El abismo que supone mirar al futuro sin llegar a descifrar nada, y no por ello expresar la necesidad de querer saltarnos la deuda a pagar hasta llegar a encontrar aquello que buscamos. La falta de esa brújula que nos marque el sentido correcto de la vida como si fuera un maná bíblico, o la tormentosa búsqueda de una perfección que no existe, nos hace ser, sin duda, víctimas frágiles y crueles —a la vez— de una sociedad del bienestar en la que empiezan a ser visibles las grandes grietas que la están hundiendo.
La felicidad y sus dramáticas consecuencias no son sino la manifestación de una falsedad hecha dogma. Una falsedad aposentada en un establishment corrupto, del que nadie se salva y solo algunos disfrutan. De todo ello, podemos inferir que la dirección de esta civilización no parece ser la más reconfortante o segura posible, pues ni sus concelebrados y protegidos hijos sacan a la luz la brillantez para la que se los ha educado, y por tanto, se les supone. La gran contradicción de todo ello es que esa nueva generación lo tienen todo sin llegar a querer nada, porque ya no se trata de vislumbrar el futuro, sino de pisotear el instante más egoísta y cercano a la suela de sus zapatos. La falta de respuestas a tanta incertidumbre es la que nos ha encaminado a esta paranoia colectiva en la que vivimos. Una paranoia colectiva e individual que no saben reinterpretar ni los más sagaces psicólogos.
No obstante, Joachim Trier en La peor persona del mundo no trata de plantearnos estos dogmas generales como formas de vida o de entender el mundo, él, de una forma muy acertada nos muestra a una mujer joven —una magnífica Renate Reinsve—, en el paso que va desde la libertad total en la que se desenvuelve antes de llegar a cumplir los treinta años, hasta lo que tarde o temprano la conducirá —maternidad, trabajo bien remunerado, vivienda— al compromiso como fórmula de vida. Y cuyo máximo riesgo, hasta que llegue a ese punto y final, será el de escenificar el pecado de no saber lo que se quiere. Quizá, porque la sociedad del bienestar en la que vivimos, necesita más que nunca que sus ciudadanos más bien antes que después resuelvan sus dudas a la hora de ingresar en la cadena que la mantiene viva, lo que se traduce en el desempeño de un trabajo, el pago de impuestos, y en el respeto a unas normas de convivencia que necesitan de su papel responsable, tanto en la reproducción de la raza como en el sostenimiento de un planeta cada vez más enfermo, amén de la atención a las superlativas necesidades de las minorías. De ahí que, en contra de todo ello, esta película de Trier se alce como una mayúscula expresión de libertad. Aquella que manifiesta su protagonista en forma de decisión personal de no seguir el criterio generalizado de su familia o parejas. Y de esa innata contradicción surge la grandeza intrínseca que posee, y que se traduce en una belleza multidimensional que a primera vista se posa sobre la ciudad de Oslo —sus atardeceres, sus noches, sus grandes panorámicas, su aparente limpieza o su ingenuidad—, pero también mediante una banda sonora muy acertada que surge sin apenas darnos cuenta y que acompaña el camino vital de Julie de la manera más natural posible, a la vez que imprescindible, Y cómo no, la belleza vital de una mujer joven, insegura de sí misma, pero con las ideas claras cuando quiere salir del círculo donde no se encuentra a gusto, para de esa forma darse una nueva oportunidad, tanto en el terreno laboral, académico, familiar o afectivo. De todos esos zigzagueos surge un personaje protagonista femenino que antes sería interpretado por un hombre, y que ahora nos obliga a girar de otro modo sobre el eje del mundo, de su mundo, y el de sus malas elecciones. Y lo hace con la codicia que se implanta en el espectador de querer averiguar qué va a ser de su vida, o qué ocurrirá en la siguiente escena. La ternura, el descaro, la incomprensión, la intimidad, la complicidad, el deseo o el rechazo van surgiendo en esta historia en la que asistimos a las contradicciones vitales de Julie y la angustia que todas ellas le suponen. Nada es perfecto, como tampoco hay nada para celebrar, porque ese egoísmo que en ocasiones parece traslucir el personaje de Julie no es sino la manifestación de aquel que vive sumergido en la duda. Una duda, de la que en ciertas ocasiones nace el avance, aunque esa tampoco sea la finalidad de este film plagado de buenos momentos. Una película dividida en un prólogo, doce capítulos y un epílogo al modo de algunas películas de Éric Rohmer y sus metafísicos y largos diálogos, que sin embargo esta vez son sustituidos por la intensidad de la mirada de Renate Reinsve, y sus diferentes formas de expresar la felicidad o el desencanto casi al mismo tiempo: «Te quiero, y no te quiero», dice en una de las escenas, y con ello nos muestra el pecado de no saber lo que se quiere.