Según noticias, este año, la reposición en el Festival de Bayreuth de la tetralogía El anillo del Nibelungo (El oro del Rin, La valquiria, Sigfrido y El ocaso de los dioses, estrenada en su integridad, allí mismo en 1876) ha sido un absoluto desastre en su faceta dramática y atrezzo; en cuanto a la musical, ha ido transcurriendo, conocidas las colosales dificultades que presenta cada una de las piezas, con una discreta dignidad.
Y aunque no deje de lamentarlo, no me sorprende el fracaso del director escénico, Valentin Schwarz, pues era previsible con esa petulancia, tan habitual —si no es ya obligada— en las representaciones operísticas, de “disfrazar” la circunstancia donde transcurre la acción dramática con grotescos vestuarios y escenografías de un simbolismo enrevesado cuando no, y por contradecir radicalmente el estilo de propuestas anteriores, de una chusca pobretería. Y más aún, en Bayreuth donde era célebre la competición constante —me atrevería a calificarla de desenfrenada— de los sucesivos directores dramáticos por presentar la recreación wagneriana de la remota mitología germánica, con tan histriónica originalidad que el público quedase pasmado. Por supuesto, a este ejercicio de irritante egolatría, le importaba un bledo que por el camino se extraviase ese halo primitivo y a la vez prodigioso que debe exhalar todo mito y sin el cual resulta inconcebible.
Añadiré, además, que me tengo vetadas las adaptaciones cinematográficas de argumento mitológico, aunque de asunto helénico haya un buen puñado y de muy variada factura, por todo lo contrario: suelen ser de un realismo romo, arruinando, con ese afán de descender a los héroes —llamados así por su mitad divina y en absoluto por sus temeridades— a tipos de apetencias corrientes y que tratan de justificar sus correrías con una causalidad pedestre. Al punto que cuantas películas he visto sobre este mundo, apenas recuerdo un par, Edipo rey (1967) y Medea (1969), ambas de Pier Paolo Pasolini, que trasmitiesen en sus imágenes esa dualidad entre rústica y sacra que emana de la lectura de un canto homérico o del clamor de las grandes tragedias atenienses. Y, sin embargo, todo ello no me impide reconocer que la gran singularidad de un mito es su capacidad para admitir el traslado de su peripecia argumental de época histórica sin que su dramatismo merme ni un ápice durante el trasunto. Es más; estas traslaciones, tan frecuentes en la historia de la literatura —bástenos recordar como muestra Hamlet (1601), de William Shakespeare, que no es sino una relectura, extraída seguramente de un cuento italiano, del mito de Orestes— se han convertido muy frecuentemente en cumbres de nuestra cultura. En el cine —por no abandonar este arte— Robert Towne, rizando el rizo todavía más, invirtió al más sórdido negativo, para situarlo en la corrupción de nuestras democracias actuales, el relato bíblico del Diluvio Universal, en Chinatown (1974), de Roman Polanski, de una forma tan magistral, que hasta hace unas décadas pasaba por ser el modelo de todo guion.
Pues bien, esta apesadumbrante calina que nos asola me impulsó a algo que me resistía por no empañar el deslumbramiento que hace años, muchos años, me produjo la lectura de la que quizá sea la mejor novela —y no lo sostengo solo yo, sino también Juan Carlos Onetti, Cabrera Infante, García Márquez…— del s. XX: Absalon, Absalón (1936), de William Faulkner, que, como su título anuncia, nos suscita de inmediato otro relato bíblico, por tanto, otro mito aunque con ese trazo acerbamente realista que caracteriza a la literatura hebrea: el enfrentamiento, incesto mediante, de dos hijos del rey David. Y me lo impuso esta calentura porque el universo faulkneriano sin sentirse embarrado de sudor, bajo un sol mercurial y entre la enceguecedora polvareda pierde los ingredientes esenciales de sus mejores narraciones; por tanto, cuando uno se halla bajo tales inclemencias, debe aprovecharlas y ponerse a leer a Faulkner.
Pero he aquí que, al doblar la última página, contra lo que indica su título, había descubierto que la desventura de los Sutpen, lejos de homenajear aquel relato semita, discurre semejante una saga cadmea; tanto da los Labdácidas o los Átridas. Es más, el enfrentamiento a las puertas del Ciento de Sutpen, entre Henry y Charles, evoca antes que la bíblica pugna entre Amnón y Absalón, el combate de Etéocles y Polinices frente a Tebas, sin que carezcan de una Antígona llamada en la novela Judit, porque viene, como en las turbadoras tragedias, provocado por un atroz reconocimiento, la imprescindible anagnórisis, y entre dos periplos: el fundacional de la saga y cuando se comete la espantosa hybris, emprendido por el gran patriarca, Thomas Sutpen, y el expiatorio del hijo, Henry, sin que sacrificio alguno remedie, entre tanto, la funesta maldición, heredada generación tras generación hasta la dispersión de la casta en bastardos innominados, tal y como les sucedía a los arcaicos linajes dorios. Por supuesto, no falta la bruja; incluso carece de nombre y permanece ofendida tras las sombras, al igual que las subterráneas y agraviadas hechiceras homéricas… De modo que, al sumar, uno tras otro, todos estos elementos, Absalón, Absalón, contra la recreación de aquel mito hebreo, como parecía sugerir su título, se me desveló como una genuina trama micénica, más de dos mil quinientos años después de que se cantaran en la Hélade, y, para mi estupor, creada ex novo, en el desamparado norte de Misisipí. En fin; algo abrumador, ¡y qué diferencia con la aparatosidad estéril exhibida estos días en Bayreuth!