Cuando comenzaron a secuenciarse las reducciones de penas y las excarcelaciones de violadores, las ministras a las que hoy tanto les duele el alma seguían defendiendo la idoneidad de su ley. Ante la creciente alarma social la invariable respuesta de Igualdad era tildar a los jueces de prevaricadores fascistas. Más de quinientas reducciones de condena después, medio centenar de psicópatas criminales en la calle, sólo ahora reaccionan. ¿Por qué no antes? ¿Por no reconocer que su arrogancia era el anverso de su insolvencia? No, sólo por el miedo.
Hubo un tiempo en que el feminismo era la voz de las mujeres sin voz, las que carecían de visibilidad, las que padecían violencias sistémicas. Hubo un tiempo en que la Izquierda fue la punta de lanza de esta más que justificada reivindicación feminista. En veinte años todo ha cambiado. Cualquier movimiento social abriga pulsiones radicales. Hoy la radicalidad se ha erigido en la corriente mainstream del feminismo. Con una mano amordaza al verdaderamente progresista, el de las conquistas sociales. Con la otra detrás de la pancarta, ejerce un macartismo infame contra cualquiera que cuestione sus excesos, sus sinsentidos, su ceguera.
Hipocresía social, naufragio moral. Perversión de la ideología en demagogia. Perversión del feminismo en populismo. Un feminismo desquiciado, envenenado de fanatismo. Un feminismo de quinceañeras histéricas. Tanto más incompetentes, tanto más intransigentes. Tanto más necias, tanto más soberbias. ¿Asumir responsabilidades políticas? La superioridad moral de la Izquierda nunca dimite.
Tarde o temprano cualquiera de los depredadores sexuales excarcelados, no por Irene Montero, sino por la mayoría del Congreso de Diputados, volverá a perpetrar una atrocidad. Cada gota de sangre de cada nueva víctima caerá sobre todos y cada uno de ellos. Lo más obsceno es que no es eso lo que temen. Sólo que esa sangre llegue hasta las próximas elecciones.