Sólo los que nunca han caminado por un bosque el tiempo suficiente piensan en la naturaleza como una fuerza benéfica y maternal. Cuando empieza a anochecer, cuando el clima comienza a cambiar lenta e imperceptiblemente, gestando una tormenta, atisbamos la cara cruel de la montaña y los terrores del mar. Entonces corremos a nuestras casas con luz eléctrica, rodeadas de previsible hormigón, y cerramos las puertas, dejando fuera a estos fantasmas. La humanidad se ha amontonado en ciudades, como animales recién nacidos buscando el calor del resto de la camada, por el mismo motivo que éstos; tratando de sobrevivir y de espantar el miedo. Hubo una época extrañamente cercana, en la que éramos menos numerosos y teníamos menos poder, en la que temimos a la naturaleza por encima de todas las cosas. Era imposible escapar a ella, se metía por las puertas y las ventanas, y sus criaturas no podían ser vencidas, sólo apaciguadas con ofrendas, regalos, flores, canciones o maleficios.
La palabra “hada” proviene del latín “fatum”, que significa “hado, destino”. Estas criaturas mágicas no eran, como en la actualidad, simples figuras infantiles, pequeñas como un pulgar; eran verdaderas fuerzas de la naturaleza, agentes del destino capaces de truncar el curso de las vidas humanas, hábiles en la magia, sabias y no siempre bienintencionadas. Su intervención en el destino de los hombres es la intervención de la naturaleza y sus incertidumbres; la enfermedad, la violencia, la muerte, el deseo y sus castigos. El bosque que se cuela en nuestro cuarto por la noche, el océano que ruge, completamente negro, inquietado por un extraño espíritu hostil, el pensamiento abyecto que nos conduce a la violencia o la vergüenza. El viento, la lluvia, la ferocidad de los animales, la locura humana, están insuflados por los hados. Los cuentos de la Edad Media nunca fueron para niños, y tampoco sus hadas o espíritus. Mélusine es quizás el hada medieval por excelencia, parte de la leyenda artúrica y representante del mundo feérico con nombre propio; mitad hermosa mujer, mitad serpiente, encarna la dualidad de la naturaleza y su representación antropomórfica.
Las hadas renacentistas y shakesperianas, especialmente en obras como “Sueño de una Noche de Verano”, fueron seres traviesos y maliciosos. Su carácter caprichoso y atolondrado podía convertirlas, en ocasiones, en fuerzas peligrosas y desestabilizadoras.
En su magnífica novela “Los Buenos” Hannah Kent nos lleva a un apartado pueblo irlandés en el siglo XIX, donde los rigores de la religión y sus dogmas se entremezclan con creencias antiguas y paganas. Los habitantes se refieren a las hadas y espíritus del bosque como “los buenos”, en un intento de aplacar su cólera y conseguir agradarles. Es una ventana narrativa a un pasado de magia y miedo.
No fue hasta el siglo XVIII, de la mano de William Blake, cuando los cuadros y representaciones pictóricas de seres feéricos empezaron a aparecer de forma regular en el arte, influenciando en gran medida la imagen actual y la construcción del imaginario colectivo acerca de la naturaleza y el aspecto de las hadas. En su cuadro “Titania, Oberón y Puck danzando con hadas”, de 1796, Blake las representa como seres etéreos con rasgos humanos, rodeadas de elementos naturales, coronas de flores y tocados de alas de mariposa.
Esta imagen hermosa y estilizada poco tenía que ver con la representación folklórica tradicional de las hadas, muchas veces espantosa, pero sí empieza a acercarse a la de las hadas modernas.
En el poema “El rizo robado” de Alexander Pope encontramos por primera vez el hada pequeñita, con alas de insecto, menor en tamaño al hada shakesperiana, y cuya imagen se popularizaría tremendamente en el siglo XIX y llegaría hasta la actualidad.
La revolución industrial produjo un éxodo masivo de trabajadores del campo hacia las ciudades, del bosque y el mar a la máquina y el ferrocarril. Alejada de sus peligros, la humanidad miró por primera vez a los ojos a la naturaleza y se sintió capaz de doblegarla y darle forma, con el martillo de la ciencia y la racionalidad. Los montes indómitos quedaron vacíos; las hadas siguieron a los humanos a sus nuevas residencias, se hicieron minúsculas, tan pequeñas, que podían habitar cualquier jardín. Como su madre, la naturaleza, redujeron su tamaño y los terrores que representaban. Mary Barker fue la ilustradora que, a inicios del siglo XX, creó el hada de las flores; una niña, sentada sobre un tallo o sobre un fruto, que sonríe tranquila y benévola.
La naturaleza había sido domada, y con ella, sus espíritus.