Una imagen, la de Juliette Binoche, que recibirá el Goya Internacional en la gala del próximo sábado. ¿Qué carta del tarot podría representarla? Me lo pregunto mientras celebro el centenario de Italo Calvino releyendo uno de sus libros, tan profético como los que integran su trilogía sobre ‘Nuestros Antepasados’.
En ‘El castillo de los destinos cruzados’ prefigura esa triple alegoría del hombre contemporáneo -entre demediado, rampante e inexistente- por medio de una baraja de tarot medieval. Si la Edad Media anticipó el imperio de la imagen, la nuestra se define por sus infinitas posibilidades combinatorias. Tal vez eso a lo que llamamos la realidad no sea más que un castillo de naipes cuyo sentido no descansa en quien lo levanta, sino en quien lo lee.
Como en el ‘Decameron’, todo comienza con un grupo diletantes atrapados en un castillo. Con una diferencia. Si los de Boccaccio se plantean pasar las horas no jugando, sino contando, los de Calvino descubren de pronto que no pueden hablar. Su única herramienta de comunicación es ese viejo tarot. Uno pone una carta sobre la mesa, los demás la interpretan, o la revocan, o la cruzan con otra. Su tarot se convierte en una cinta de Moebius, tan legible por su anverso como por su reverso.
Es así como sobre la mesa donde caen las cartas se va abriendo ese jardín borgiano en el que todos los senderos se bifurcan. El que soñó Raimundo Lulio en su ‘Ars Magna’: un sistema de círculos conceptuales susceptibles de rotar unos sobre otros, haciendo nacer ideas mecánicamente. Es decir, una cibernética combinatoria, en el siglo XIII.
Lejos de Celaya, que quería las cartas boca arriba, tanto más las muestra Calvino, tanto más nos escamotea su sentido. El narrador tiene algo del arcano de El Mago, algo de El Diablo o La Papisa. Algo de los tres, según quiera verlo ese ‘lector in fábula’ que vaticinó Umberto Eco, perdido en una selva oscura de imágenes irradiantes. ¿En cuántas nos miramos buscando qué? ¿Reconocernos, olvidarnos de nosotros mismos? Hoy Juliette Binoche, ¿mañana qué cien más?
Es el lector quien construye y deconstruye el laberinto. ¿Con qué intención lo ha diseñado su autor? Para perdernos, para errar buscando una salida. Un desafío, a fin de cuentas, sobre la maquinaria del poder. Aquel que consigue atravesarlo, en realidad lo destruye. Queda la sonrisa de Calvino, cien años tendiéndonos sus cartas para recordarnos que leer también es escribir. No se crea con la palabra, sino con la mirada.