Institucionalización de la mentira, periodismo de partido. Todo sucede dentro de un espectáculo perverso. Culto a las libertades, siempre que no cuestionen los dogmas de genuflexión diaria. Culto a la tolerancia, pero siempre con un censor al acecho, atento a cualquier ofensa moral que pueda incendiar el resentimiento de una minoría irredenta.
Kundera alcanzó la celebridad con ‘La insoportable levedad del ser’, pero su primer libro fue ‘La broma’. No en vano el último sería ‘La fiesta de la insignificancia’, la esencia de la existencia contemporánea: “Hoy está en todas partes, incluso allá donde nadie quiere verla: en los horrores, en las guerras, en las desgracias”. La banalidad del mal, la obscenidad de las grandes palabras que se traducen en nada, la imposibilidad de reírse de una progresía reducida a su esperpento, salvo en la intimidad.
Una risa escéptica, la de Kundera, jamás cínica. Una risa ilustrada, hija de pensadores tan corrosivos como Voltaire y Diderot que hoy serían igualmente prohibidos, por incorrectos. ¿Por qué no le concedieron el Nobel? Por las mismas razones que se lo conculcaron a otro gigante de la literatura del siglo XX, Philip Roth: su crítica de los amores ridículos le hacía sospechoso de sexismo.
Hay que reírse. Reírse y olvidar. En una época donde todo es insignificante, donde todo se reduce a un teatro de marionetas tristes, no caben respuestas más lúcidas. La risa crítica como escuela de relatividad, como defensa de la complejidad, como antídoto frente a la melancolía. El olvido voluntario como antesala de la deserción, tras experimentar el lirismo y el desencanto frente a cualquier tentación de compromiso.
Mi primera comunión con Kundera llevaba un título profético: ‘La vida está en otra parte’. ¿En otra parte? Estaba toda entera en ese libro. Y lo sigue estando.