LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

"FERNANDO EL MAGNÍFICO"

Fernando Sánchez-Dragó
Álvaro Bermejo | Miércoles 19 de abril de 2023
La imagen de un rastafari labrado en piedra. El cuerpo en rombos que se traducen en plumas, los pies como garras de águila, el rostro de un salvaje. El presunto rastafari señala con su índice a un Cristo en majestad. Ambos ocupan el edículo septentrional de una ermita del siglo XI, la de Santa María de Siones, al norte de Burgos. Ese fue el último enigma que dejé en el mail de Fernando Sánchez-Dragó, dos días antes de que falleciera.


Él acababa de enviarme el borrador de su discurso de aceptación del Premio Castilla y León de las Letras, que hubiera sido mañana. Yo le respondí tentándole a resolver la significación de ese rastafari románico, digno de la España Mágica que nos fascinaba a los dos, la de los saberes secretos.

Nos conocimos ya ni recuerdo cuándo, allá por los '80. Nunca nos frecuentamos más que en torno a ese spin off esotérico que tenía como escenario sus Encuentros Eleusinos. Heterodoxos, peregrinos de la sagrada Eleusis rumbo al Himalaya de Castilfrío. Su casa, un palacio de gatos tibetanos. Su estudio, un Shangri-La, con su ataúd tendido frente al escritorio. Su patio, una hoguera de San Juan permanente.

Tras las sesiones, ponentes y oyentes compartíamos la gloria de tantas noches irrepetibles bajo las estrellas. Con Racionero, con Escohotado, con Aute, con Javi y Clara. Lejos de lo que pudiera imaginar quien no le conociese, Fernando, hombre de costumbres, siempre era el primero en retirarse. En cuanto a los demás, no había manera. Mirabas el fuego y cada pavesa era un pretexto para seguir hablando de cultos mistéricos y hongos sagrados, de la Atlántida interior y del Santo Grial solar, de Tartesos y Tubal, del Atum de los egipcios y el Aitor de los vascos.

Como acertadamente señaló Torrente Ballester al glosar su obra cumbre -Gárgoris y Habidis-, la nuestra ha sido siempre una historia de singularidades discordantes. La eterna historia, no de las dos, sino de las cien Españas, siempre en guerra consigo mismas. En vez de confiar a una junta de sabios cómo entendernos, entonces, como ahora, como siempre, lo resolvemos a cornadas. ¿Aceptaremos algún día un relato común, una magia común, una historia reconciliada, sin ver al otro como un enemigo, sin prejuzgar y condenar antes de conocer y comprender?

Tal vez aquel rastafari del siglo XI, el de santa María de Siones, tenga la respuesta. Te resuelvo el enigma, Fernando: no es un rastafari, sino los dos Juanes fundidos en uno. El cuerpo emplumado, un águila, el sello del Evangelista. La cabellera en rastas, como los "nazareos" del desierto, el sello del Bautista, anunciando al que viene a sucederle. Siglo XI y ya nos aventajaban en el arte de conciliar contradicciones.

Nadie las cultivaba más que Fernando, pocos las habrán resuelto mejor. También era un Don Juan en sus otras dos versiones, la de Zorrilla y la de Castaneda. Simultáneamente apocalíptico y apoteósico, enciclopédico y herético, devoto y disconforme, siempre discrepante, siempre sonriente, generoso hasta la prodigalidad, libérrimo hasta el final. El alma de la vida en la mirada, el mundo por montera y dentro, ¿qué? Justo aquello que guardan para sí los altos iniciados de Eleusis: Tu saber no vale nada si no es un saber de salvación.

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