En efecto; mi intención era homenajear a este colosal pintor —el más veraz legatario de Velázquez y de Goya; observen de cerca y con detenimiento sus retratos y descubrirán el porqué—; además, entristecido al saber que sus tres últimos años debieron de ser un calvario por su apoplejía —eso que ahora llamamos ictus—; truculento revés que lo imposibilitó para su fascinante tarea: plasmar la sensual fugacidad de la vida sobre una tela o un cartón. Si bien, sus estampas de la realidad no fueron siempre semejantes; pues si comenzó orientado por su amigo y maestro Pinazo pintando retumbadores episodios históricos, pronto se ocupó de escenas de “denuncia social”, siguiendo la traza de Jules Bastien-Lepage, convencido de que, por el imperante naturalismo zoliano de la época, le reportarían mayor reconocimiento; y acertó: obtuvo en 1892 la primera medalla en la Exposición Nacional con ¡Otra Margarita!, y de nuevo, en 1895, con ¡... y aún dicen que el pescado es caro!; para abandonar estos patéticos motivos tras el sufrimiento que le produjo la ejecución de Triste herencia (1899). A partir de ahí, Sorolla se volcará en algo más difícil por efímero, por cotidiano o por, si prefieren, anodino: ese instante de jubiloso bullicio que sucede a nuestro alrededor sin que apenas lo percibamos, y con tan deslumbrante acierto que sus grandes óleos, e incluso sus acuarelas, se las atribuimos al primer golpe de vista sin dudar, y con mayor certeza si se ubican en una playa donde el oleaje salpica jovial la tamizada luz del ocaso.
Tal vez por eso, porque Sorolla nos resulte tan familiar y conocido, a menudo lo trasponemos, como si su depurada y eficacísima pincelada fuera sencilla, cuando es hija de una incesante indagación sobre cuánto el ojo es capaz de captar sobre un instante espontáneo, venturoso, irrepetible; o quizá nuestro despego se deba a que su madurez artística —hacia 1909— coincida exactamente con la eclosión de las primeras vanguardias —sin ir más lejos, con el cubismo y el futurismo—, y a que estas hayan sublevado con su luminoso birlibirloque nuestra exigencia por demandar al arte lo imprevisto, y en Sorolla, ese suceso —lo inesperado— no se exhibe en la composición de la escena sino en la vigorosa urdimbre de su quehacer; al punto que cuando se está muy cerca de sus más consumadas obras, se descubre todo el ímpetu vitalista de los vanguardismos en sus trazos; es más, la crítica no sabiendo cómo clasificar su genuina técnica porque de todos los movimientos escapaba, debieron buscarle un ismo menor y sin seguidores en España: el luminismo. ¡Qué más se puede decir de un artista cuya singularidad es tanta que no había forma de definirlo!
Pero las variadas y magníficas exposiciones y la mucha información que les han proporcionado los diarios y sus suplementos con motivo de este centenario me contenían, muy consciente de que poco más añadiría a cuánto hubiesen contemplado o leído ya sobre Joaquín Sorolla y su obra.
Sí; dudaba en dedicarle estas dos páginas a Sorolla cuando de pronto me topé con las imágenes de los incendios en Corfú y me sobrecogió una punzada amarga, muy amarga. Pues sospecho que quién no ha conocido Corfú —o al menos, aquel Corfú— no ha transitado el paraíso; con sus insólitos bosques de cipreses, sus caminos frondosos bordeando los acantilados, sus garzas mitológicas sobre la albufera de Korissia o aquel caballo a galope desbocado que me precedió cientos de metros sobre la carretera como una aparición espectral, indómita, fulgurante. Y claro, las cenas en la cosmopolita terraza del Rex o en aquel otro chisconcillo, frente a una sorprendente, por raquítica, puerta, cuyas embutidas jambas pertenecieron a quien sabe qué remoto y majestuoso templo y, por supuesto, Kate, una neoyorkina que conocí en una parada de autobús para matarnos de la risa entre los apretujones de simpáticos estudiantes, por las últimas tabernas; preludio de nuestros afanes de amor bajo la angostura nocturna de sus palacios venecianos. Y ahora, ante estas devastadoras fotografías, presiento que se ha quemado también un trozo jubiloso de mi biografía; qué tristeza, ¿verdad?
Entre tanto, un calor aplastante y España en vilo; ¿acaso nos hemos merecido estar en manos de una tropa de gañanes que solo pretenden nuestra destrucción para satisfacer no se sabe ya qué antigua y purulenta venganza? Por lo pronto, se adivina una oprobiosa discriminación —la presenten con el desenvuelto gracejo con el que quieran presentarla— entre españoles de primera, de segunda y quién sabe si hasta de tercera; ¡será posible que el sueño de libertad, justicia e igualdad, emanado de las Cortes de 1812, no hayamos sido capaces de mantenerlo ni tan siquiera unas cuantas décadas! ¡Qué desdicha!
Solo algo me ha alegrado: mi primo Vicente Valero-Costa ha publicado una nueva aventura de su querida Celia Blum, El secreto de Arquímedes (2023); esta vez a propósito de la llegada de una esfera prodigiosa de aquel gran ingeniero heleno a la corte de los Austrias e incluso de su celoso ocultamiento posterior y de sus ansiosos perseguidores. Ya ven, cuánto y diverso nos proporciona Grecia; y algunos aún pretenden borrar su lengua del Bachillerato.