Müller fue un dramaturgo de la RDA en tiempos de la Guerra Fría. Con su primera obra importante fue expulsado de la Asociación de Escritores y sometido a una censura constante. Su respuesta fue reinterpretar un clásico, “Macbeth”, donde la clase corrupta del partido comunista en el poder se retrataba en los clanes escoceses y las célebres brujas no ya en la voz del destino, sino en la de la historia.
Shakespeare ya hablaba de un reino sometido a una tiranía vigilante –“watchful tyranny”-. También de un carnicero sangriento –“bloody butcher”-, cuya ceguera le homologa con Putin. Y lo más importante, de un mundo en convulsión donde “los instrumentos de la oscuridad nos dicen verdades”. En su obra son las brujas quienes revelan esas verdades, en clave mítica, a la manera de las parcas. Müller las tradujo a un lenguaje político tan certero como ambivalente. Según cómo canten, representan la voz del pueblo -una llamada a la revuelta- pero también las sutiles herramientas de manipulación de la opinión pública. Porque una de esas brujas es precisamente lady Macbeth, el arquetipo de toda perversión cifrada en su ambición paranoide, la del poder por el poder.
Nadie sale indemne en el “Macbeth” de Müller. Desaparece la tensión entre el viejo mundo caballeresco y el nuevo, no hay redentores. Aquí hasta el ejército inglés que viene a liberar a Escocia del tirano se mueve por la misma ciega codicia. “Mientras unos hablan y otros mueren”, de nuevo en palabras de Shakespeare, de esta tragedia resultarán “profundas consecuencias”.
Aterrada por sus crímenes, lady Macbeth ve día y noche sus manos manchadas de sangre. Ante la que riega Ucrania, el relato lleno de ruido y furia atraviesa las pantallas. ¿Podemos ignorar nuestra parte de responsabilidad en la masacre? En ese caldero donde las brujas cuecen juntos a tiranos y libertadores, una nave de los locos se va a pique con todos nosotros dentro. Nunca un cuento contado por un idiota tuvo un significado más acuciante.