Hace cien años, entre las 5 y 6:30 de la tarde, murió Marcel Proust, buscando el tiempo perdido, buscando esa extraña tribu de jóvenes que reían, bailaban, avanzaban por el camino cerca de la casa de su abuela, danzando con una felicidad que Proust no alcanzaría.
Hace cincuenta años salí en busca de mi pueblo, sabía que existía, más allá de las fronteras, más allá de mi imaginación, ese pueblo mítico al que deseo pertenecer.
Sin su permiso me he impregnado de sus dolores, de sus olores, de sus sueños, he intentado robarles su juventud y sus alegrías, su razón de ser.
He tratado de fijar en un verso ese torrente de vida, ese torrente de muerte.
He recorrido medio mundo en su busca, di vida a las frías estatuas que, polvorientas, cayéndose a pedazos, me pedían que las liberara del tormento de existir en la muerte, que les devolviera a la vida, o al menos a la memoria.
A veces encontré a mi gente, raros momentos que alimentan mi alma y mi escritura, a veces no supe mirar o me negaron la entrada --corríamos por tiempos paralelos, por vidas paralelas-- sentimientos, al menos los míos, en busca de un abrazo, de un segundo de humanidad.
A veces encontré la muerte que burlonamente me observaba.
Esa búsqueda me llevó a conocer los límites del horror, allí no estaba mi pueblo.
Hoy, cincuenta años más tarde sigo buscando mi razón de existir pisando las huellas dejadas por aquellos que amaron, danzaron, rieron, lloraron, esos que caminan por los caminos polvorientos, que cruzan la selva, que desafían las aguas tormentosas, esos que al darme la espalda me invitan a seguir buscando mi destino.
Ello es en parte hombre de américa.