Seis siglos sumaba la Iglesia católica sin conocer una renuncia papal, hasta la de Benedicto XVI. Antes del papa alemán al menos siete papas declinaron la tiara, no siempre por voluntad propia. Allá por el año 1000, la muerte de Juan XVII a los pocos meses de abdicar sienta el primer precedente de las renuncias inquietantes. Cincuenta años después, la de Benedicto IX extiende la sombra de la simonía sobre su sucesor, Gregorio VI. Pero para glosas seculares, ninguna como el ‘Gran Rifiuto’ de Celestino V.
El benedictino Pietro Angeleri asciende a la sede vaticana en 1294 y la abandona cinco meses después para llevar la vida de un ermitaño. La pompa pontificia no iba con él, pero su sucesor, Bonifacio XIII, desconfiaba de su pureza y decidió encarcelarlo. ¿Qué temía? Que su aura de santidad lo convirtiera en un antipapa. Una fuga mediante y un nuevo encarcelamiento acaban con la vida de Celestino V, que muere en cautiverio, y no de manera natural, al año escaso. Cinco adelante es el propio Bonifacio quien sufre la ira de Felipe IV de Francia. Le exige que renuncie, él responde que preferiría morir, y su deseo se cumple a los tres días.
Dos imágenes sintetizan la vida de estos dos papas. En 1320 y en su Divina Comedia, Dante emplaza a Bonifacio en el octavo círculo de su Infierno y a Celestino a sus puertas. ¿Por qué? Porque su renuncia facilitó la elección de aquel Bonifacio, cuyas maquinaciones políticas forzaron el exilio del Dante.
Dos siglos después, Julio II, el papa que encomienda a Miguel Ángel la obra de la Capilla Sixtina, bendice la edición del célebre Liber Sextus. ¿Qué ilustra su cubierta? Un grabado en el que se ve a Bonifacio VIII abrazando a un zorro que arranca la tiara de la cabeza de Celestino V, y sobre la de éste, una paloma.
¿Sigue habiendo zorros en el Vaticano? Y palomas, ¿cuántas? Hubiera sido una buena pregunta para Juan Pablo I, pero falleció a los 33 días escasos de su elección, en 1978. Todavía no sabemos cómo, ni a ciencia cierta por qué.