Para armarme contaba con las palabras demasiado parcas que le dedica Carlos Barral en sus Memorias (1973-88) y con la mucha admiración que le ha prodigado siempre Luis Alberto de Cuenca, disparidad de opiniones que despierta el interés de cualquiera, y que aumenta de súbito cuando se descubre la afición de Cirlot por el esoterismo, por la simbología -ahí está su muy aconsejable Diccionario de símbolos (1969)- o por lo medieval en tanto que legendario, tal como si fuese un prerrafaelista británico o un miembro de la Renaixença; eso sí, nacido con un retraso de más de medio siglo y, encima, dado a escribir en castellano. Como ven, Cirlot merece, aunque sea por veleidosa curiosidad, su atención; pero se me cruzó en el camino el fallecimiento de Helmut Berger.
De pronto, lo recordé encarnando aquel ángel caído de Confidencias (1974); ese film de Luchino Visconti que me conmueve porque como en muy pocas obras de arte -menos aún en películas- encuentro expuesto un dilema tan irresoluble como patético de la existencia humana. Es más; caí en la cuenta que muerto Visconti, recién iniciada nuestra transición; Silvana Mangano y Burt Lancaster, allá por los noventa, y la excepcional Suso Cecchi D'Amico hace poco más de una década, con Berger desaparecía el último del quinteto que había hecho posible ese prodigio, cuyo rotundo y hasta estremecedor sentido se aclara cuando se lo menciona con su título original: Gruppo di famiglia in un interno. Pero si alguien descuella entre ellos para la consecución de esta pieza admirable, esa es sin duda Susso Cecchi D'Amico; no solo por ser una magnífica guionista -había firmado libretos con los dos grandes del género en Italia: Cesare Zavattini y Ennio Flaiano, e incluso con Fellini cuando era solo eso, guionista- sino por hija de Emilio Cecchi, quien sostuvo, como poeta y crítico literario, una larguísima amistad con el personaje inspirador de la película: el insustituible para la cultura italiana del s. XX Mario Praz -por cierto, nos legó una obra sobre España traducida recientemente: Península pentagonal (1926)-. No obstante, el retrato del misántropo y exquisito profesor, por más certero que lo hubiese trazado Cecchi D'Amico y lo interpretase Burt Lancaster hasta el portento, durante el transcurso de la narración fílmica va alejándose de aquel gran filólogo y coleccionista de arte que fue Praz, para revelarnos cada vez más una etopeya casi póstuma del propio Visconti, sobreviviente de un derrame cerebral sufrido durante el rodaje anterior y dependiente, para completar esta filmación, como nunca antes de Cecchi D'Amico -no en balde llevaban trabajando juntos desde Bellisima (1951)-. Quizá por esta circunstancia agónica, Confidencias devenga, escena tras escena, en un sumario existencial de aquel gran creador de actores -básteme recordar a la Callas o a Marcello Mastroianni- y, ante todo, de quien fue el fundador del neorrealismo con Ossessione (1943), sobre un guion que le había entregado Jean Renoir -su introductor en el arte cinematográfico- a punto de partir para los EEUU, de la novela El cartero siempre llama dos veces (1934), de James M. Cain.
Claro que ya se imaginarán que el Visconti de Confidencias es muy otro del joven recién llegado de París, que iba a revolucionar el cine italiano con un neoverismo opuesto en todo a las fruslerías aparatosas propagadas por el cine fascista; el Visconti de Confidencias es ya un venerado maestro de la dinámica escénica, obsesionado en estos postreros años por un dilema de la existencia: elegir entre el arte -momento detenido de la belleza y, por consiguiente, objeto marchito en su sublime quietud- y el insolente y vital torrente que irrumpe por la puerta del palazzo de via Giulia con Helmut Berger y Silvana Mangano -Konrad y Bianca Brumonti en la ficción-, trastocando con su despótica relación adulterina todo aquel armónico retiro del profesor. Visconti, en Confidencias, lo resuelve de manera idéntica y a la vez inversa a la que dictó en La muerte en Venecia (1971): la vida, pese a su intolerable histrionismo y a su pringosa zafiedad, se impone deslumbrante como quería Nietzsche -a quien el profesor llega paradójicamente a citar como defensa de lo contrario: de su exquisito y sosegado encierro-; y no solo eso, el profesor cae enamorado de ese ventarrón obsceno que lo ha invadido de improviso y con los peores modos, al punto de considerarlo su anhelada -bien que en secreto- familia. El resto o quizá lo principal sea la delicadeza con que Visconti compuso cada encuadre para que cuánto se fuese a decir nos resultase mucho más estremecedor que las palabras pronunciadas, y estas, por la escritura de Cecchi D'Amico y de Enrico Medioli, no son sino venenosas cuchilladas.
Y, a punto de concluir estas líneas, miro cuánto hoy nos cerca hasta el atosigamiento, y me pregunto si este antiguo dilema perturba todavía a alguien.