Ayer, con las votaciones, concluyó una campaña electoral sudorosamente larga: ni más ni menos que comenzó al día siguiente de los comicios municipales; es decir, el mismo suma y sigue prolongado durante mes y medio. Aunque no niego que haya presentado sus alicientes como el monumental atasco de Correos que el probo empeño de los funcionarios ha podido salvar con decoro, o esa otra novedad de los trackings diarios bajo la cabecera de los periódicos, que la ha envuelto con un aire de competición donde se admitiesen apuestas. Por lo demás, los mensajes de los candidatos resultaban tan archisabidos que servidor solo aguardaba ese momento estelar cuando se descuajaringa el tablado entre alaridos de espanto o, en su defecto, ese otro cuando el orador se tropieza y acaba de morros a los pies de la primera fila; pero, vaya, no hubo tal y debí como ustedes conformarme con la menestra de repetidas soflamas, de manidas acusaciones y de pronósticos fatalistas que hoy ya son mero olvido.
Por eso y porque sé que este lunes los noticiarios los anonadarán con un minucioso balance sobre cómo unos han sumado este diputado aquí o allá, y cómo los otros se han quedado al borde de conseguirlo en esta otra provincia crucial, he optado por recordarles una efeméride sucedida hace cuatro días: el centenario del asesinato en Hidalgo del Parral de un tipo verdaderamente legendario: Pancho Villa.
En efecto; el 20 de julio de 1923, camino de encontrarse con su amante, moría tiroteado en un Dodge de aquellos con bocina de trompeta José Doroteo Arango Arámbula, alias Pancho Villa, al doblar la esquina entre la calle de Benito Juárez y la de Gabino Barreda, en ese pueblo minero del norte de México; recibió una docena de balazos que fijarán su nombre para siempre a una polvorienta galopada de charros con los pechos cruzados de cananas, mientras suena un corrido en la gramola.
Pues apenas reparo en su biografía, descubro que reúne características propias del héroe clásico; para comenzar: dejó tras sus huellas un reguero de dispendiosa generosidad y escalofriante crueldad a partes iguales; para proseguir, me encuentro con lo confuso de la elección del apodo que lo universalizó: Francisco Villa. Circulan al menos tres o cuatro versiones, todas bastante enrevesadas, sobre por qué quiso rebautizarse así cuando aún era un hirsuto bandolero serrano, para enturbiar, como aquellos remotos semidioses, su origen con incertezas. Y sobre este par de peculiaridades, sufre como los grandes jerarcas de la Antigüedad dos revelaciones que le señalarán el destino; la primera, cuando recién enrolado en la revolución que acababa de proclamar Francisco Madero con el Plan de San Luis (1910), lo adoctrina contra el Porfiriato el ganadero chihuahuita Abraham González; y la segunda, cuando, pese a su decisiva intervención en la toma de Ciudad Juárez, el 10 de mayo de 1911 —asalto determinante para el abandono de la presidencia del vetusto Porfirio Díaz—, es encarcelado a los pocos meses en Ciudad de México por insubordinado. Allí aprendió sus primeras letras y también los rudimentos sobre el equitativo reparto de la tierra de su compañero de presidio, el zapatista Gildardo Magaña.
Después emprendió la fuga del penal y su serpenteante travesía por medio México hasta El Paso, en Texas, de donde regresaría en marzo de 1913, tras el asesinato de Madero y de su preceptor González, con solo nueve acólitos como un Francisco Pizarro con sus Trece de la Fama, para sobre esta desnutrida partida levantar la triunfal División del Norte. Con ella gobernó Chihuahua y Durango a su antojo; dicen que fundando escuelas por doquier y dictando requisas de grano y de carne con las que alimentar a los campesinos a precios módicos, pero también añaden que amasando una formidable fortuna para él y para su hueste. Y en ese instante de apogeo, encontró lo que necesita todo héroe para serlo: su juglar; fue el gringo John Reed con México insurgente (1914), y al compás de las crónicas que compusieron este título, David W. Griffith producirá The Life of general Villa —protagonizada por él mismo y hoy perdida—, estrenada el 14 de mayo de 1914, en Nueva York; Pancho Villa acababa de ascender a mito mundial, momento que se corona con la célebre foto en el palacio presidencial cabe Emiliano Zapata.
Y ahí se le torció la suerte: se malquistó con los dos gerifaltes que dominarán la siguiente década mejicana: Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, que lo acorralaron en Chihuahua; y no solo eso, sino que por un mal paso, como fue arrasar Columbus, el general Pershing cruzó el Río Grande para reducirlo al forajido montuno que había sido en su juventud. Lo salvó, en 1920, el presidente De la Huerta, entregándole la hacienda El Canutillo, donde instauró un feudo con su aguerrida mesnada; tres años después, lo pasaportaron —según el pueblo, por maquinación de Calles— durante aquel descuido amoroso, para estamparlo eternamente bravo, en sepia y a caballo.
Se le reconocen veintitrés mujeres y muchos más hijos, detalle que impelería a alguna de nuestras actuales diputadas a depurarlo de la Historia y a retirarle los monumentos; por fortuna, fue mejicano y libra de tales memeces. Si quieren saber más, lean El águila y la serpiente (1928), del gran Luis Martín Guzmán; lo acompañó más tiempo que Reed y no escamotea crudezas, o el magistral Cartucho (1931), de Nellie Campobello, un álbum estremecedor de aquellos días.