FIRMA INVITADA

EL LENGUAJE... ESE GRAVE PROBLEMA

Manuel Avilés Gómez
Manuel Avilés Gómez | Domingo 26 de febrero de 2023

Yo no soy lingüista. Solo sé algo de Filosofía, algo de Derecho Penal y Penitenciario y algo de Criminología. De lo demás, ni puta idea. He pasado, de manera demostrable, no tirándome el farol, cuarenta años en la cárcel y eso me da cierta autoridad para hablar de algunas cosas. El lenguaje – más como elemento de unión y de comunicación que de aislamiento- es esencial. Distingue al ser humano de otros animales que tienen algunas capacidades muy superiores a nosotros: la vista, el olfato, la sensibilidad, la velocidad, la resistencia, la capacidad de sobrevivir…



El lenguaje es preciso – o puede serlo, aunque algunos se empeñen en hacerlo vago, difuso, oscuro y pelmazo-. El lenguaje une y es un vehículo impagable e insustituible como modo de comunicación – aunque algunos se empecinen en lo contrario-. Cada pueblo tiene – o se obstina en tener- un lenguaje propio como seña de identidad, de ahí que en oposiciones a cirujano de cualquier especialidad cuente más una lengua - euskera, catalán, valenciano o mallorquín- que un doctorado en cirugía cerebral. Ya lo decía Peixoto – un etarra antiguo- “un pueblo, para construirse, necesita años y sangre”. O sea, años y años y una epopeya sangrienta con antepasados, reales o inventados, valientes, masacradores de enemigos y enarboladores de banderas que aglutinaran a sus fieles. Yo añadiría: también necesitan unas costumbres, unos usos y un lenguaje común. Vean, si no, como se empeñan las autonomías, en su afán de ser cada vez más distintas de los otros, en potenciar su lengua y hasta en inventársela – telefonoak o ambulantzia, como verán son términos de clarísima raíz euskerica, lo mismo que Gartzia o Bakero son apellidos claramente euskaldunes-. Es solo un ejemplo mínimo.

Como no soy lingüista, no me meteré en honduras ni en charcos que no son mi especialidad, pero desde que estudié COU, cuando se estudiaba, no como ahora que la bibliografía está ausente de la vida de los estudiantes y los chicos pasan las horas matando marcianos y sin dar golpe. Ya he oído a más de un profesor decir que ningún estudiante de primero de carrera, hoy, superaría un examen de los de hace treinta años. Bien cuando yo estudiaba COU, en Lengua española, eran autores de obligado conocimiento Ferdinand de Saussure y Noam Chomsky, ambos con sus diferencias esenciales pero ambos estructuralistas e innovadores del sistema. Creo recordar que, según estos dos, el lenguaje no es un postizo que se aprende para poder comunicarse, sino que el lenguaje es tan esencial al pensamiento hasta el punto de que lo determina. No se piensa y luego se habla, sino que el pensar y el hablar están intrínseca e indisolublemente unidos y se influyen uno al otro y viceversa.

La batalla por el lenguaje, hoy, es feroz. Hay, como fruto del empoderamiento femenino, una lucha denodada por incluir en cada frase giros y muletillas, a mi entender, innecesarios e incluso gilipollescos. Yo respeto y quiero a las mujeres. Son seres imprescindibles, bellos, inteligentes y – salvo la resistencia física para pruebas deportivas y atléticas- muy superiores a los hombres en todos los terrenos. Ahora bien, esa tontería del lenguaje inclusivo por la que se pelea fieramente desde unos años para acá, me parece superflua y añade poco a la valoración suprema que la mujer debe tener.

Ciudadanos y ciudadanas, niños y niñas, estudiantes y estudiantas, miembros y miembras de este grupo. No digo nada de la imbecilidad que intentan implantar: niños, niñas y niñes, palabro este último que no sé a quién describe. No entiendo ese empeño en feminizar palabras que describen perfectamente oficios de mujeres y de hombres. Una mujer puede ser cantante, no hace falta que sea “cantanta” como un hombre no necesita ser “periodisto”. Una mujer puede ser ardiente y estudiante e ignorante y un hombre también. Ardienta, estudiante e ignoranta, lo mismo que miembro, aunque lo diga una ministra, son patadas al diccionario. Pretendidas innovaciones del lenguaje inútiles. Un hombre puede ser dentista, futbolista, policía y masajista…y una mujer también sin intentar masculinizar esas actividades ridiculizándolas.

Dice la RAE que “la actual tendencia al desdoblamiento indiscriminado del sustantivo en su forma masculina y femenina va contra el principio general de economía del lenguaje y se funda en razones extralingüísticas, o sea razones que empujan determinados grupos de presión empoderados y grupas de presión empoderadas.

Hoy, el uso del lenguaje ha dado una vuelta de tuerca. Otra. Parece que este uso inclusivo, blandengue – como el hombre de El Fari, es genial ese video aunque no sea políticamente correcto- que pretende salirse de la realidad en pos de no se sabe bien qué principio ético, va a llevarnos a la ruina literaria, al modo de Fahrenheit el quemador de libros. Intento explicarme. Quieren reescribir los cuentos de Roald Dahl – leo en prensa, en El Mundo- “de manera que no haya acidez en ellos, que haya más mujeres y más negros en el paisaje, que los niños no se burlen los unos de los otros y que en vez de Kipling, oigan hablar de Jane Austin”. No veo donde está la nocividad del autor de “El libro de la selva” ni que se comiera a los niños crudos este inglés.

Hago un inciso a cuenta de Kipling. Los curas claretianos – todos me castigaron, todos me dieron hostias, pero ninguno me metió mano- en el año 65 nos hicieron scouts por decreto y leíamos a diario El libro de la selva con el niño y todos sus animales – Mowgli, Baghera, Baloo, Akela…- no guardo ningún trauma de aquella época salvo uno. Los curas montaron un campamento precario en el pantano de los Bermejales. Una manta era todo el equipo para dormir en el suelo y servía de colchón, almohada y abrigo nocturno. Estábamos organizados en patrullas – un modo de controlar porque unos se chivaban de otros y los jefes daban parte al cura de aquello que el cura no veía por sí mismo, que era muy poco. Aquel cura tenía el don de la ubicuidad. Ara Dios, estaba en todos los sitios, todo lo veía y me castigaba varias veces al día. Dios, de ahí mi agnosticismo irrecuperable. Las patrullas, como buenos scouts tenían nombre de animales: la mía, los panteras y así todos los demás, los gorilas, los tigres, los leones… Creo que fue un adelanto de mi estancia en la cárcel en donde panteras y tigres y toros he conocido a unos cuantos.

Un buen día - yo castigado como de costumbre- apareció un coche lleno de fascistas con pantalón corto, camisa azul y boina roja. Un espectáculo. Me enamoré de esos zapatos con suela gorda, los pantalones vueltos, la camisa con insignias y la boina doblada y metida en la hombrera. Un espectáculo inalcanzable para mí, en el sector pobre de aquel colegio, vestido con ropa de tercera o cuarta mano que proporcionaba el hermano sastre sin tener en cuenta la talla porque no íbamos a desfilar en ningún sitio. Se bajan aquellos inquisidores, nos forman y le dan la bronca al cura porque estábamos acampados sin permiso de nada ni de nadie y los scouts eran aún un movimiento casi apócrifo.

¿Cómo se llama su patrulla? -Preguntaba el camisa azul que parecía mandar más-. Mi patrulla se llama Los Panteras. ¿Y la tuya? – volvía a preguntar a otro, tan desgraciado como yo-. La mía Los Gorilas. Pues esto se ha terminado, porque esto no es ningún zoológico para ponernos nombres de animales. Ahí ven la peligrosidad de Rudyard Kipling y de Roald Dahl al que quieren reescribir. Todos – clama el fascista uniformado de la OJE- vamos a tener nombres de prohombres españoles. Eso me hizo ser casi único en el mundo: soy de los pocos españoles que entró en un campamento ilegal, organizado por los curas, llamándome Los Panteras y salí llamándome Lope de Vega. Fue un misterio casi religioso, una transustanciación: cambiar y seguir siendo el mismo.

El lenguaje es peligroso Pantera está mal y Lope de Vega, bien. Por eso, una mujer inmensa con la que pasaría con gusto quince días o media vida en el Cabo de Gata mirando al mediterráneo, el amor de mi vida, no tengo duda, me dice dolorida que hay jaleo y más, indignación global, con el intento de reescribir los libros de Roald Dahl buscando un lenguaje más inclusivo. Hay que ser gilipollas.

Edulcoramos la realidad, deformándola y ya no existen los gordos ni los enanos ni los feos – con esto último a mí también me han borrado del mapa-. Ahora hay personas enormes, pequeñas y para cambiar todo lo que ofenda hay que buscar a lectores sensibles. Yo creo que es una forma de engaño. Evidentemente hay que cuidar a los niños y hacerlos crecer en buenas condiciones, sintiéndose queridos y protegidos por sus padres, pero meterlos en un mundo de mentira, con algodones, es dejarlos a la intemperie el día de mañana. El mundo es una jungla, competitivo y brutal, no un cuento rosa.

Con estos parámetros nos cargamos, lógicamente, la literatura. Don Quijote no habría dicho: “…y que miente como un hideputa y mal nacido”, donde trata de la discreción de la hermosa Dorotea. Quevedo no habría escrito “érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa. El autor del Lazarillo no habría descrito la mala leche del ciego que pegaba al chaval. Si pintamos la vida color de rosa la hacemos falsa. Flaco favor a los niños y a los menos niños.

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