Este pasado 15 mayo, festividad de san Isidro, se cumplieron veinticinco años del fallecimiento en Madrid de Gastón Baquero, uno de los más grandes poetas de la lengua española del s. XX. Como sucedió en aquel homenaje en el Círculo de Bellas Artes, unos cuantos días antes de su muerte y con el protagonista yaciente ya en el hospital, cuando Araceli González Campa y Pepe Sacristán nos desentrañaron, en un memorable y vibrante recital, sus frondosos y apabullantes versos, a la conmemoración de este vigésimo quinto año de su fallecimiento, el pasado viernes veinte, en la Biblioteca Elena Fortún, de Madrid, también acudimos un parco número de personas y no se me alcanza cuantas teníamos algún conocimiento previo de su majestuoso verbo, salvo, claro es, los meritorios —más si cabe, ante la notoria cuanto vergonzosa escasez de público— ponentes del acto: el escritor tinerfeño Alberto Linares, los poetas cubanos Felipe Lázaro y León de la Hoz, y el profesor Pío E. Serrano.
Y es que a Gastón Baquero —quizá por su carácter remiso a cualquier protagonismo— lo postergó un silencio aún mayor que el que suele envolver a cualquier poeta desde su exilio en España, tras la Revolución cubana, de 1959. Por supuesto; contra él obró siempre su condición de anticastrista, en una España donde los prestigios culturales los otorgaba una intelectualidad entusiasmada con los jóvenes barbudos de Sierra Maestra, y aun así, quiero recordar aquí que cuando unas décadas después la Fundación del Banco Santander editó su Obra completa (1995) —al decir de todos los ponentes de este último homenaje, siempre incompleta por el mucho material todavía inédito o publicado bajo sus variados heterónimos— se agotó con insólita rapidez. Porque entre los poetas españoles —especialmente desde el surgimiento a finales de los sesenta de los Novísimos— Gastón Baquero fue un incontestable maestro, como su compañero e impulsor de su crucial generación, la de Orígenes, allá en La Habana, con los tres números augurales de la revista Verbum (1937), José Lezama Lima.
La importancia en la poesía de Gastón Baquero y de Lezama Lima —a la par que en la novelística de Alejo Carpentier y de su amigo Miguel Ángel Asturias al fundar lo real maravilloso (hoy más conocido por la denominación de su otro amigo Úslar Pietri: realismo mágico) a mediados de los cuarenta— fue la de sentar por escrito el español de América; un decir nuestra lengua de un modo nuevo y deslumbrante, que si bien arraigaba ubérrimamente en el Siglo de Oro, su imaginería metafórica y barroquismo eran ya neta y profundamente americanos, o si me apuran —y como preferiría García Márquez— caribeños.
Conocí el nombre de Gastón Baquero por algunos poemas estampados en los primeros números de la revista sevillana Renacimiento (1988-2010), y luego fue Héctor Vázquez-Azpiri, allá por mediados de los noventa, durante nuestras comidas semanales en el chino de la esquina, quien me habló de su figura singular de corpulento y apocado mulato, que tanto llamaba la atención por el Madrid de los primeros sesenta, y también que gracias a sus amistades, como antiguo redactor jefe del Diario de la Marina (1844-1960), de La Habana, había obtenido trabajo en el Instituto de Cultura Hispánica y en Radio Exterior de España. Sin embargo; ese socorro procurado por los gerifaltes franquistas no le valió —más bien al contrario— para que le concediesen algún relumbrante galardón que le granjease una merecida notoriedad; por ejemplo, estuvo a punto de recibir el Premio Nacional de Literatura, en 1992, tras la publicación por la editorial Verbum, de Madrid, de Poemas invisibles (1991), pero solo a punto y su nombre, sin ese o cualquier otro sonoro reconocimiento, siguió siendo solo familiar para los poetas y para algunos escritores madrileños, que lo habían tratado en el Instituto de Cultura Hispánica. En cuanto a su Cuba natal, su figura fue rescatada del silencio oficial en 1994, con unas conferencias sobre su poesía, en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, que organizó y donde participó su compañero de generación Cintio Vitier, la también integrante de Orígenes y esposa de Vitier, Fina García Marruz y los poetas Miguel Barnet, Antón Arrufat y César López, y, ya en 2001, hasta se publicó la antología preparada por Efraín Rodríguez Santana, La patria sonora de los frutos, con la que el gobierno revolucionario daba una cierta oficialidad a su recuperación.
No obstante; continúa siendo un endeble eco para la grandeza e importancia de su poesía —tanto la escrita en Cuba como la creada en España; ambas, aunque de la misma mano, muy disímiles—, al punto que a este último acto organizado por Sonia Muñoz (de la Gatera Press) y Alberto Linares, que trajo ejemplares de La mítica ciudad llamada La Habana (2021), último título impreso de Baquero, acudimos apenas una decena de personas y, por descontado, ni una sola autoridad cultural tanto local como estatal, por lo que —más que animarles— les exijo, a cuantos tengan aprecio por la poesía, corran a demandar su obra; algunos de sus títulos como Memorial de un testigo (1966) o la antología Magias e invenciones (1984) o el ya mencionado Poemas invisibles o su Poesía completa (1998), o el ahora reditado Entrevistas a Gastón Baquero (2021), los pueden adquirir en la red y en alguna solvente librería. Si lo hacen, comprobarán cuán corto me quedo en el elogio.