Aunque la guerra de Ucrania pueda convertirse en cualquier momento en la más irreparable catástrofe sufrida por el género humano, observo con estupor la pasividad occidental para promover un provisional armisticio que, al menos, disipe el peligro y procure algún endeble sosiego entre los contendientes; es más, allá donde mire, tanto da que sea una venerable cabecera periodística o un respetable gobierno democrático, encuentro solo un velado empeño por alentar los combates, o lo que es lo mismo: por ver caído y descuartizado al gran oso ruso, olvidando que el ogro, al verse acorralado y al borde de la derrota, puede tener la tentación de pulsar el botón rojo; ¿o acaso alguno de nosotros ignora el viejo y grosero refrán de «para lo que me queda en el convento…?»
Y nada me consuela que desde el primer mes de esta ya mortífera invasión que acaba de cumplir un año y que ahora se pudre bajo los peores síntomas, Jürgen Habermas, una de las luminarias europeas, expresase idéntico parecer; ni que cada vez más amigos, en una comida o durante una conversación telefónica, convengan conmigo en que toda la civilización —y cuando digo la civilización, no me refiero a esta o aquella, sino a toda nuestra obra como especie y desde el Neolítico— se halle en este instante en vilo. Mientras y pese a considerarlos notablemente avezados en la Realpolitik, los directores de los grandes medios o esas talentosas autoridades europeas no exhiben el menor empeño por cuanto deberían considerar su principal y más perseverante cometido en este momento histórico: alcanzar una tregua por débil que sea; y luego, casi a trompicones, sentar a los contendientes y a quienes los azuzan desde la barrera —EEUU, sin ir más lejos— para unas largas y emborrascadas negociaciones de paz, en uno de esos lugares tediosos y muy adecuados para un apacible exilio, como son Ginebra o Lausana. Por contra, solo observo que se están acomodando —eso sí, emboscados bajo un severísimo gesto y tras la «más firme condena»— para asistir a una larga y purulenta guerra de desgaste, donde Rusia claudicaría por mera extenuación o porque cualquier victoria ya ni alcanzase para llamarse pírrica. Actitud de nuestros dirigentes que, sobre indignante, me parece además envuelta en esa casquivana frivolidad que ha conducido a los más colosales derrumbes de la historia.
Evidentemente, esta inflamación de frivolidad no debería de extrañarme cuando, en estos días, se nos cruza al paso a cada instante como si fuese el mejor y más acreditado distingo de la circunstancia. Por ejemplo; ¿cómo, si no de tal índole, se puede calificar la reciente intención de Puffin Books por corregir en los textos de Roald Dalh ciertas voces «ofensivas» para la infancia? Un expurgo al que, según parece, será sometida de seguido la serie de James Bond, de Ian Fleming, pues se conoce que el público adulto también es propenso a padecer un acceso de rubor durante la lectura de la palabra «negro» o «gorda» para designar a un personaje. Y si tales precauciones se toman con una literatura de género menor, como la de Dalh o de Fleming, imagínense qué podría sucederle, bajo el bisturí de estas susceptibilísimas mentes, a la gran literatura; por ejemplo, al impúdico y guasón Catulo, o a Marcial, o a Petronio, o al Arcipreste, o a Villon, y no digamos la criba que le aguardaría, en esas aprensivas manos, a nuestra irrenunciable picaresca; relatos todos, como su anticipador, el Decamerón (1351-3), que hieren deslenguadamente y con el más rijoso descaro a esa nueva y pudibunda preceptiva editorial, cuyos postulados y consecuencias se resumen para mí con un solo nombre: esterilidad.
Y aun siendo esta esterilidad de neta impronta anglosajona, no hemos podido escapar a ella; es más, se sienta en los bancos azules de nuestras cortes y con el más iracundo aspaviento condena a cuantos se atreven a reprocharle sus estúpidas maneras y sus bochornosos decretos, donde, sobre prodigarse contra nuestra lengua con todo tipo de anacolutos y las más extravagantes ortopedias, lo hacen también contra la Biología y, cualquier día de estos, contra las inmutables leyes de la Física. Además, con la aviesa soberbia de los antiguos inquisidores —fueran católicos o protestantes, que también los hubo—; solo que aquellos cerriles varones se fundaban en la enrevesada escolástica para ofuscamiento propio y confusión del reo, y estas ministras actuales, en la frivolidad y en las prisas por propalar una ocurrencia cazada al vuelo en ese viento pacato de lo «políticamente correcto»; ante cuanto me pregunto: ¿qué les impedirá no solo vedar a nuestros bachilleres el acercamiento, sino, en uno de sus desvaríos, enfrascarse en el retajo léxico y literario de nuestro Libro del buen amor (1343) o de La Celestina (1500-2) o de los jocundos cuentos de María Zayas, si con ello consiguen el agasajo de esos cenáculos de la «correcta» cretinidad? ¿O acaso no las vieron cómo se esponjaban durante aquel viaje a su (aparentemente) denostado Washington? Claro que la culpa no es tanto suya como de quién las consiente, y con el único fin constatable de continuar pavoneándose por el orbe como presidente del Gobierno.
Ah; pero en mitad de este carrusel de fatuidades, asoma Tito Berni, en calzoncillos y con gentil señorita de alquiler a su lado, para recordarnos que volvemos por donde solíamos, mientras al fondo se escucha la mellada carcajada de Lázaro de Tormes.