Pocos alcazareños conocen la visita del periodista uruguayo a la ciudad manchega cubriendo información sobre la Guerra Civil española.
Una de las personas que han pasado por Alcázar de San Juan fue el periodista uruguayo Alberto Etchepare Silva, quién se vino a España a cubrir la información sobre nuestra Guerra Civil.
El paso de este viajero por la localidad nos lo reseñó hace años el profesor Matías Barchino Pérez, Decano de la Facultad de Letras de la Universidad de Castilla-La Mancha, en uno de los “Almuerzos de don Quijote” organizados por la Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan, concretamente el celebrado el 20 de mayo de 2017, poniéndonos en antecedentes sobre Etchepare y comentándonos que había dedicado a Alcázar de San Juan un capítulo de su libro.
El libro, titulado Don Quijote fusilado (notas sobre la guerra de España) y que vio la luz en 1940, lo constituyen una serie de crónicas, algunas de ellas enviadas y publicadas anónimamente en los diarios opositores Uruguay y El País.
El autor dudó -meses después de acabada la guerra-, en publicar estas notas que pensaba mal hilvanadas y faltas de todo pulimento literario, pero se convenció de ello porque seguía vivo y palpitante el problema de España y porque el libro serviría para recaudar fondos para los refugiados españoles en Uruguay, también para fortalecer la esperanza de pronta justicia social que en nosotros alienta.
Alberto Etchepare, que también firmaba sus artículos como El Ujier Urgido, Plácido Barlovento y Máximo Vago, salió de su país por propia voluntad, tuvo el impulso -nada más conocer el comienzo de la guerra-, de abandonar Montevideo para apoyar al bando republicano y se vio en la necesidad de venir a nuestro país a contar de primera mano todo cuanto ocurría en España.
Dejó la capital uruguaya y se vino con lo puesto para contar a sus compatriotas lo que estaba aconteciendo en España. En el prólogo a Don Quijote fusilado, el abogado, escritor, parlamentario y fundador del partido Socialista del Uruguay, Emilio Frugoni dice de él: “Desde aquella primera noticia él se sintió dominado por el ansia de acercarse al drama hispano, más que para contemplarlo como imple espectador y narrarlo como testigo presencial, para vivirlo, para sentirlo en carne propia, sirviendo con la pluma y también si cuadraba con el fusil, la causa del gran protagonista de este drama, que era el heroico amor del pueblo a sus derechos y a su dignidad”.
Continúa Frugoni exaltándolo y reconociendo su impulsivo atrevimiento: “mientras nosotros no atinábamos todavía a salir del doloroso asombro que nos producía el estallido de la traición armada, en rebeldía facciosa contra los destinos de pueblo español, él vino y nos dijo: ‘me voy a ver qué ocurre en España y relataré lo que vea’.
Frugoni pensó que el libro había supuesto una especie de triunfo personal para Etchepare o por mejor decir, una profunda evolución en positivo, el proceso de un aprendizaje oculto, siendo como una especie de máster en el dominio de la pluma para el joven cronista y por eso dice: “cuando comenzaron a aparecer estas crónicas en nuestros diarios, yo le dije a un amigo: he aquí que la guerra de España nos ha llevado un atorrante (usaba el vocablo familiar en su más amable acepción) y nos devuelve un gran periodista”.
Etchepare llegó a España en barco, entrando en nuestro país por Barcelona, ciudad a la que dedica los primeros capítulos, recorrió después el frente de Huesca, Tardienta, Torralba de Aragón y por fin Madrid. Desde la capital se trasladó a Alcázar de San Juan de paso hacia Valencia. Con toda seguridad sería uno de los últimos días del año 1936 ya que había pasado la Navidad en Madrid.
Pasando antes por el Toboso a bordo de un automóvil con un chofer -que había sido conductor de taxis en Madrid-, se cruzaron con una escuadrilla de aviones enemigos, y por miedo hubieron de acelerar el vehículo a más de 100 km/h “por la cuna de la ingrata por quien tanto penó don Alonso Quijano. Tan solo alcanzamos a gritarle al grupo de casas un ‘¡Chau Dulcinea!’ mientras la cruzaban a toda velocidad.
Llegaron a Alcázar de San Juan según relata el propio Etchepare: “atravesando los campos de La Mancha y evocando a Nuestro Don Quijote. El horizonte se nos iba abriendo como un libro de caballerías, y ante la vista de los molinos de viento nos embriagábamos de leyenda… El coche potente y raudo, devoraba nafta y kilómetros, mientras a nosotros se nos iba la imaginación. Por un instante temimos atropellar a la sombra augusta de don Quijote que, como alma en pena, parece estar vagando por estas tierras secas y desoladas. Los molinos se nos antojaban -como al hidalgo manchego- seres fantásticos que huían despavoridos de un invisible enemigo que les grita: ‘¡Arriba las astas!” (aspas hubiera sido lo correcto).
Una vez en Alcázar, el reportero narra que cenan un menú de guerra en un mesón típico, alumbrados por un parpadeante candil y cuenta algo que le llama la atención (una característica de Alcázar a lo largo de su historia) que el pueblo tiene una gran animación, por ser uno de los puntos adonde arriban las familias refugiadas que vienen de Madrid.
En este mesón cuenta una graciosa anécdota que les sucede cuando “un chaval de ocho años nos contempla curiosamente mientras comemos. Buscando amistad, lo interrogamos:
- ¿Eres evacuado?
- No, señor. Soy Jacintito, para servir a usted.
Esto parece un chiste malo, pero nos ha sucedido efectivamente”
No da para mucho más la estancia en Alcázar ya que a las once de la noche suben al tren que los llevará a Valencia, un convoy formado por más de veinte vagones repletos de toda clase de gente, milicianos, niños, viejos, mujeres jóvenes dando el pecho a sus críos y a media luz (los de primera y tercera están envueltos en penumbra), tan repleto que deben ubicarse en un pasillo hasta que el tren, dos horas después, parta de la estación rumbo a Levante.
En ese ínterin hasta la partida del tren aún sucede otro episodio digno de relatarse: “A nuestro lado tres señores de boina protestan porque deben viajar de pie. Están bien vestidos. No les vemos las manos a causa de los guantes, pero han de ser sin duda, blancas y suaves, se nos ocurre, como de sacristanes. Hablan de la falta de organización y de la incapacidad del Comité. El más grueso de ellos, colorado de cara y con un habano en los labios nos dice: - ¿Y para qué hemos hecho la revolución? Sonreímos sin contestarle. Él se da cuenta de que lo estamos ‘sobrando’. Tenemos ganas de decirle que la revolución aún no se hizo. De que él está saboteando el régimen. Que no es momento para críticas. Que hay que ganar la guerra primero. Que si no se calla le meteremos un tiro en medio de la barriga… Pero no vale la pena”.
Escribe también Alberto Etchepare, despidiendo el capítulo de Alcázar de San Juan: “Rumbo a Valencia nos llevaba aquel vagón trepidante, con su carga de humanidad dolorida, angustiada. Desde el fondo del coche salía el canto ronco de los soldados del pueblo:
‘Es la lucha final
que comienza.
La revancha
de los que ansían pan…”
Este joven periodista que vino ávido de experiencias y que regresó después de la guerra de España, según Frugoni “como un narrador vivaz, plástico, emotivo, que comunica sus sensaciones con una precisión certera de verdadero dominador de su oficio, que ya es arte en sus manos por la virtud de ese soplo sutil con el cual, desde los tiempos bíblicos, el barro tosco y pedestre de los caminos del mundo, comienza a palpitar y animarse”, tuvo un paso muy breve pero a la vez intenso por nuestra ciudad y describe cómo la encontró en tiempo de guerra, es sin duda, una visión totalmente objetiva de un visitante extranjero que deja escrito su testimonio sobre Alcázar de San Juan, sobre su estación y sobre su paisanaje.