Hay noticias que suscitan de inmediato el célebre título de Sigmund Freud, El malestar de la cultura, publicado en Viena en 1930. Por ejemplo y sin abandonar aquella admirable ciudad, me entero de que el Wiener Zeitung, el diario vivo más antiguo del mundo, fundado en 1703 y cuyo primer número apareció el ocho de agosto de aquel remoto año, bajo la cabecera de Wiennerisches Diarium —el Diario vienés— deja de editarse en papel; continuará, cierto, pero en la red, privándonos de extenderlo ante un expreso cada vez que nos sentemos en el Demel, en el Sperl o en el majestuoso Central, mientras aguardamos su vuelta del Raimundhof donde ella descubrió una fruslería sin la que le resulta inconcebible que regresemos a Madrid.
En efecto; algo se ha perdido con esta mengua de la edición del Wiener Zeitung —y de los que seguramente le seguirán de inmediato—, y es ese gesto entre apacible y senatorial que encierra el pasar las páginas de un periódico y reparar ante un insólito suceso acaecido en una granja perdida, o ante el destellante anuncio donde una grácil modelo para un taxi bajo la lluvia, componiendo el arranque perfecto de un gran novelón de amor. Porque no es lo mismo —de sobra lo saben— aguardar a alguien o simplemente matar un rato husmeando entre las columnas de un periódico, rectas, ordenadas, acreditando, con su severidad geométrica, cuanto allí se imprime, que discurrir el índice sobre la pantalla del smartphone, observando como esos mismos acontecimientos casi se escapan en un carrusel multicolor. Por supuesto, estoy convencido de que tal mutación afecta a nuestra concepción del mundo, y lo que es más grave, del tiempo. Pues si afecta al tiempo, afecta a todo lo demás, porque a fin de cuentas no somos sino quejicosos puñados de tiempo.
Pero descendiendo de esta última consideración casi fenomenológica hacia nuestra actualidad más pedestre —esa que se torna respetable al estamparla los periódicos—, me llega una noticia que expresa no ya el malestar sino que nuestra cultura oficial chapotea en un albañal; créanme que no exagero, dadas las autoridades concernidas por el caso.
Verán; ante la desaparición del programa Sálvame, nuestro presidente del gobierno, y tras él, una lista encabezada por doña Yolanda Díaz, y seguida por doña Mónica García, don Íñigo Errejón, don Miquel Iceta, don Gabriel Rufián, don Pablo Iglesias y hasta doña Ada Colau se han aprestado a telefonear consolativamente —o sea, a darle el pésame— por esta más que dudosa desgracia, a su presentador, Jorge Javier Vázquez. Es más; el presidente lo ha invitado raudamente a tomar café —ignoro si el encuentro se ha producido— para que este mantenedor de magazines le exponga sus cuitas ante su incierto futuro, sobre los regios sofás de La Moncloa.
Para aclarar la chirriante contradicción entre este balsámico gesto y la filiación política de estas personalidades, me detendré en la cuestión determinante: el programa. Un espacio televisivo —y por tanto, incluido en cuanto consideramos latamente cultura— que se ha dedicado durante una década larga a pregonar el más grosero chismorreo y a hozar en las intimidades de personajes de los mass media, y no bastándole semejantes vilezas, a convertir en notoriedades públicas a individuos por el venal y zafio procedimiento de exhibir sus impudicias ante las cámaras a cambio de una pingüe recompensa, violentando, con tal exhibición de podredumbre, el derecho a la privacidad —una de las más valiosas conquistas de nuestro sistema político—, a la par que alentando entre los ciudadanos los más soeces y miserables apetitos. En fin; un programa, Sálvame, que cualquier gobierno —este o los precedentes— debiera haber perseguido de la más sutil manera —o sea, sin lesionar el derecho a la libertad de expresión—, porque insultaba cuánto es digno y debe protegerse del ciudadano, y cuánto además las mismas autoridades arriba citadas dicen preservar con sus propuestas cívicas. Y ya ven cuál es su comportamiento privado.
En tanto, he echado de menos cualquier entusiasmo de estas mismas autoridades por propagar durante el año pasado el quingentésimo aniversario de Nebrija o de la hazaña de Elcano —jalones, ambos, constitutivos de la nación—, como también he percibido su indiferencia ante el reciente ciento cincuenta aniversario de Baroja y de Azorín, o ante el actual centenario de Revista de Occidente; una empresa no solo opuesta radicalmente a los propósitos que animaban Sálvame, sino que debería ser orgullo y blasón del país y, en consecuencia, conocida y celebrada, en su ya larga y bamboleante andadura, por todos los españoles, por su portentoso y ejemplar esfuerzo por divulgar la ciencia, el conocimiento y el arte desde 1923, cuando el Desastre de Annual aún afligía a la población y se cocía ya el pronunciamiento del general Primo de Rivera. ¿No fue aquella benemérita iniciativa de don José Ortega y Gasset netamente progresista; eso de lo que tanto alardean las anteriores autoridades? ¿Y no merece, aunque fuese solo por esta índole, un solemne y, a la vez, popular homenaje?
Se conoce que no; porque el fasto oficial se ha limitado a una didáctica exposición en la Biblioteca Nacional que solo podemos disfrutar quienes vivimos en Madrid o quienes, por un avatar, se hallan aquí de visita; en cuanto a Baroja y a Azorín, ni eso. A la vista de este balance; ¿cómo no palpar que nuestra cultura, más que malestar, padece el más corrosivo desprecio?