FIRMA INVITADA

La Nacional como próvido socorro

La Biblioteca Nacional
Gastón Segura | Viernes 03 de febrero de 2023
Quizá les extrañe el título, pero así fue; durante algunos años de mi vida la Biblioteca Nacional se convirtió en mi socorro y hasta en el aliviador cobijo contra mis estrecheces. Era entonces su director Luis Alberto de Cuenca, a quien debo —aunque él ahora ni lo recuerde— el carnet de investigador que renuevo de tanto en tanto y que en aquellos días resultó el visado imprescindible para ganarme el sustento.


Acababan de proclamarme finalista absoluto del Premio Azorín con mi primera novela, Las calicatas por la Santa Librada, y tal noticia acendró mi decisión de consagrarme a la escritura por ardua y hasta menesterosa que se presentase la circunstancia; y a veces, lo fue y mucho; menos mal que siempre conté con firmes amigos que acudieron en mi auxilio.

Pues bien; en aquella encrucijada casi de cruzado que se prolongó más de lo deseable, me encontré, mientras tramaba las narraciones siguientes —alguna que otra, todavía inédita y también finalista de otro premio muy conocido—, enrolado en el sufrido y aleccionador gremio de los “negros”. La verdad; fue una bendición, porque aquella decena larga de títulos que escribí para editores y supuestos autores se descubrió al poco como el ineludible yunque donde hacer músculo prosístico; es decir, donde ensayar y domeñar la sintaxis hasta que alcanzase la ligereza y la claridad anheladas; aunque hoy, por extraño que les parezca, apenas si recuerdo más que retazos de esas obras, y menos, mucho menos, las conservo.

Muy al contrario, a menudo me sorprendo añorando aquellos momentos en la Nacional, sentado ante uno de los pupitres de su sala general, mientras aguardaba alguna monografía de donde, con suerte y astucia, extraería los datos precisos para componer aquellas páginas que, una vez concluidas, forzosamente me serían ajenas. Instantes de un luengo sosiego, envueltos por un silencio abacial, de repente truncado por el correr intempestivo de un sillón, o por una pertinaz y cascajosa tos, o hasta por el jovial bisbiseo de dos conocidos que se encontraban con sorpresa en alguna de sus esquinas, bajo aquella luz apacible y añeja de su cúpula, ribeteada por todos los escudos de las provincias de una España que cuando fueron pintados incluía aún territorios en ultramar, y sostenida por las cuatro larguísimas estanterías que forraban sus muros y sobre cuyas baldas se alineaban silentes, casi adustos, los voluminosos tomos de consulta. Y he aquí que, desmintiendo su primera e imponente severidad, fue en estos tomos donde se me alumbró, tras vencer una púdica cautela y poco a poco, un gozoso e insospechado entretenimiento.

En efecto; entre sus páginas, por lo común, más amplias que las de un volumen corriente, apuré aquellas ineludibles esperas en tanto no se encendiese el piloto de mi tablero, para indicarme que ya podía pasar por el mostrador a recoger los títulos que había solicitado.

Y así, sin otro propósito que ocupar aquellos ratos hueros, emprendía la lectura de un vetusto tesauro de santos, repleto de aconteceres extravagantes y hasta jocosos; o de los extensos y meticulosos artículos contenidos en la descomunal Historia de España (1927-2004), de Menéndez Pidal, o del repasar otras crónicas, como una del siempre suntuoso Bizancio, o de mi esclarecer en un diccionario especializado el significado de una voz desconocida y escuchada al vuelo… En fin, que cuando me habitué a llenar aquellas baldías esperas, recorriendo los largos anaqueles de la sala general, para escoger este o aquel tejuelo por satisfacer una curiosidad o por mero capricho, comencé a descubrir, aquí y allá, anécdotas y personajes de puro pasmo que, con el tiempo, sumaron un dislocado acerbo, que fue, y aún sigue siendo, solaz, y hasta consuelo de mis abulias.

Sin embargo, les confesaré que la Nacional no me era un lugar desconocido y cuya solariega solemnidad me abrumase; incluso, la transitaba con el desparpajo de un habitual, porque durante los dos años precedentes, tiempo que me ocupó la absorbente escritura de Las calicatas, la había visitado a diario provisto de una tarjeta que debía renovar quincenalmente para consultar en su hemeroteca desde abril de 1939 hasta junio de 1941, bienio durante el que transcurre mi cronicón; jornada tras jornada en el ABC; en ocasiones, completadas con algún cotejo en La Vanguardia (entonces su cabecera añadía lo de “Española”) o, tras una pesquisa muy concreta, en el Diario de Burgos o en el recientísimo BOE. Como quiera que todos estos periódicos no estaban conservados todavía en el nítido soporte digital, me enfrentaba a microfilms, y como supondrán, sus páginas me aparecían en la pantalla a la inversa; es decir, con el papel en negro y los textos y las fotografías en una gama de blanquecinos, según hubiese sido la calidad del estampado original.

Ahora, mientras lo recuerdo, se me antoja un ejercicio demoledor para las pupilas, pero mi entusiasmo de aquellos días apenas lo aquejaba; es más, las muchas, y por olvidadas que hoy sean, pequeñas noticias que reseñaban, me resultaban vívidos y estremecedores retratos de la España que estaba relatando, y claro es, me convirtieron estas lecturas en las más sugestivas de cuantas hubiese afrontado nunca. Les añadiré que en dónde más me detuve y con mayor provecho para revivir aquel hambriento y menesteroso país nuestro fue en los “anuncios por palabras”; encima, la brevedad precisa de sus compraventas resultaba tan ridiculizadora de la altisonante mendacidad de los titulares de sus secciones políticas que en más de una ocasión hube de morderme una carcajada.

En aquel tiempo, como todavía no estaba prohibido, se formaban tertulias de fumadores alrededor de las máquinas de café y de refrescos. Estos expendedores se hallaban en los amplios rincones de las crujías laterales acompañados por unos modestos bancos, bajo los altos ventanales a los grandes patios de luces. Allí, alrededor de estos artilugios, acudíamos algunos a echar el pitillo, y otros cuantos, a despejarse de una lectura que se les había vuelto abotargante. De esta manera tan pasajera como imprevista, se formaban coloquios chispeantes de agudezas y socarronería, de los que obtuve algunas extraordinarias amistades, como la de Luis Español, que en años posteriores publicará sus rescatadores estudios sobre Julián Juderías y sobre Clara Campoamor, o la de Antonio Escudero, quien me hizo una entrevista para la revista Raíces y que, contra pronóstico, se divulgó y se sigue divulgando entre las más peregrinas comunidades judías de habla hispana.

Hoy, Internet trae hasta la mesa de mi escritorio muchos de los datos que me son necesarios, para privarme, sin darme cuenta, de las visitas a la Nacional, por cercana que se halle de mi apartamento. Pero esta comodidad no me impide evocar, de cuando en cuando, aquellas horas en su gran salón, que se resumen para mí con una sola palabra: felicidad. Al cruzar su puerta dejaba traspuesta mi entonces asfixiada cotidianidad para sumergirme en la sedosa calma y en la estimulante intriga. Me hallaba ante cuantos conocimientos pudiera desear con solo rellenar un impreso, y aun de muchos, de muchísimos más; tantos que un enorme puñado de ellos me resultaba incomprensible. No conozco mayor disfrute y ni mejor manera de proclamarse humano que esta; siguiendo los preceptos de Aristóteles: ejercer con “el puño en la mejilla” de pequeño Kant, yo que, al fin y al cabo, no era entonces sino un escritor de alquiler. Por eso, al recordarlo, todavía me conmuevo, y tanto que mi memoria solo encuentra un par de momentos tan dichosos como estos en la Nacional: una estancia en Creta con una mujer a la que amé mucho y unas cuantas mañanas septembrinas ante una solitaria playa al sur de Naxos, contemplando el desvanecimiento de sus olas bajo un sauce, con un café en una mano y un cigarrillo en la otra, mientras las Cícladas emergían altivas y nebulosas sobre el horizonte.

Este artículo acaba de publicarlo nuestro colaborador Gastón Segura en la revista «Símile», del Colegio Oficial de Bibliotecarios y Documentalistas de la Comunidad Valenciana y lo publicamos por gentileza de su autor.

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