Lo confieso, yo también he coqueteado con la muerte. Tenía un atenuante: la inconsciencia de la juventud, esa edad en la que te crees inmortal. Cada verano juntaba mi precario capital y embarcaba hacia los destinos más excitantes que pudiera imaginar. La selva centroafricana no fue el menor, pero allá, antes de adentrarme en los Virungas, donde paraban Dian Fossey y sus gorilas de espalda plateada, firmé un contrato muy parecido al suscrito por los tripulantes del Titán.
Un sargento me tendió dos hojas mugrientas en papel carbón, en las que renunciaba a cualquier exigencia por parte de mi familia “si mon cadavre n’a pas été retrouvé” -si no se encontraba mi cadáver-. Naturalmente, firmé con una sonrisa. El resto mejor no se lo cuento – Zaire años ’80, aquello no fue una excursión- aunque acabó con un final feliz. ¿Porque vi a los gorilas de espalda plateada? No, porque salí vivo.
Imagino a los cinco tripulantes del Titán en el momento de firmar una declaración semejante antes de sumergirse en el Atlántico Norte, el mar más peligroso del mundo, con la misma sonrisa. Carecían del atenuante que podía disculparme a mí: yo tenía veinte años, ellos frisaban los sesenta. Adultos que juegan a capitanes intrépidos.
“No quería ser el pasajero de atrás” -declaró pocos días antes Stockton Rush, el CEO de OceanGate-, “quería ser el Capitán Kirk”. Más allá de su puerilidad, la comparativa es interesante. ¿Por qué no el Capitán Nemo? James Tiberius Kirk pilota la nave interestelar USS Enterprise, en la saga Star Trek. Rush entendía el océano profundo como un espejo del universo. Se sentía elegido para una epifanía, un inmortal.
Era consciente de los riesgos que comprometían su inmersión, había sido advertido de sus carencias en seguridad. La fortuna ayuda a los audaces, reza el proverbio. Él y quienes le acompañaban, millonarios bendecidos por los astros, despreciaron todas las alertas. Excuso otras comparativas. La melodramática al estilo los ricos también lloran. La demagógica, relacionando esta tragedia con la del pesquero Andriana en las costas de Grecia, seiscientos inmigrantes a bordo.
Lo que subyace lo cuenta Rafael Argullol en ‘La atracción del abismo’. La infinitud del cosmos, o la del océano, suscitan el vértigo, pero también una ineludible fascinación. Desafiar a la muerte, coquetear con ella. Eros y Tánatos bailan juntos. A veces sobre la cubierta del Titanic. Hoy, allá donde se encuentre, nuevamente vencido por los dioses, el último Titán.