El próximo 27 de mayo, si no lo impide cualquier percance, Henry Kissinger cumplirá cien años. Por supuesto, los veteranos editorialistas de las grandes cabeceras mundiales se anudarán el windsor doble para escribir con su prosa más circunspecta sendos artículos donde recordarnos las anécdotas más señaladas de este hombre tan determinante durante el último tercio del s. XX.
Aunque para esas fechas estaré más pendiente de otros dos centenarios que nos ofrecerá este año; en marzo, espero que los escenarios de París celebren jolgoriosamente el nacimiento de otro judío, también de origen alemán pero recriado en Limoges y, como Kissinger, combatiente —aunque con proezas de héroe— en la Segunda Guerra Mundial: el siempre admirable Marcel Marceau, y para diciembre, las óperas del mundo entero deberán vestirse de gala para conmemorar el natalicio de aquella leyenda quebradiza llamada Maria Callas.
Por contra, los centenarios patrios que este año nos trae son más bien luctuosos y de escasa o ninguna celebración, puesto que en abril hará doscientos años de la entrada de los Cien mil hijos de san Luis al mando del duque de Angulema y, como resultado, de la cruenta clausura del Trienio liberal —primer periodo netamente constitucional que vivió España—; mientras que en septiembre, se cumplirá un siglo del pronunciamiento del general Miguel Primo de Rivera en Barcelona, cuya consecuencia fue la abolición de la constitución más duradera que ha regido el país (desde 1876 hasta 1923), la de la Restauración o también llamada de Cánovas. Recuerden: aquella de los turnos, que si se instauró bajo el bonancible talante de la pacificación de la última guerra carlista y de la gresca de los cantones, acabó esclerótica y carcomida por los pucherazos caciquiles, por el feo hábito —por cierto, que todavía persiste— de imponer diputados cuneros y, ante todo, por la sangría de El Rif y la irrupción de un fenómeno político característico del s. XX y que ya fue incapaz de digerir: las masas.
No olviden que el diciembre anterior acababa de crearse, sobre el solar del imperio ruso, la Unión Soviética; suponía, con la victoria total de los bolcheviques, la conclusión de un periodo revolucionario —guerra civil incluida— que había durado un pavoroso quinquenio. Pero he aquí que, apenas dos meses antes, Mussolini y sus camisas negras habían ocupado el gobierno de Italia; por tanto, a finales de 1922 acababan de asentarse sobre un par de Estados los movimientos políticos, comunismo y fascismo —por demás antagónicos—, que convulsionarán Europa durante los siguientes cinco lustros; no obstante, ambos compartían una gran y novedosa peculiaridad en la historia política: sin las masas, resultaban inconcebibles.
Sobre este fenómeno y la otra alternativa que fomentó: el capitalismo norteamericano, desarrollado y fortalecido en y por la sociedad de masas; o sobre las muy sagaces consideraciones de aquella obra que rápidamente las ponderó como fenómeno social y aun existencial, La rebelión de las masas (1929), de Ortega y Gasset, me sorprendo —pese a mi rechazo por todo cuanto suene a esotérico— asaltado por un lúgubre presentimiento ante este fatídico guarismo para las constituciones españolas: el veintitrés. Quizá porque acabamos de iniciar su año de esta centuria con algunos partidos del parlamento dando por caduca la constitución actual y reclamando un nuevo periodo constituyente; en tanto, desde el otro lado de la cámara, los partidos de la facción liberal-conservadora se declaran sus más firmes adalides; de manera que nos hallamos sobre una pugna que, de enquistarse, pudiera acarrear muy graves y trastornadores efectos. Es más; durante los últimos meses y a consecuencia de algo tan nocivo para cualquier democracia representativa como es la presente injerencia de los partidos en la elección de los integrantes de los más altos organismos del poder judicial, el menoscabo de la autoridad de la llamada “carta magna” ha sido casi cotidiano. En fin, que alarmado por el tufo a maleficio de la fecha, esta perniciosa disputa parlamentaria no me augura sino lo peor; por lo que valdría la pena que nuestras autoridades —por más escépticas y hasta divertidas que se muestren— lo tengan en cuenta y sosieguen sus palabras y gestos no vaya a cumplirse la maldición por tercera vez.
Por otra parte, sostengo desde que advertí cómo el ordenador se convirtió en un artefacto doméstico y, más aún, desde que el smartphone transformó la actividad y hasta la intimidad de todo ciudadano, que nuestra sociedad exigía una constitución que considerase en toda su extensa y honda repercusión el advenimiento de la nueva era digital; circunstancia existencial inconcebible en 1978, cuando se promulgó la vigente. Al punto que se me antoja la actual administración española, disimuladamente federal bajo el nombre de autonomías, un estorbo para enfrentarse con la agilidad requerida a un mundo como el presente, donde se ha impuesto, al compás de la nueva era digital, la Globalización, cuyo inclemente imperativo es la competencia tecnológica tenaz y sin desmayo para cualquier nación que pretenda meramente mantener su bienestar.
Supongo que, en mitad de la zaragata política reinante, mis elucubraciones sobre el Estado no tendrán el menor eco, como porfío también en que el maléfico veintitrés no consume sus funestos precedentes, pero por si acaso me refugio en la lectura del sensual y a la vez elegiaco poemario Memoria (2022), de la cubana Laura Domingo Agüero; un consuelo bajo la lluvia como ella quiere e incluso bajo la sequía, como la que vivimos más a menudo de lo deseable.