No somos conscientes de ello, pero nuestros silencios edulcorados por emoticonos y fotografías expresan más que nunca la necesidad de la huida. De nuestro cuerpo. Del dolor. Del sufrimiento. De aquello que nos gustaría ser y no somos. En este sentido, John Keats, a principios del siglo XIX, ya nos planteaba en su obra poética el dilema entre aceptar el estado temporal o la esperanza de escapar de él. Sin embargo, la diferencia entre el antes y el ahora estriba que él lo hizo a través de la palabra. Palabra engendrada con el eco infinito de su transmisión a lo largo del tiempo. Palabra engendrada con la necesidad de ser libre e inmortal. Libre, palabra maldita que nos engaña y nos condena. En el siglo XIX, frente a esa inmutable realidad, Keats se alió con la imaginación para ponerse a salvo de la maldición de los tiempos que, en su caso, vino marcada por la temprana muerte de sus padres y de uno de sus hermanos por la tuberculosis, lo que le hizo transitar, aparte de por la senda del sufrimiento y el dolor, por la herrumbre de la pobreza, la dependencia y la falta de oportunidades. No obstante, muy pronto buscó refugio en la imaginación: «No estoy seguro de nada salvo de la pureza del corazón y de la verdad de la imaginación: lo que la imaginación toma como belleza debe ser cierto». Una imaginación que, como vemos fue en auxilio de la belleza, porque en este breve pensamiento se resume muy bien la utopía de la búsqueda de la belleza que el poeta británico enarboló a lo largo de su corta vida y su inconclusa obra. Un motor, el de la belleza, que nos lleva a aceptar la dureza del mundo real cuando va en busca de la plenitud del mundo soñado. De esa fusión nace la reivindicación del mito como arma con la que fundir sus versos en la legitimidad que el arte expresa en sí mismo para, de ese modo, llegar a esa ansiada perfección, en la que realidad y deseo llegan a ser uno: ¡Ah, por una vida de Sensaciones más que de Pensamientos!».
La capacidad de asombro que a día de hoy nos continúan expresando los sonetos y odas del poeta británico, no hacen sino afirmar el poder que tiene la literatura como viaje. Viaje vital e intelectual en el que, por ejemplo, podemos explorar la búsqueda de la verdad a través de la belleza. Como él nos dijo: «Algo bello es un goce eterno». Pues de ese éter poético. De esa pócima mágica reconvertida en la ensoñación de lo imposible. Y de esa fuente de la que mana la esperanza de llegar a conquistar el más allá, es de la que nos habla John Keats a lo largo de su corta, pero intensa obra poética. Un espacio en forma de edén literario que mueve el mundo de los ideales que confrontan al Hombre con la eterización de la naturaleza. Un «rapto espiritual» que surge de sus versos de una forma tan natural que logran alojarse para siempre en nuestras entrañas. De esos poemas que ejercen de láudano para el dolor es de donde surge la incontestable premura de reivindicar su obra en pleno siglo XXI, pues sus propuestas son una magnífica tabla de salvación a la que agarrarnos para hacer de nuestras vidas una amalgama de posibilidades que, desde las sensaciones, nos trasladen a una concepción del mundo más ética a través de la estética. Esa especie de niebla que tanto miedo nos da atravesarla, y esa falta de ritmo en el pensamiento que nos provoca la sociedad del aquí y ahora en la que vivimos, es el enjambre del que deberíamos de salir para llegar a vislumbrar la pureza que nos aguarda. Pureza lírica. Estética. Y de la pérdida de una identidad que nos aleja de la esencia por la que fuimos concebidos. La sustitución de la palabra que va en busca de la verdad -«La belleza es verdad, y la verdad belleza/ no hace falta saber más que esto en la tierra.», nos dijo el poeta-, en pos de la imagen enfangada en la mentira del postureo sin alma nos condena al abismo del olvido, pues todo es tan fugaz como el último de nuestros suspiros. Un póstumo aliento que nos dejará sin palabras. Sin la posibilidad de la poesía. Sin la pérdida de la identidad real y de convivencia con el misterio.