Con el perfeccionamiento de los deepfakes —válganos como ejemplo, el popular anuncio de las cervezas Cruzcampo con una reproducción digital de Lola Flores, de quien, dicho sea de paso, este año se cumple su centenario— y la aplicación de estas figuras artificiales pero ya con una notable autonomía para desempeñar con solvencia un buen repertorio de tareas y servicios, más la inminente implantación del Metaverso como un mundo paralelo donde realizar una multitud de actividades —especialmente financieras—, no es disparatado suponer que muy pronto nos resultará indiscernible la realidad de lo virtual. Naturalmente; ante un acontecimiento tan capital, se suscitan algunas preguntas ineludibles: ¿qué papel jugará el hombre en esa realidad transida de simulaciones? ¿Cuál será su concepción del mundo?
Más allá de las ingeniosas pistas que nos ha ofrecido el cine con Blade Runner (1982), o Matrix (1999), o Her (2013), ambos fenómenos virtuales, los deepfakes y el Metaverso, se adivinan ya como distorsionadores —cuando no, desintegradores— de algo que se le antojaba al ser humano, desde sus más rudimentarios conocimientos, como el absoluto e indudable sustrato de su existencia: la realidad. Es más; para mesurar y dominar esa realidad, el hombre había empleado sus más brillantes ingenios y había constituido la ciencia y depurado su concepto fundamental: la certeza. Sin embargo; ahora, tal como vaticinó Martin Heidegger en su conferencia “La época de la imagen del Mundo”(1938) (incluida en Sendas perdidas [1950]), el hombre, envuelto por estos dos fenómenos —y otros muchos que surgirán de inmediato— productos de la tecnología, se verá inmerso progresivamente en un “mundo virtual”. Puesto que la tecnología, como constructora incesante de estas nuevas ficciones y de otras que aún ni se nos alcanzan, va relegando —o, quizá, sería más apropiado decir: disolviendo— la realidad.
Pero con ser grave este deterioro de la certeza sobre lo real, se nos presenta otra consecuencia paralela, que me atrevería a calificar de sobrecogedora: la inmersión de la humanidad en este “mundo virtual”, para su normal desenvolvimiento cotidiano, la aboca hacia un nuevo destino que ya le será ajeno porque todo pensamiento humano se hallará constreñido por los cauces que trace la innovación y la competencia tecnológica. Bástenos pensar que durante las cinco últimas décadas hemos asistido a la superación del ámbito fabril por la tecnología, para introducirse en la intimidad de los sujetos, obrando decisivos cambios en sus hábitos; incluso, adueñándose de ellos. No dejen de leer a este respecto Anestesiados (2021), de mi amigo Diego Hidalgo, donde detalladamente encontrarán los riesgos que acarrea para nuestra vida cotidiana y para nuestra capacidad de decisión la incorporación de estos nuevos artefactos en nuestro ámbito doméstico.
Por supuesto, cuanto acabo de escribir encierra un tono siniestramente apocalíptico, en el sentido que le dio Umberto Eco, pero no puedo dejar de recordar que hasta el s. XX, la entidad y el destino de la humanidad los habíamos hecho depender de nuestras concepciones metafísicas —anteriormente, claro es, de las religiosas— y, desde ellas y a través de sus derivaciones éticas, las habíamos aplicado, mejor o peor, a nuestro más palpable proceder por medio de la política y la legislación, confiando en que así avanzábamos correctamente hacia un porvenir netamente humano. Sin embargo, en los albores de la pasada centuria, Nietzsche proclamó la muerte de la Metafísica —literalmente: “de Dios”—, y Heidegger, luego, indagando sobre el vacío que dejaba tan supremo cadáver en la concepción del pensamiento y de la ciencia —al menos— de Occidente, creyó atisbar que tal hueco sería rellenado por la tecnología; es más, que esta, la tecnología, mutaría al mundo en una representación —o imagen— de sí mismo; operación que, como comprenderán, enturbia nuestra concepción de la realidad y, por tanto, la disuelve para nuestro conocimiento.
Esta conclusión que pudo parecer, cuando se explicitó en la mencionada conferencia de 1938, como un desvarío de aquel pensador —a menudo excesivamente críptico; lo que ha dificultado su comprensión—, resulta que ahora, ante el spot televisivo de una marca de cervezas, descubrimos que en absoluto era la elucubración de un lunático; es más, Martin Heidegger nos emerge como el profeta de esta época.
En suma; parece como si el hombre, tras abandonar la caverna platónica gracias a la tortuosa historia de la filosofía y a su correlato, el lento desarrollo de la ciencia, se dispusiese a regresar, veinticinco siglos después, a ella, para acomodarse a contemplar las sombras proyectadas en sus paredes. Y si esto fuese así; ¿no quedarían respondidas las dos cuestiones que les planteaba al comienzo de estas líneas?; a saber: ¿qué papel jugará el hombre en esa realidad transida de simulaciones? ¿Cuál será su concepción del mundo? Es decir; ¿la humanidad no volvería a convertirse en aquellos esclavos de la cueva que se embelesaban con fantasmagorías chinescas?
Por supuesto que pronosticarlo resulta una osadía por mi parte, porque la historia se complace con giros imprevistos y en el horizonte bullen conflictos demasiado trastornadores —el cambio climático, la irrupción desesperada de los emigrantes, la pujanza mundial de los gobiernos autoritarios, los descréditos internos de las democracias liberales…— para que no se produzca un vuelco repentino e insospechado en el actual curso de la civilización; de lo contrario, de proseguir tal cómo vamos —bajo la Globalización y su sostén, la tecnología—, parece consecuente que la realidad quede transpuesta por una fantasía y la libertad se torne en un bello y hasta, quizá, divertido simulacro.