FIRMA INVITADA

Palmira, un supurante ejemplo

Palmira
Gastón Segura | Lunes 05 de septiembre de 2022

Ojeando los periódicos me sorprende la mención al último Boletín del Museo Arqueológico Nacional, donde la historiadora Marta Arcos García ha publicado, siguiendo con su anterior y muy extenso trabajo Patrimonio en Guerra (2017), un artículo titulado “Palmira 2011-2021. Diez años de destrucción en el reino de Zenobia”.



En dieciséis páginas, este texto detalla los sucesivos estragos sufridos por ese lugar esplendoroso que fue Palmira; es más, se remata con los que sigue y seguirá soportando porque, según testimonia Arcos, partes del yacimiento, por la inmunidad que le brinda su catalogación de Patrimonio de la Humanidad, están siendo utilizados como polvorín por las unidades militares regulares e irregulares que combaten en la zona y, no solo eso y todavía más alarmante: muchas de las magníficas ruinas que aún quedan en pie, se hallan minadas con explosivos trampa, colocados por el ISIS, cuya exoneración —como ustedes supondrán— implica años de trabajo por equipos especializados, previos no solo a cualquier tarea arqueológica sino a la mera restauración —si es posible— de cuanto ha sido destruido.

Apenas supe que los fanáticos guerrilleros del Califato de Levante —hoy, por fortuna, casi extinto— ocuparon el veinte de mayo de 2015 la legendaria ciudad sufrí una punzada de estupor; para entonces no solo habíamos contemplado la voladura de los budas de Bamiyán por los talibán, sino la iracunda saña con que se emplearon estos mismos muyahidín contra las ruinas de Nínive y las figuras del anejo museo de Mosul. Nada bueno podía aguardarle aquel emocionante e inmenso paraje; en fin, que lo de menos era el expolio de su museo y la extracción furtiva de piezas de la ciudad y de sus admirables cementerios, sino temer lo que sucedió a partir del cuatro de agosto de ese año: la voladura del templo de Baalshamin (s. II d. C.), del arco del triunfo de Septimio Severo (s. II d. C.) que abría su célebre columnata, del imponente y esbeltísimo tetrapylom que la promediaba y del colosal templo de Bel (s. I d. C.), edificado ante la ciudad, sobre un leve altozano, y contra el que debieron emplear treinta toneladas de explosivo hasta reducirlo a piedras informes.

Y sentí tal espanto al ver las detonaciones por la televisión, que hasta este artículo de Marta Arcos no he querido saber nada del hórrido estropicio, pues atravesé hace años el gentil decumano de esta ciudad, flanqueado con sus columnas inscritas, y sobre todo, me estremecí al pisar el sancta sanctorum de Bel, donde contemplé en su bóveda septentrional al dios, en forma de águila, ascendiendo hasta los siete astros —los mismos que ilumina la menorá hebrea—, sobre una gran pila celebrativa, y en cuyo lado contrario, al meridión, se alzaba otro altar sobre una breve escalinata. Los muros de aquella estancia tan sagrada como vedada salvo para los sacerdotes, a espaldas del gran ara sacrifical, se cubrían de frisos retratando la llegada de los caravaneros con sus graciosos dromedarios, porque Palmira —o Tamar; palmera en arameo, por su gigantesco palmeral, del que aún se conserva una buena porción— era el gran oasis de la llanura Siria, donde abrevaron durante aquellos cruciales dos milenios previos a nuestra era todos los comerciantes que, desde Mesopotamia, se dirigían hacia los puertos púnicos del Mediterráneo. Es más; desde esta gran cella, al orto de su extenso patio, guardado por enormes muros, donde aún se atisbaban incrustadas las peanas para las estatuas votivas y a la vista de los pasajes subterráneos por donde discurrieron las reses para los holocaustos propiciatorios, no pude sino evocar, como nunca antes, por la semejanza de sus hechuras, el templo de Jerusalén de Herodes el Grande; y hoy, todo ello, ya es nada.

Resulta ocioso que les exprese cuánto de nuestro nos arrebataron aquellas infaustas detonaciones. Y no obstante, ese colérico y ensoberbecido gesto de borrar cualquier pasado no es nuevo, ni puede atribuirse solo a algunas sectas islámicas, porque no hace tanto lo vivimos en Camboya con el Jemer Rojo, cuando decretó el “año cero”, extremando los postulados de la Revolución Cultural china, o lo experimentamos con la destrucción de las sinagogas y de los cementerios judíos tras la Kristallnacht en la enfervorecida Alemania nazi, y tantas veces antes, cuando un imperio ocupó otra civilización que le era del todo ajena, y de esto, los españoles tampoco libramos; nos basta recordar lo acontecido en Tenochtitlan o en el Cuzco. Es, pues, una pulsión frecuente, y salvo en pueblos como los romanos, que solían incorporar otros panteones para que les fuesen también benéficos, la actitud habitual a lo largo de la Historia —con singular propensión y para nuestro pesar entre las religiones monoteístas o incluso las ideologías totalitarias del Siglo Veinte— ha consistido en la devastación hasta las cenizas de cualquier culto anterior o extraño.

Por esa razón, por ser una peligrosa tendencia atávica, conviene estar siempre vigilante a sus más mínimos resabios; ¿o acaso la postergación que han sufrido el Latín y el Griego en los sucesivos planes de estudio o las tergiversaciones a las que determinadas autonomías han sometido a la Historia no exhalan este mismo pernicioso aliento? Es más; ¿no lo emite también esa censura general que, bajo el bondadoso pretexto de la “perspectiva de género”, pretende raquitizar el conocimiento impartido en nuestras escuelas? Y es que cuando el poder se inmiscuye en el saber, este resulta herido si no, fatalmente pisoteado; ejemplos nos sobran.

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