Resultaría del todo ingrato comenzar este artículo sin expresar mi sincero reconocimiento a Miguel y a Aldo García, y por supuesto, a mi querida Pilar Eusamio, que alentaron a Drácena a convocar unas mesas-coloquio durante la semana pasada en su librería Antonio Machado del Círculo de Bellas Artes, de Madrid, donde he figurado desde aposentador hasta ponente anunciado en los carteles, o incluso de sustituto de socorro ante la imprevista ausencia del profesor Carlos Sandoval por un angustioso percance doméstico.
No obstante, los otros escogidos ponentes superaron con mucho cuanto se pretendía, bien fuera el jueves, los profesores Teodosio Fernández y Antonio Lorente, o el miércoles, el director de la Fundación Úslar Pietri, Néstor Ecarri, o hasta el lunes, el siempre afable y entusiasta Carlos Aganzo. Caso aparte fue la mesa del martes, que reunió a los novelistas Nacho Miquel y Azuar Romero, y al director de este digital, Javier Velasco Oliaga, donde imperó desde la primera palabra la humorada y la llaneza y, encima, abundó la concurrencia. Porque eso sí; de concurrencia, la justa; menos mal que el público las siguió por streaming en un número cuantioso para mi asombro; pero, qué quieren que les diga, me apena que hoy, en Madrid, ni Miguel Ángel Asturias, ni Arturo Úslar Pietri, ni Ciro Alegría, ni José María Arguedas, gigantes del relato en nuestra lengua, convoquen la curiosidad del común o, cuanto menos, de los aficionados y de los críticos por más anuncio que se ponga en la prensa; o dicho de un modo airado: así le luce el pelo a nuestra actual novelística.
Y para no abundar en el desengaño, les traigo una noticia casi luminosa: por fin, tras más de un lustro de investigaciones y una década desde su hallazgo por Jamie Klair, en el monasterio de Santa Catalina, al pie mismo del Sinaí, han desvelado, en el CNRS de París, parte del legendario mapa estelar de Hiparco de Nicea (190-aprox. 120 a. C.), oculto en la socapa de un palimpsesto. Y no es asunto menor en cuanto se atisba la grandeza del personaje: fundamento y modelo del gran Tolomeo (100 al 170 d. C.), que rigió nuestra astronomía hasta bien entrado el Renacimiento, como también prescriptor de la capital Geografía de Estrabón (63 a. C-24 d. C.).
Previo a este descubrimiento, solo conservábamos de esta eminencia su Comentario sobre los fenómenos de Eudoxo y Arato, larga glosa crítica al poema de Arato sobre la astronomía del anterior, Eudoxo de Cnido (390-337 a. C.), quien pasa por ser el primer astrónomo de nuestra historia al mesurar matemáticamente el firmamento y sostener la esfericidad como causa del movimiento de los cuerpos celestes. Aunque Hiparco, dos siglos posterior, fue más lejos y con tales aciertos que pasma. Por ejemplo, de Eudoxo tomó la longitud y la latitud para situar cualquier localización geográfica, a los que añadió dos conceptos capitales de su ingenio: el paralelo y el meridiano, cuya aplicación bajo los correspondientes cálculos permitieron fijar casi exactamente la ubicación de los lugares entonces conocidos. También le debemos algo tan común y útil como la división del día en veinticuatro horas de sesenta minutos, bien que esta observación suya no pudo usarse hasta la invención del reloj mecánico, acontecida dieciocho siglos después de su nacimiento. Pero además, elaboró la primera tabla trigonométrica, aunque existan fundadas pruebas de que tan complejo cálculo ya era empleado en Sumeria, sobre el 1.200 a. C. y que Hiparco, quizá, conociera o dispusiera de alguna noticia de estas dataciones mesopotámicas, incluso es posible que viajará hasta allá, pero lo cierto es que a Hiparco corresponde la tabla de “cuerdas” —hoy llamada de “senos”—, primer instrumento para la aplicación de la trigonometría. Y no contento con ello y siguiendo las indagaciones del enorme Aristarco de Samos (310-230 a. C.) fijó con asombrosa exactitud la distancia de la Tierra a la Luna, estimándola en treinta veces el diámetro terrestre; es decir, en los 384.000 kilómetros actuales, como también nos legó la duración del año en 365 días, 6 horas y 10 minutos, errando solo en 14 segundos de más.
Y contra este inconmensurable legado, de Hiparco de Nicea ignoramos cualquier dato biográfico salvo su origen bitinio —es decir, de la comarca vecina a la heroica Troya—, y que al parecer pasó sus últimos años en Rodas; el resto no son sino conjeturas, como esa de atribuirle una larga estancia en la biblioteca de Alejandría o aquella otra suposición de que viajase hasta Babilonia, para conocer su avanzada astronomía y su matemática. Por tanto, este descubrimiento del CNRS, que nos permite acercarnos a un texto de su propia mano: ni más ni menos que a su catálogo de estrellas, donde sabemos por Tolomeo que estableció ochocientas cincuenta, clasificadas en cuarenta y ocho constelaciones, y a las que midió, por sus variaciones luminosas, las distancias y el movimiento, y hasta barajó la posibilidad de su finitud —entonces algo revolucionario porque se las consideraba y se las siguió considerando durante centurias como inmutables—, se me antoja motivo de una emocionada celebración. Y me temo que, visto lo sucedido estos días atrás, en la librería Antonio Machado, con esos extraordinarios narradores de nuestra lengua, la develación de este fundamental texto de Hiparco de Nicea apenas suscitará unos cuantos artículos en las revistas especializadas, mientras su mención en la prensa general pasará sin despertar la menor curiosidad, y mucho menos, el merecido homenaje.