Como colegirán, la venta de la edición la fiábamos al lento transcurrir de los meses y a esos buenos e infalibles lectores, escrutadores silenciosos y perseverantes de las baldas de las librerías que, ante una singularidad literaria, como Las cerezas del cementerio, no dudan en adquirirla y, luego, en divulgar su compra entre las amistades con ese tono entre confianzudo y magistral, con que se imparten los consejos íntimos. Y así, poco a poco y en un silencioso y constante transcurrir, se van agotando los títulos verdaderamente estimables. Ahora comprenderán porque la prontitud de su venta nos dejó estupefactos y apenas sí atinamos a algo más que a encargar la reimpresión para ir atendiendo cuanta demanda se presentase, y luego, el tiempo ya dictaría.
Y el tiempo, que se redujo a un par de horas, se pronunció: debíamos reunir las dos grandes novelas de Gabriel Miró —Nuestro padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926)— en un volumen y bajo un único título, tal como se había propuesto el propio Miró antes de que los avatares económicos lo obligasen a la publicación de la primera parte de este enorme relato. No obstante, uno y otro título, contra su quinquenio de distancia, forman, por la permanencia de su elenco de personajes y por su continuidad cronológica, una neta unidad, acentuada por esa peculiar y tenebrosa morbidez que los envuelve. En cuanto al nombre de tal yunta, lo prescribió el profesor Prieto de Paula cuando recibimos su espléndido y muy didáctico prólogo: La novela de Oleza. Nada más acertado porque, a fin de cuentas, su protagonista es toda Oleza; un trasunto, más solanesco que realista, de Orihuela; ciudad que Miró conocía bien por su internado en los jesuitas durante su primera y enfermiza adolescencia y por la familia de su madre, natural del lugar.
Completadas el resto de tareas técnicas, La novela de Oleza ya ha llegado a las librerías para que, con el tiento debido y con la ayuda casi providencial para su lectura del calor reinante, se vayan adentrando en la sofocación a cerrado y a murmurio vengativo que no solo asfixió aquella Orihuela sino a tantas otras ciudades provincianas, al final de aquella calamitosa centuria de pronunciamientos, guerras civiles y doble pérdida de la Armada, que fue, para España, la del Ochocientos. Aunque, a veces, ante los titulares de los periódicos, se me antoje que de nuevo emerge su peor y más constante calamidad: el carlismo; hoy, claro es, actualizado por su genuino heredero: el independentismo; pues me basta con escuchar su altanera cerrilidad, su cortedad de horizontes y su desafío continuo para descubrir en sus gerifaltes de ahora a los mismos mostrencos de entonces.
Naturalmente; la carlistada con sus rabiosos mastines también ocupó, con pulso de cirujano, a Galdós; con especial denuedo, a Baroja, y como una brumosa aventura de hidalgos vencidos, a Valle-Inclán. Sin embargo; Miró repara en La novela de Oleza en una vertiente de aquella sarna política hasta entonces ignota para nuestra novelística: la sojuzgación que el credo tradicionalista imponía a toda inflamación erótica. Ese es su gran acierto y su despunte de modernidad sin parangón en la literatura hispana. Pues, Miró, en este empeño por describir la represión de la pasión carnal, coincide en intención con su coetáneo el doctor Freud; a la par que ávido de un modo narrativo que le posibilitase indagar en tan íntima y acuciante pulsión, aboca en un relatar cercano al de Marcel Proust o al de Virginia Woolf; y lo más curioso y reseñable: tal vez, Gabriel Miró conociera someramente las teorías del médico vienés, pero resulta del todo improbable que tuviese la menor noción del quehacer de este par de escritores tan cruciales para el s. XX. De modo que su obra, por su osado empeño y por esta última y tan original factura, es de una vigencia absoluta; sin embargo, ahí permanece: totalmente olvidada.
Asunto paralelo pero distinto es su delicuescente y minucioso uso del lenguaje; característica que lo ha lastrado y hasta lo ha tachado absurdamente de difícil, cuando es uno —si no el mayor— de sus alicientes. Un gusto por el solecismo comarcal, combinado con algún que otro cultismo, incluso llegando al extremo del latinismo, y cuando se sabe falto de voces, a la invención de neologismos; amplitud léxica que convierte la lectura de Gabriel Miró en el encuentro con un español siempre térmico, cutáneo, sensual. Y para saborearlo, nada mejor que La novela de Oleza.