Hace un par de sábados se cumplió un siglo y medio del advenimiento de la I República española, de quien ya dijo Castelar, en su discurso de proclamación, que nadie la traía, sino “todas las circunstancias”; y estas, encrespadas y fragorosas, se la llevaron por delante cuando no había cumplido todavía un año, para dejar a la nación bajo aquella dictadura de socorro de Paquito Serrano, el General Bonito, que al borde de los sesenta y cuatro años se hizo cargo del país y se metió a sofocar lo más urgente y cruento: la tercera carlistada. De modo que cuando Martínez Campos se pronunció en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, y repuso en el trono a la casa de Borbón; Serrano, enfrascado en la campaña de las vascongadas, casi lo saludó con alivio. Aquella España sin rey apenas había durado dos años.
Por eso, por su convulsa brevedad, los historiadores prefieren considerarla el singular bordón del llamado “Sexenio democrático”, que comenzó el 18 de septiembre de 1868, con la proclama del almirante Topete de ¡Viva España con honra! Seis años que, aun siendo una porción de tiempo escasa, no es menos resumidora de cuán adverso fue el siglo XIX para el país. Pues, como en tantas ocasiones de la Historia, todo dependió de un solo hombre: don Juan Prim y Prats, ante cuyo carácter enérgico, incluso temerario, y de una trayectoria intachablemente progresista, todas las voluntades de la nación, a gusto o a disgusto, se plegaban y, en consecuencia, llamado a sacar a España del funesto trance donde se hallaba —la insurrección cubana, la confabulación de los esclavistas, la venenosa enemistad de la Iglesia, la abrumadora deuda pública, las justas exigencias obreras, los indigestos consumos, el problema de las quintas, los fraudes durante la desamortización de Madoz…—. Sin embargo, Prim fue asesinado dos años y medio después del manifiesto de Topete; en ese instante, el país quedó fatalmente a la deriva.
Esta afirmación no me impide reconocer que había otras eminentes personalidades que jugaron sus bazas durante todo el periodo y, sobresalientemente, durante su bienio final, cuando se alumbró la fugaz I República: Sagasta, Ruiz Zorrilla, Echegaray, Cristino Martos, Nicolás María Rivero, los hermanos Salmerón, Manuel Becerra o el ya mencionado Castelar; y de la que muchos de ellos salieron escarmentados como su primer presidente, Estanislao Figueras, que espetó al consejo de ministros, justo antes de tomar de tapadillo el tren para París, que estaba “fins als collons de tots nosaltres”, o el mismo Pi y Margall, quien no solo fue también su presidente sino el propugnador de casi todas sus aspiraciones, y cuya atribulada decepción resume su triste final. U otros personajes que, sin presentar la significación y ejecutoria política de los anteriores, son certeros exponentes del momento, y que por sus vidas novelescas, sus ilusorias utopías y su entusiasmo por la barricada despiertan más mi curiosidad —y hasta mi maliciosa simpatía—, como Fernando Garrido, o Anselmo Lorenzo, o José María Orense, o Roque Barcia; o algunos estridentes estallidos durante los once meses republicanos que, aun saturados de crueldad, azuzan mi imaginación, como la “Revolta del petroli” de Alcoy o el arriscado cantón de Cartagena, con su bandera sangrante, sus asaltos de piratería sobre Alicante y Almería, y su Antonete Gálvez, aquel déspota visionario, de hechuras tan ibéricas y, a la vez, tan semejantes a las de los caudillos americanos del siglo, y que, como muchos de estos, acabaría encontrando, transcurrido un buen puñado de décadas, en Ramón J. Sender al sagaz novelista que plasmase, con Míster Witt en el cantón (1935), su descarriada peripecia.
Claro que si hay un verdadero fedatario de la época, no es otro que el entonces treintañero Pérez Galdós, testigo de las tumultuosas sesiones de aquel parlamento republicano, y empeñado con sus Episodios nacionales (1873-1912) en legarnos lo más valioso de la circunstancia: su espíritu; un espíritu que en su más brillante y renovador aliento impulsó a Giner de los Ríos a fundar su Institución Libre de Enseñanza o a Joaquín Costa a ensoñar otra política, severa y magnánima a la vez. Y qué duda cabe; un espíritu que, en su decepcionado revés, impregnó el alma de esa pléyade de hombres que nacieron durante su efervescencia: Sorolla, Unamuno, Ganivet, Casas, Granados, Valle-Inclán, Menéndez Pidal, Zuloaga, Baroja, Azorín, Machado, Falla… Infantes, entre los rescoldos de su fracaso, pugnaron después, desde el arte y la inteligencia, por reconstruir el orgullo nacional; aunque, a menudo, no pudiesen escapar de la descaecida nostalgia que les había impreso el naufragio de la I República o, si prefieren, del “Sexenio democrático”.
Por todos ellos, a quienes tanto debemos y para quienes tan sustancial fue la Niña Bonita, quiero celebrar su cumpleaños con estas líneas; más ahora, cuando nuestras autoridades promulgan memorias democráticas que desprecian —será porque burdamente los ignoran—tantos y tantos acontecimientos de este tenor que conforman nuestra nación. Y les animo a que rescaten aquel momento y a sus señeros personajes, seguro de que se sorprenderán con la mucha generosidad de la mayoría. Por mi parte; acabo de leer las páginas donde un joven visita emocionado en Sax al ya anciano y menesteroso expresidente don Emilio Castelar y, de seguido, otras, donde el mismo joven lleva a un amigo, a tres manzanas de mi casa, para ver al no menos postergado don Francisco Pi y Margall; el joven era Azorín; el amigo, Pío Baroja.