Desde Freud a Fromm, la filosofía psicoanalítica considera todo acto de destrucción o de autodestrucción como una patología que anula la condición humana. Lo inhumano acecha en el umbral de lo humano, como el mal desafía al bien y la locura a la razón. Esta psicopatía se da a todas las escalas: puede afectar a individuos, a naciones, a estructuras continentales.
De pronto estalla una crisis irracional dentro de un partido político. ¿Quién la desencadena? La locura del poder. Comienza buscando la destrucción del rival y se resuelve llevando a su cúpula al límite de la autodestrucción.
Idéntica sanción para el conflicto que enfrenta a Rusia con EE.UU., hoy en Ucrania. ¿De dónde surge? De la ambición de dos potencias, pero también de la negligencia europea a la hora de trazar su propio mapa de seguridad. ¿Un mapa político-militar? Sí, pero todavía más un mapa mental.
El perfil psiquiátrico de Putin no es tanto el de un autócrata ensimismado con un sueño imperial, sino el de un niño rey agresivo que tiraniza a unos padres carentes de autoridad. Una suerte de Peter Pan subsumido en un narcisismo de muerte. En la mitología griega sería Erisicton, aquel rey de Tesalia que se devoraba a sí mismo porque nada podía saciar su hambre. Nosotros, los que nos creíamos reyes, seríamos un cruce entre Ícaro y Edipo. Sólo atentos a volar muy alto, olvidamos que nuestras alas eran de cera. Hoy, como Edipo, preferimos arrancarnos los ojos a seguir viendo eso que Baudrillard definía como la “parte maldita” de nuestra inconsciencia.
En sociología se conoce como “wasteful expenditure” el derroche irracional de energía abocado a la destrucción y a la autodestrucción. Toda guerra lo es. Cualquier paz también, si se asienta sobre cimientos de arena. ¿Para qué nos ha servido toda la superestructura palaciega del Consejo de Europa? La ONU calla, habla la OTAN. ¿En qué lenguaje? En el preferido de Putin, el de los cañones.
La ocupación de Ucrania -mil veces anunciada, si no maquiavélicamente propiciada por unos y otros-, escenifica el estado de la cuestión a todos los niveles. Qui prodest? –preguntaban los clásicos-, ¿a quién beneficia? De entrada al poderosísimo lobby armamentístico global cuyo cliente preferente es la OTAN. También a esa OTAN, surgida durante la Guerra Fría, cuyo imperativo categórico era disolverse tal como lo hizo el Pacto de Varsovia. Lejos de hacerlo, desde entonces no ha dejado de ampliarse y expandirse hacia el Este. ¿Con que objeto sino el de incrementar la tensión en las fronteras de Rusia? El Pentágono decide, Bruselas paga y calla. La tensión revitaliza por igual a un presidente decrépito y en caída libre, como Joe Biden, y al gran paranoico entronizado en el Kremlin, Vladimir Putin. Entre uno y otro, un cándido títere ucraniano, Volodomir Zelensky, digno del de Voltaire. En su supina ingenuidad, cuando subía al puente de mando de los acorazados norteamericanos “de visita” en Odesa, cuando recababa palmaditas en la espalda por parte de todas las cortes europeas, mientras sus tartufos en el poder –de Johnson a Macron- le prometían que en caso de agresión no vacilarían en defenderle, pese a ser actor de profesión, ignoraba que Europa le reservaba un papel semejante al de El Idiota de Dostoievski.
Hoy, una Europa igualmente idiotizada, rendida al maniqueísmo más pueril, a la verdadera banalidad del mal, a la sensiblería amnésica, condena lo que ella misma ha propiciado. Por eso los derrotados, tanto como el pueblo ruso y el ucraniano, somos nosotros. Tal vez también palpite en lo profundo del alma europea, en su parte maldita, un deseo de autodestrucción. Ese Otro siempre amenazante, ahora desbordante, es parte de nosotros. Ese abyecto Alien no nos es ajeno.
Dentro del Homo Sapiens late un Homo Demens capaz de desencadenar violencias extremas, guerras absurdas o asesinatos gratuitos. La locura política le sienta bien, sobre todo cuando pasa de los márgenes al centro del sistema.