Nada más entrar en el Parador Nacional de Turismo de Guadalupe sorprende este verso de Cervantes impreso en la puerta de cristal que, desde la recepción, da paso a su patio principal.
Consultado sobre ello, el personal de recepción nos da cumplida información de la estancia de Cervantes en esta villa para depositar a los pies de Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe los grillos y cadenas de su cautiverio en Argel y darle gracias por su liberación. De inmediato lamentamos desconocer este hecho referido a la vida del Príncipe de los Ingenios Españoles y, ganados por la curiosidad, nos proponemos investigar este acontecimiento.
Decididos a documentarnos sobre este ignorado suceso, acudimos a las obras de relevantes y prestigiosos cervantistas, entre ellas a la “Gran enciclopedia cervantina” que dirigió Carlos Alvar Ezquerra, a la “Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra” de Astrana Marín, a las “Juventud… madurez… y plenitud… de Cervantes” de José Manuel Lucía Mejías, a la “Historia de las biografías de Miguel de Cervantes Saavedra” de Krzysztof Sliwa, a la “Vida de Miguel de Cervantes Saavedra” obra de 1819 de Martín Fernández de Navarrete (lo hacemos en la edición preparada en 2007 por Enrique Suárez Figaredo, socio de honor de la Sociedad Cervantina de Alcázar) y a la más reciente obra, “Cervantes”, del actual director de la Real Academia Española, Santiago Muñoz Machado. Pero grande es nuestra decepción cuando en ninguna de ellas encontramos la información esperada; ni una sola frase dedicada al referido suceso.
Señalado lo anterior, intentaremos trasladar a estas líneas lo que hemos visto y conocido en nuestra visita a la villa de Guadalupe; con la reiterada advertencia de no haber encontrado nada esclarecedor en las obras hasta ahora consultadas.
El origen histórico de La Puebla de Guadalupe y su monasterio está íntimamente ligado a la ermita construida, a finales del siglo XIII, por el pastor Gil Cordero cerca del lugar en donde milagrosamente encontró enterrada una talla de la Santísima Virgen María, mientras buscaba una vaca que se le había extraviado.
En 1340 el rey Alfonso XI encomendó la suerte de la importante y decisiva batalla del Salado a la protección de Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe, ya por entonces muy venerada; tras conseguir la victoria visitó el lugar en acción de gracias y decidió agrandar la pequeña iglesia que se había levantado junto a la primitiva ermita, para convertirla en santuario. En 1389 Juan I ordenó la ampliación del santuario elevándolo a la condición de monasterio, que entregó a la recién fundada Orden de San Jerónimo.
El monasterio creció y no tardó en ser uno de los más relevantes de la España cristiana; el prestigio y la autoridad que alcanzaron el monasterio y su prior fue enorme, hasta el punto de que el mismísimo Cervantes la pone de manifiesto cuando, al referirse a la calidad literaria de los libros, dice en su “Viaje del Parnaso” (1614) que:
“si un libro no es bueno en sí mismo, no se convertirá en bueno aunque esté dedicado al Prior de Guadalupe”.
Durante los siglos XV al XVII y buena parte del XVIII, el monasterio fue favorecido particularmente por el culto que rindieron a la Santísima Virgen de Guadalupe los titulares de la corona española, convirtiéndolo, independientemente de su imponente sentido religioso y devocional, en un gran centro artístico, cultural, científico, hospitalario, agropecuario y artesanal.
En 1835 el monasterio fue exclaustrado, los frailes jerónimos expulsados y la iglesia convertida en parroquia de la villa. En 1908, por Real Orden de Alfonso XIII, le es cedido a la Orden Franciscana que recupera parte de las antiguas instalaciones monásticas y las rehabilita, regentándolas en la actualidad.
La Santísima Virgen de Guadalupe fue proclamada Patrona de Extremadura en 1907, coronada Reina de la Hispanidad en 1928, y el monasterio y su templo declarados Patrimonio de la Humanidad en 1993.
El Real Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe pronto se convirtió en el destino favorito de los cautivos que, una vez liberados de las mazmorras que los apresaban, ya sean musulmanas o no, de la península o del norte de África, querían dar las gracias a la Santísima Virgen por haber recobrado su libertad, ofreciéndole sus grillos y cadenas y prometiendo trabajar durante un tiempo en las labores del monasterio.
Un claro ejemplo lo tenemos en el Canciller Pedro López de Ayala (1332–1407) quien, tras ser hecho prisionero en la batalla de Aljubarrota (1385), escribió gran parte de su obra “Rimado de Palacio” durante los dos largos años de cautiverio que pasó en Óbidos (Portugal). De ella extraemos la siguiente estrofa:
“Si de aquí tú me libras, siempre te loaré,
las tus casa muy santas, yo las visitaré,
Monserrat e Guadalupe, e allí te serviré,
alzando a ti las manos, muchas gracias te daré.”
Pero fue durante los siglos XVI y XVII, con la llegada masiva de cautivos liberados de la Berbería, cuando la costumbre de ofrecer a la Virgen de Guadalupe los grillos y las cadenas alcanzó su apogeo. Miguel de Cervantes, buen conocedor de esta tradición, le dedicó estas bellísimas palabras:
Esta cerámica es una de las cuatro que adornan el interior del templete levantado en los jardines del Parador Nacional. Las otras tres cerámicas contienen un segundo texto de Cervantes, lo veremos más adelante, otro de Luis de Góngora y un cuarto texto perteneciente al Dr. José de Valdivielso, censor oficial, gran amigo de Cervantes, quien aprobó una parte importante de la obra cervantina.
El Parador Nacional, notable ejemplar del arte mudéjar, reconstruido en 1965, está ubicado en los edificios que en el siglo XVI formaron parte del Colegio de Infantes o de Gramática y del Hospital de San Juan Bautista para peregrinos, hospital que también fue sede de una prestigiosa Escuela de Medicina y Cirugía.
Buscamos una razonada explicación que justifique la ausencia de referencias históricas de la posible visita de Cervantes a Guadalupe, ¿año 1580?, para postrarse ante su Virgen y ofrecerle sus cadenas, y la hallamos en el libro “Guadalupe. Arte, Historia y Devoción Mariana” (Ediciones Estudium, Madrid, 1964) del religioso franciscano fray Arturo Álvarez Álvarez, archivero del monasterio, que en el capítulo XXIV dice: “No vino nuestro literato al santuario extremeño con la pompa de reyes, príncipes o conquistadores; y por ello su presencia apenas fue apercibida por los historiógrafos del ilustre cenobio, entre tantos peregrinos que recibían hospedaje gratuito tres días, como obligada limosna”.
Una primera aproximación de Cervantes a la Virgen de Guadalupe es probable que la encontremos en la obra “Comedia de la Soberana Virgen de Guadalupe y sus milagros y grandezas de España”; obra teatral anónima, literariamente poco significativa, pero que con más o menos fundamento ha sido atribuida por algunos investigadores a Miguel de Cervantes.
Parece ser que en el año 1594 la comisión de fiestas del Corpus de Sevilla acordó premiar el mejor texto que se presentase para los “Autos Sacramentales” de ese año. Al certamen se presentaron cuatro obras y la comisión premió a dos de ellas, “El grado de Cristo”, de Juan Suárez del Águila, y “Santa María Egipcíaca”, de Alonso Díaz; es posible que, al no ser premiada su obra, tampoco quiso Cervantes que apareciera como suya y por eso no la firmó nunca, dejándola en el anonimato.
Esta obra, con licencia para imprimir de 1598 a favor de María Ramírez, fue publicada en Sevilla en 1617 por Bartolomé Gómez de Pastrana, aunque es probable que se hicieran ediciones anteriores en 1605 y 1615. En ella queda bien patente la devoción de su autor, sea o no sea Cervantes, por la Virgen de Guadalupe.
El cervantista y académico José María Asensio Toledo (1829 -1905) en su obra “Teatro español anterior a Lope de Vega. Comedia de Nuestra Señora de Guadalupe” (Sevilla, 1868), defiende que Cervantes escribió esta obra durante su cautiverio en Argel para representarla en los baños con otros cautivos.
Pero en donde vemos los más importantes vínculos de Cervantes con Guadalupe, y en donde se basa esta histórica villa para defender su estancia en ella, es en su obra póstuma “Los trabajos de Persiles y Sigismunda” (Madrid, 1617). En su libro tercero, se narra el viaje que desde Lisboa emprendieron los príncipes nórdicos Periandro y Auristela (Persiles y Sigismunda) en su peregrinación hacia Roma, pasando por Guadalupe, y el encuentro que tuvieron, antes de llegar a su afamado monasterio, con la bella Feliciana de la Voz.
El capítulo quinto del libro tercero comienza así:
“Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse; pero allí llegó la admiración a su punto, cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus prisiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias”.
“De tal manera hicieron aprehensión estos milagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos, que volvieron los ojos a todas las partes del templo, y les parecía ver venir por el aire volando los cautivos envueltos en sus cadenas a colgarlas de las santas murallas, y a los enfermos arrastrar las muletas, y a los muertos mortajas, buscando lugar donde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían: tan grande es la suma que las paredes ocupan”.
Eran tantos los grillos y cadenas que colgaban de sus muros que los monjes debían fundirlos a menudo en los martinetes del monasterio, y de esta forma liberar espacio para poder colocar nuevos exvotos. Con la venta de las herramientas, rejas o aperos de labranza que forjaban, obtenían importantes sumas de dinero que entregaban para la redención de otros cautivos.
Ya en el siglo XV el alemán Gabriel de Tetzel en la crónica del viaje que hizo por España dice al describir la iglesia del monasterio:
“Durante todo el año hay una continua y grande peregrinación, y se ven allí, en la iglesia, muchos hierros que han llevado los cristianos cautivos de los moros… y cuando se ven libres vienen en peregrinación a visitar a esta Santa Virgen. Figuróseme que el hierro traído aquí por los cautivos no podrá ser trasportado ni por doscientos carros”.
En este mismo capítulo del Persiles seguimos leyendo que una vez llegaron al monasterio, y ya en el interior de su templo, Periandro, Auristela, sus compañeros peregrinos y Feliciana de la Voz:
“…no se hartaban de mirar lo que veían, ni de admirar lo que imaginaban; y así, con devotas y cristianas muestra, hincados de rodillas, se pusieron a adorar a Dios Sacramentado y a suplicar a su Santísima Madre, que en crédito y honra de aquella imagen, fuese servida de mirar por ellos. Pero lo que más es de ponderar fue que, puesta de hinojos y las manos puestas junto al pecho, la hermosa Feliciana de la Voz, lloviendo tiernas lágrimas, con sosegado semblante, sin mover los labios ni hacer otra demostración ni movimiento que diese señal de ser viva criatura, soltó la voz a los vientos, y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria, los cuales dio después por escrito, con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban…”
En las doce octavas reales, que Feliciana de la Voz cantó ante la Santísima Virgen de Guadalupe, Cervantes plasmó toda la admiración, devoción y respeto que el santo lugar le causaba.
De entre ellas reproducimos la primera, la cuarta y la quinta:
Antes que de la mente eterna fuera
saliesen los espíritus alados,
y antes que la veloz o tarda esfera
tuviese movimientos señalados,
y antes que aquella oscuridad primera
los cabellos del sol viese dorados,
fabricó para sí Dios una casa
de santísima, limpia y pura masa.
Adornan este alcázar soberano
profundos pozos, perenales fuentes,
huertos cerrados, cuyo fruto sano
es bendición y gloria de las gentes;
están a la siniestra y diestra mano
cipreses altos, palmas eminentes,
altos cedros, clarísimos espejos
que dan lumbre de gracia cerca y lejos.
El cinamomo, el plátano y la rosa
de Hiericó, se halla en sus jardines,
con aquella color, y aún más hermosa,
de los más abrasados querubines.
Del pecado la sombra tenebrosa,
ni llega, ni se asoma a sus confines;
todo es luz, todo es gloria, todo es cielo,
este edificio que hoy se muestra al suelo.
En esta cerámica, situada en el interior del mencionado templete de los jardines del Parador Nacional, se reproduce la cuarta estancia que entonó Feliciana de la Voz ante la Virgen de Guadalupe.
En el capítulo sexto leemos:
“Cuatro días estuvieron los peregrinos en Guadalupe en los cuales comenzaron a ver las grandezas de aquel santo monasterio. Digo comenzaron, porque de acabarlas de ver es imposible. Desde allí se fueron a Trujillo adonde asimismo fueron agasajados de los dos nobles caballeros Don Francisco Pizarro y Don Juan de Orellana, y allí de nuevo refirieron el suceso de Feliciana, y ponderaron, al par de su voz, su discreción y el buen proceder de su hermano y de su padre…”.
No pocos cervantistas piensan que esta parte del viaje que emprendieron Periandro y Auristela tiene un cierto paralelismo con el que, en 1582, hizo el propio Cervantes desde Portugal a Madrid, pasando por Badajoz, Guadalupe, Trujillo y Talavera. En Trujillo, Cervantes visitó a su gran amigo Don Juan Pizarro de Orellana, que en el Persiles y Sigismunda aparece desdoblado en dos personajes: Don Francisco Pizarro y Don Juan de Orellana, los mismos protagonistas que, frente a la fachada del monasterio, mediaron y consiguieron la reconciliación de Feliciana de la Voz con su hermano y con su padre.
Y puesto que nos hemos referido, básicamente, a “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”, y de pasada a la feliz coincidencia de encontrar en el templete del Parador, junto a los de Cervantes, un verso del Dr. José de Valdivielso, no nos resistimos a reproducir la aprobación que dio de esta obra, en función de su cargo de censor oficial, meses después de la muerte de Cervantes, acaecida el 22 de abril de 1616:
“Por mandato de Vuestra Alteza, he visto el libro de los trabajos de Persiles y Sigismunda, de Miguel de Cervantes Saavedra, ilustre hijo de nuestra nación… y no hallo en él otra cosa contra nuestra Fe Católica y buenas costumbres, antes muchas de honesta y apacible recreación y por él se podría decir lo que San Jerónimo dijo de Orígenes: como en todas las cosas en esto se superó Orígenes a sí mismo; pues de cuantos nos dejó escritos, ninguno es más ingenioso, más culto, ni más entretenido; en fin, cisne de su buena vejez, casi entre los aprietos de la muerte, contó este parto de su venerado ingenio”.
“Es mi parecer… en Madrid a 9 de septiembre de 1616”.
Pero volvamos a Guadalupe. Otro singular edificio de la villa, digno de mencionar, es la ermita de El Humilladero, siglo XV, reconstruida en 1985, de estilo gótico-mudéjar. Está situada a la izquierda del Camino Real de Madrid, el más importante y transitado de los veintitrés que formaban la histórica “Red de Caminos de Guadalupe”. Se levanta a unos tres kilómetros de la villa, y es desde donde los peregrinos que llegaban a Guadalupe divisaban por primera vez el conjunto monástico y allí, hincados de rodillas, se humillaban y agradecían a la Santísima Virgen la protección que les había brindado a lo largo del camino recorrido.
Una antigua tradición guadalupina dice: “Desde este humilladero vieron por primera vez el monasterio muchos peregrinos, entre los que estuvo Miguel de Cervantes después de haber sido liberado de su cautiverio, para ofrecer sus grillos y cadenas a la Virgen de Guadalupe”.
Sea como fuere, reales o imaginados algunos de estos sucesos, justificadas o infundadas estas tradiciones, histórica o cuestionada la ofrenda en primera persona de sus grillos y cadenas a la Santísima Virgen, lo innegable es que La Puebla de Guadalupe tiene una bella y cautivadora relación con Miguel de Cervantes que merece ser aplaudida, respetada y ampliamente divulgada. No en vano la placa in memóriam colocada en los soportales del antiguo Ayuntamiento resume magistralmente el sentimiento de sus habitantes:
“Al venir a redimirse a los pies de la Virgen Santísima, después de su cautiverio en Argel y ofrecerle sus cadenas, inmortalizó esta histórica villa de Guadalupe”
Manuel Rubio Morano
Sociedad Cervantina