triste (título inspirado en la composición de Jean Sibelius), teniendo como fondo el ascenso del primer peronismo, es también un periplo por toda la cinematografía (y las estrellas) de la época: un medio que fue el artífice por excelencia de gran parte de la mitología del siglo XX.
Por su extensión y su estructura, Clase 42 se aproxima más al relato que a la nouvelle, informando diversos aspectos (sus relaciones familiares, su iniciación sexual, su grupo de amigos, sus estudios universitarios, sus módicas promiscuidades) del narrador nacido, precisamente y como el autor, en el año 1942. La trama se desarrolla sobre el telón de fondo del enfrentamiento armado de dos facciones del Ejército argentino conocidas como “azules” (que proponían una participación limitada del peronismo en la vida política) y “colorados” (para quienes el peronismo era una parte a la que había que erradicar sin la menor hesitación); resultaron victoriosos los “azules”, quienes posteriormente llevaron al general Juan Carlos Onganía a la primera magistratura. Es este fondo histórico el que sostiene el aliento del relato puesto que, a despecho del miedo y el clima de obligado asueto que se vive en las calles, nunca deja de percibirse que las tales son asonadas de opereta, disidencias intestinas que no van a cambiar en un ápice el derrotero del país, más allá de que, como no vacila en afirmar la hermana casada del narrador: “Estas cosas siempre pasan por el centro. En los barrios no pasa nada” (p. 187). Hubo dos enfrentamientos: en septiembre de 1962 y en abril de 1963; en efecto, y a pesar de las muertes nunca oficializadas de varios civiles, se la recuerda como una contienda de puertas hacia adentro con los ciudadanos en un rol de pasivos y curiosos espectadores. Pero el onganiato –resultante final del enfrentamiento-, con su tristemente célebre Noche de los Bastones Largos (el desalojo a cargo de la Policía Federal de cinco facultades de la Universidad de Buenos Aires), fue el precedente de la Noche de los Lápices (ocurrida en septiembre de 1976) y germen de una noche interminable que duró siete años y dejó como saldo a treinta mil desaparecidos.