Tanto se puede decir de Gredos y tanto se ha dicho. Es inabarcable, y aunque me despeñe voy a adentrarme por el Espinazo de Castilla o las Cimas del silencio, como las llamó don Miguel de Unamuno, y a compartir con ustedes algunas pinceladas de su historia, eventos y personajes que han dejado su huella.
Los primeros habitantes fueron los vettones, un pueblo guerrero y ganadero que adoraba a los verracos, grandes toros o cerdos de piedra. De hecho, en los Toros de Guisando acaba o empieza, según se mire, la Sierra de Gredos. Y quizás este grandioso monumento anuncie la penetración en otro mundo.
Después, los romanos vencieron a los vettones e impusieron su forma de vida. El testigo es la calzada del Puerto del Pico, usada para comunicar y transportar mercancía desde Zaragoza, Ávila… a Emérita Augusta u otras partes de Extremadura y Toledo.
Por Gredos llegaron las invasiones árabes. El gran guerrero Almanzor, que ya había demostrado su coraje con los hombres, quiso probarlo con los feroces monstruos que, según las leyendas, habitaban en la Laguna Grande. Almanzor no oyó rechinar de dientes ni alaridos de bestias, en el silencio de la noche, se le apareció una doncella vestida de blanco que le comunicó un secreto, y este fue el monstruo más horrendo al que se tuvo que enfrentar: la decisión de matar a su propio hijo, el cual se había aliado con nobles castellanos. Allí pronunció la sentencia. Al lado de Almanzor, los monstruos de la laguna parecieron fantasía. El poder se le subió tanto a la cabeza que puso su nombre al pico más alto.
No todo fueron guerreros. Estas tierras vieron nacer al Pacificador, Pedro de la Gasca, que puso orden entre los pizarristas y los realistas, allá por las Américas.
La Inquisición penetró hasta el Ameal de Pablo, pico que, según la leyenda, fue obra de brujería y no de geología.
Gredos presenció la marcha del emperador Carlos V hacia su retiro en Yuste. También alojó a bandoleros como Pedro Piñero, más conocido como el Maragato, en una cueva cerca de la calzada, y desde donde atacaba a todo el que errara por esos andurriales. Gredos tuvo su eremita: San Pedro del Barco; y, por supuesto, acogió a un gran héroe: Juan Martín Diez, el famoso Empecinado, quien organizó varias guerrillas contra las tropas francesas de Napoleón, aunque nunca se premió su valía y fue condenado a la horca por Fernando VII, el rey que España tanto había deseado.
En el siglo XX, al rey Alfonso XIII le gustaban mucho estos parajes para cazar, pero se ubicaban lejos de la corte. Necesitaba un sitio donde pernoctar y seguir viviendo como un rey. No se iba a alojar en un chozo de pastor con techumbre de piorno y luz de candil. Así se inauguró en Navarredonda, en 1928, un hermoso parador con tejados de pizarra al estilo francés, lujosas lámparas y unas vistas impresionantes. Además de las monterías, al rey le gustaba poner cuernos y quiso despistar a su esposa, Victoria Eugenia de Battenberg poniendo su nombre a las cabras autóctonas: Pirenaica Victoriae.
Gredos fue testigo de la Guerra Civil, posteriormente refugio de maquis perseguidos y víctima del gusto cinegético de Franco.
El Parador tuvo que aguantar algunas frivolidades, pero aquí se gestó uno de los documentos más importantes de la historia de España: la ansiada Constitución después de la larga dictadura.
Gredos no solo tiene cabras con una cornamenta imponente, posee mariposas únicas, ranas peculiares, sapos extraños, salamandras, milanos, buitres, águilas…Sobre todo esconde, como a una lagartija entre sus riscos, a la caprichosa inspiración. La camufla con el color de la piedra, pero aun así algunos escritores la han encontrado: el estadounidense Ernest Hemingway ubicó aquí «Por quién doblan las campanas»; el austriaco Peter Handke, «La pérdida de la imagen o por la Sierra de Gredos»; Camilo José Cela, «Judíos, moros y Cristianos». Y los tres fueron premios Nobel. Es tierra de sabios.
Don Ramón Menéndez Pidal recogió romances recitados por unos pastores en el Callejón de los Lobos, acompañado de su amigo Claudio Sánchez Albornoz.
Y cuentan que cuando Blasco Ibáñez estaba enseñando los Campos Elíseos en París a su amigo Unamuno y le preguntó si había visto algo más hermoso, don Miguel respondió sin dudar: «¡Sí, Gredos!».