Supongo que ya lo sabrán: el jueves pasado se cumplió el ciento cincuenta aniversario del nacimiento en Monóvar, un domingo y con la noche apuntando ya hacia el alba, de José Martínez Ruiz, Azorín. Y no lo evoco aquí por paisano, por conocido desde niño, por mencionado con frecuencia en la casa de los abuelos; no. Sino por su prosa; simplemente excepcional.
La prosa de Azorín es tan peculiar como inimitable; detenida, minuciosa, “de pintor”, como apuntase Torrente Ballester; pero de un pintor que, como Velázquez, contiene no el instante, sino el rumor del tiempo en cada retrato, y lo mismo da que se trate de una duenda alcoba o de un paisaje anchuroso. La nostalgia, con su veladura a pasado, está inserta ineludiblemente en cada línea que le leemos. Y a pesar de esa cualidad que pareciera reclamar lo denso, lo poroso, lo enmohecido; la prosa azoriniana, como el trazo velazqueño, no se empasta jamás; al contrario, es la más translucida de cuantas se hayan escrito en nuestra lengua durante el s. XX; más aun —y es mucho afirmar, de sobra lo sé— que la de Ortega y Gasset o la de Alfonso Reyes. De acuerdo; como se ha señalado tantas veces esta limpidez deriva de su sintaxis, breve, concisa, enemiga del párrafo largo tan propio del español. Y lo más extraordinario es que pese a sus decenas de miles de artículos, esa manera de expresarse —retratar contando— jamás descaece o se enturbia; tal como la longitud de sus gacetillas —no más allá de las mil doscientas palabras— es siempre la misma; como si Azorín quedase exhausto para proseguir. Y digo esto porque, contra quien pudiera argüir que dicha medida se debiese a sus acuerdos con los diarios, pronto esta parca extensión la encontramos también ciñendo los capítulos de sus novelas.
Pero en absoluto piensen por ello que Azorín se atiene a un modelo y renuncia por comodidad o por mero temor a cualquier probatura; nada más lejano, Azorín es un perseverante innovador, incluso se diría que un vanguardista en aquella época de las vanguardias y aun antes; pues ahí están Los pueblos o La ruta del Quijote (ambos de 1905); y qué son estos títulos sino una anticipación de eso que se ha convenido últimamente en llamar, con un insolente dengue pedantesco, como “nuevo periodismo”; una crónica donde la presencia del redactor permanece en primer plano de toda la noticia. Solo que en Azorín no es su persona o su mirada o su olfato, sino todos sus sentidos; aquello que Azorín llamó su sinestesia, su hipersensibilidad, a la que nada escapa y a la que todo afecta, y que, por ende, nos sitúa durante su lectura en la circunstancia misma, pero queda, pulcra, cuidadosamente, como temiendo herirla.
Y si esa sutil pericia asoma bien asentada ya en los primeros artículos madrileños, qué decir de sus novelas de aquel tiempo: La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) o Las confesiones de un pequeño filósofo (1904); ¿no son con toda propiedad “autoficciones”, ese subgénero sobre el que tanto se ha pontificado engoladamente durante estos últimos años? Pero aún hay más; a partir de 1925, con Doña Inés —a mi parecer, la más hermosa novela feminista de nuestra literatura—, Azorín nos legará relatos donde rehúye la peripecia, al punto que su más permanente amigo, Pío Baroja, le espetó en mitad de su lectura: “¡primoroso, Pepe, pero aquí no pasa nada!”. Y pasar, claro que pasaba, pero la narración descansa sobre las puertas, los muebles, una visita de cumplido o un personaje callejero, mientras tan silenciosa como perceptiblemente palpamos en su lectura la sorda e injusta lacha que cerca a Inés. Y Azorín aún da un paso más con Suprarrealismo (1929), cuya trama es cómo emprender y urdir esa misma novela que estamos leyendo; o sea, las divagaciones y tanteos del escritor sobre los posibles protagonistas, sobre los marcos de la acción o sobre el clima que la va a envolver. Por no mencionar su teatro, calificado por él también como suprarrealista —o dicho de forma habitual: surrealista—, que tanto le inquietó por el despego demostrado por el público del momento.
Y sobre esto, España como asunto, asombro y arraigo; sentido empeño de esa generación que determinó y bautizó como del Noventaiocho, quizá con demasiada restricción al no incluir a los Menéndez Pidal, a los Ramón y Cajal o a los Américo Castro. En efecto; ningún cantón del país le es ajeno, y sobre este cuidado, morigera la sepultada herencia literaria con su utilísima tetralogía —Lecturas españolas (1912), Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914) y Al margen de los clásicos (1915)— nutriendo, con este rescate, de palabras y espíritu sus estampas castellanas: Ávila, Segovia, Toledo… Y tanto sus eminencias góticas como sus minucias aldeanas; y, por supuesto, La Mancha, con sus inabarcables viñas, sus sotos aislados y sus colinas parduzcas de vetustos olivos; una geografía que nos impele al rápido tránsito, cuando en Azorín, por su raso silencio, se torna instante meditativo, poético, voluptuoso, en un ejercicio vitalista sin aspavientos, que me atrevería a tildar —recuperando el genuino significado alemán— como el vero romanticismo español, contra aquel que dictan los manuales, el de Rivas o el de Espronceda, tan recreador del fantasmagórico y altisonante tópico importado.
Sin embargo; Azorín hoy no es leído, salvo por obligación escolar, y así le luce el pelo a nuestra raquítica literatura actual.