Ya lo sabrán, ha muerto Peter Brook; uno de los investigadores más extraordinarios de la dramaturgia contemporánea. Nos quedan sus libros y, sobre todo, sus experiencias con actores llegados de todas partes a su parisino Centro Internacional de la Creación Teatral, donde, desde 1971, se empeñó con denodado y admirable afán en indagar una constante renovación de la expresión escénica.
Y esta, claro es, nacía —como nació en las Dionisiacas atenienses, allá en el s. VI a. C.— del sempiterno diálogo entre el actor y el público, aunque Brook quiso ir más allá, al dar un brinco sobre el vacío burlando la imprescindible comprensión entre los dos polos de este coloquio —sea mímico o sea oral—, cuando optó por suscitarlo entre interlocutores radicalmente ajenos en lengua y tradición. Para comprobar qué sucedía en una ceremonia tan premeditadamente confusa, emprendió giras con los actores de su centro por los países del Asia central con antiguos usos escénicos muy distintos de los nuestros y hasta por lugares aislados de África donde el teatro era absolutamente ignoto, y donde sus actores tanto representaban textos preparados como improvisados, pero, ante todo, absorbían la respuesta a sus interpretaciones de aquel virginal y asombrado público.
A España le cumple el honor de haberle otorgado el premio Princesa de Asturias de las Artes en 2019, y de algo más: haber contemplado, en 1985, tras su estreno en el Festival de Aviñón, su dramatización, según la adaptación literaria de Jean-Claude Carrière, de la epopeya india el Mahabharata (compilada más o menos sobre el s. IV a. C.), con una duración de diez horas, y dividida en tres suntuosos capítulos: La partida de dados, El exilio en la selva y La guerra; primero, en los entonces abandonados estudios de Samuel Bronston, en Madrid, y de seguido y para su reinauguración, en el Mercado de las Flores de Barcelona. Se podría decir que este colosal proyecto fue la cumbre de todas sus experiencias con el Centro Internacional de la Creación Teatral, pero dicho reconocimiento no debe ocultarnos su trayectoria anterior, pues sus andanzas como director teatral y como forjador de actores eran ya muy largas y sobre todo magníficas antes de 1970 o 1971, cuando se lanzó, alentado por ese otro gran coloso de la escena, Jean-Louis Barrault, y con la imprescindible ayuda de la productora y representante artística Micheline Rozan, a la fundación de este inmenso taller-compañía, en el entonces desahuciado Théâtre des Bouffes-du-Nord, de París (no lo confundan con el homónimo Théâtre des Bouffes-Parisiens, del Distrito 2º; este de Brook y Rozan se sitúa en el Distrito 10º, en el boulevard de la Chapelle).
En efecto, Peter Brook tras rematar sus estudios en Oxford, hizo su debut a los veinte años, en 1945, como director, en el Birminghan Repertory Theatre, y un par de años después, ya lo era del Royal Opera House, de Londres, y en 1962, de la recién fundada por Peter Hall, Royal Shakespeare Company, donde, claro es, se enfrentó obligatoriamente, y con indudable acierto, al gran prodigio de la escena: William Shakespeare. Sin embargo y sobre todos sus meritorios logros que figuran ya en las enciclopedias, para mí, Brook siempre estará unido a Marat/Sade (1963), de Peter Weiss, por cuya puesta en escena recibió el Tony al mejor director en 1966.
La primera vez que contemplé esta apabullante pieza, estrenada por Konrad Swinarski, en el Schillertheater de Berlín, el 29 de abril de 1964, y que considero con El tío Vania (1899), de Antón Chéjov, el par de obras que resumiría el teatro del s. XX, fue en el instituto de mi pueblo, cuando mi amigo Resti López Hernández —entonces profesor interino— la representó, en 1978, con los alumnos del segundo de BUP. Con apenas dieciséis años no llegué a captarla en toda su inmensidad, pero quedé absolutamente impresionado. Necesité verla de nuevo, algunos años después, en la versión cinematográfica del propio Brook, de 1967, que se emitió en La Clave, del nunca bien ponderado José Luis Balbín, para comenzar a sumergirme en sus terribles e indudablemente aleccionadores mensajes, que luego completaría —si en una obra tan ubérrima como la de Weiss se puede llegar alguna vez a ello— con la traducción de Alfonso Sastre, para su estreno en España por Adolfo Marsillach, en el Teatro Español, el 2 de octubre de 1968, y también asistí a su montaje en el María Guerrero, por Miguel Narros, en 1994, y les aseguró que esta última versión del Centro Dramático Nacional me desmereció no ya con la considerada canónica de Brook, sino incluso con aquella de mi amigo Resti, tan asombrosa para un público de adolescentes, con profunda propensión al rock progresivo y a otros cultos del momento.
Cumplido el breve —demasiado para su eminencia— homenaje a Peter Brook y donde asoma la amistad, les recomiendo, como bordón, la obra de otro amigo: el fotógrafo náutico Félix González Muñiz, que acaba de publicar su tercera entrega: Guía completa; faros de Andalucía, porque este imprescindible vade mecum para navegantes y otras almas errabundas se suma a Faros de Asturias (2017) y a Faros de Galicia (2020), y según me cuenta otro gran amigo y mejor capitán de altura, y como perito en la materia, su prologuista de cámara, Pepe Díaz, apenas intermedia con los venideros, porque Félix, hombre discreto pero perseverante, está empeñado en fotografiarnos los contornos luminosos del país. Ánimo, Félix, que ya es pan comido.