Dudoso honor el mío: nací el mismo día, mes y año en que nació ETA. Escribo desde que tengo uso de razón y, en la prensa vasca, desde hace cerca de cuarenta años. No cuento los artículos acerca del drama que nos ocupó a lo largo y ancho, pero sobre todo a lo profundo de ese tiempo, publicados con mi firma. Advertido y amenazado, como tantos. Sin ninguna cobertura, sin ningún amparo, también como tantos. Cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco ya estaba cansado de ver todo lo que había detrás: el hundimiento moral, pero también el cálculo. Te avergüenzas hasta de la condición humana.
Dejé de escribir sobre el laberinto vasco el mismo día en que el minotauro dijo adiós a las armas. Precisamente cuando también dejé de estar advertido y amenazado. Arranqué los cables para que dejaran de sonar los timbres. No he vuelto a escribir sobre el tema. Tal vez ni yo mismo sé por qué. El relato ya estaba escrito en todas sus versiones. Siempre se nos cuentan historias por nuestro bien. Tanto me da la de las tierras prometidas, tanto la de la paz y la concordia. Sin embargo, siempre hay algo trascendental que permanece oculto.
La experiencia del caos tiende a democratizar el riesgo moral, que en nuestro país es permanente. Qué peligrosa la política cuando se convierte en una fábrica de héroes. En esta historia los hubo por centenares, a la fuerza y a su pesar. Los hubo anónimos y públicos. Queda por contar la de los que aguardaron su momento, ocultos en los sótanos de su conciencia. Los que callaron entonces, los falsos resistentes, los desertores por conveniencia, los héroes del mañana que ya es hoy.
Los héroes retrospectivos que, pasado el peligro, dan un paso adelante mirando atrás, pero sin verse. Tantos mudos que, milagrosamente, recuperaron la voz. Tantos ciegos que, milagrosamente, comenzaron a ver. Habla memoria, defiende ahora lo que callaste por no arriesgarte mientras otros escribían por ti. La tragedia vasca convertida en culebrón, en melodrama por entregas, el gran pelotazo del prime time. ¿Para cuándo el musical?
Le sucedió a Curzio Malaparte el día que entró a liberar Milán con su uniforme sucio de barro y sangre. Vio a Mussolini colgado de un gancho y a una turba gritando Viva Italia. Había combatido al dictador jugándose la vida mientras los cuerdos, los prudentes -“ratas de la libertad” los llama- se escondían en sus madrigueras. Necesitó cinco años para escribir esta frase: “La guerra había acabado y ya no podía hacer nada más por mi país. Sólo vomitar”.